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La extraña desaparición de la verdiblanca
No hay verdiblancas en los balcones. O apenas hay, que viene a ser lo mismo o viene a ser peor. La bandera andaluza, a eso me refiero. Cuarenta años atrás, ondeaban a todo trapo a bordo de cuatrolatas, frontispicios de escuelas, asociaciones de vecinos, emisoras de radio, barras de aluminio con el suelo lleno de serrín o incluso en ferreterías, mercerías y comercios del ramo.
Se diga lo que se diga, así se conquistó la autonomía andaluza, pintándonos de verdiblancos como Braveheart. Y ahora que pintan bastos para la actual forma de Estado e ignoramos qué pespuntes habrá que echarle a la Constitución para que seamos diferentes e iguales al mismo tiempo, somos más del rojigualda con pollo, sin pollo o con el toro de Manuel Prieto: habrá que recordar que cuando el referéndum de 1980, Andalucía no bregaba por el “Santiago y cierra España” sino por el andaluces levantaos, pedid tierra y libertad, sea por Andalucía Libre –primero-, España y la humanidad, porque somos universalistas desde que nos inventaron los neardenthales y nos colonizaron los fenicios.
En uno de los puestos ambulantes de la plaza del Duque en Sevilla, observo las correas en venta y no veo ninguna con los colores bereberes que alguna vez ondearon de las torres del alcázar: hay de todas las modalidades de España, incluyendo la republicana, y una larga serie de tonalidades francesas, británicas, norteamericanas o bielorrusas.
-“Es que no me piden correas con la bandera verdiblanca”.
-“¿Ni siquiera los aficionados del Betis?”
El vendedor mueve la cabeza como preguntándose qué hago formulando preguntas tan raras. Durante una etapa de su biografía, Carlos Cano se negaba a cantar “Verde, blanca y verde”, aquel que fuera himno oficioso del primer andalucismo antes de que irrumpiera Blas Infante con su conocido cantable, al que nos limitamos a cambiarle la palabra Iberia, quizá por cortesía, para no adelantarnos en el tiempo a ese andaluz portugués llamado José Saramago. El creador de “María La Portuguesa” se negaba a cantar aquello de “Amo mi tierra, lucho por ella,/ mi esperanza es su bandera,/ verde, blanca y verde”, porque la había creado –confesaba—para un pueblo que soñaba y Andalucía había dejado de soñar. Que la bandera sólo la enarbolaban entonces los coches oficiales y las instituciones, eso repetía el cantautor granadino, rebautizado en La Caleta de Cádiz por Fernando Quiñones y Felipe Campuzano.
Ahí sigue ondeando, en la cosa pública. Cantando con las golondrinas y reluciendo como las amapolas, pero ya no quedan ni manifestaciones de jornaleros para sacarla a pasear. La verdiblanca ha desaparecido y nadie sabe como ha sido, tal vez abducida por la creencia de que todo estaba hecho, cuando lo que hemos aprendido durante los últimos años es que todo puede ser reversible, incluso que Vox pisotee la memoria del padre de la patria andaluza. Pena que no salga a replicarle con contundencia la misma derecha que, vía Manuel Clavero, propuso el término infantiano de “realidad andaluza” para cuadrarlo en el preámbulo de nuestro nuevo Estatuto, justo cuando Catalunya usaba el término nación en el mismo espacio, hasta que llegó el Constitucional y mandó a parar.
El andalucismo no es lo mismo sin el Partido Andalucista. Cuando éste se disolvió por inanición electoral, surgieron algunas formaciones de esa misma orientación, voluntariosas pero minúsculas. Alguna de ellas ha recalado en Adelante Andalucía, que ahora pretende pujar en las urnas por un grupo propio en el Congreso, a la manera de aquel que conformara el PSA de Alejandro Rojas Marcos, en la tremebunda legislatura del 79. Aquella maniobra, a cambio de apoyar a la UCD en la investidura, le valió a los andalucistas que el PSOE de Rafael Escuredo se hiciera con el liderazgo del nacionalismo meridional. El PSOE de Felipe González y de Alfonso Guerra, siendo moderadamente jacobino, se echó a caminar por la senda autonómica y se llevó de calle al electorado. A lo largo de varias décadas, los andaluces votaron a los socialistas, pensando que era su PNV, su CiU, incluso su ERC. Desde las filas andalucistas, José Aumente ya reconocía en su momento que el partido del puño y de la rosa le había birlado lo que ahora se llamaría “el relato”.
Así las cosas, la lucha por la autonomía se convirtió en la lucha por la autovía, tiempo atrás. La Expo del 92 y el AVE fueron sustituyendo paulatinamente al pedid tierra y libertad: la Unión Europea fue quien terminó realizando la reforma agraria, parcelando los latifundios para que los señoritos cobraran más subvenciones comunitarias.
Ahora, Adelante Andalucía se postula para reconquistar un grupo verdiblanco en el Congreso. Aunque a uno le gustaría que todos los partidos, incluido éste, le echaran una capita de minio a la A de Andalucía que ondea de sus siglas. Pero, para ello, quizá sería conveniente recobrar la vieja y achacosa verdiblanca, sacarla del baúl de los recuerdos y lucirla por la calle, como antaño. Sin embargo, miro a los balcones y sólo veo banderas de España o del Niño Jesús, bombonas de Butano y un puñado de antiguas aspiraciones colgadas con pinzas del tendedero de la historia. No se en qué quedará todo esto pero ojalá ese antiguo y querido trapo no sirva tan sólo como sudario de aquella vieja aspiración andaluza de hablarle de tú a tú al resto del Estado, con nuestro RH de siglos, nuestro seny jondo y la morriña de un proyecto de país que nos ayudara a encontrar la voz del pueblo, que decía Carlos Cano, el alma de luz de Blas Infante, la fuerza hercúlea de la utopía a la que no debieran devorar los viejos leones.