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En busca del lince perdido: 20 días tras la pista de Fran en Doñana

El lince Fran ante una cámara de fototrampeo de Doñana

Alejandro Ávila

Doñana se convierte en un inmenso tablero de juego. Es martes, 27 de junio y en el centro de cría de El Acebuche faltan dos linces ibéricos. Son Aura y Fran, dos linces ancianos de 15 años de edad. El viento ha empujado las llamas hasta las puertas del parque nacional y sus responsables se han visto obligados a desalojarlo en media hora. La mitad de ellos, los viejos y enfermos, han quedado atrás, con las puertas abiertas para que, en caso de que las llamas asedien las instalaciones, puedan huir al campo. Eso ha sido, precisamente, lo que han hecho Aura y Fran. La hembra toma rumbo al sur y es capturada al día siguiente junto a uno de los observatorios del centro de visitantes de El Acebuche. Fran, en cambio, se marcha al oeste, en dirección a la cercana laguna de El Acebuche. Hay que darle ‘caza’. El juego de las pistas ha comenzado.

Una veintena de personas y todo el personal de Doñana está en alerta: un lince que apenas ha vivido un año en libertad (una trampa lo dejó cojo para siempre con un año de edad y ha vivido desde entonces en el centro de cría) anda suelto y hay que recuperarlo. A la cabeza de la misión de investigación se sitúa José María Galán, un auténtico apache rastreando las huellas de la fauna de Doñana. Hay dos rasgos que les van a facilitar el rastro de Fran. Y ambos tienen que ver con la cojera que sufre en su pata izquierda delantera. En su mano izquierda.

Galán lo explica así en el boletín especial que ha lanzado el centro desentrañando aquellos intensos días: “Dos rasgos caracterizan el rastro de Fran, ambos relacionados con su cojera de la mano izquierda. Por un lado, una distintiva marca digital en arco que no siempre se evidencia sobre el suelo. Por otro, un particular patrón de movimiento semejante al de un gran mustélido. En terrenos despejados ambas características facilitan su pisteo, pero a poco que el terreno se complica, esa ventaja se torna inconveniente al confundirse con las pisadas del tejón o de la nutria”.

Como explica Francisco Villaespesa a eldiario.es Andalucía, director del centro de cría El Acebuche, “sabíamos cuándo era él, porque arrastra la pata izquierda y va dejando un arco. Anda como un mustélido, da un saltito, arrastra y apoya más adelante. Apoya tres, un salto y apoya la delantera izquierda”.

Seguirle la pista a cualquier carnívoro no es fácil y más si le lleva días de ventaja a sus perseguidores. Los elementos naturales, el viento, el sol y la tierra, se pueden tornar de un momento a otro en tus amigos o tus enemigos. Y es que, con tanta ventaja, “las huellas aparecen desdibujadas, pisadas por insectos, por vertebrados diurnos y nocturnos”.

Fran es discreto y sigiloso, se mueve como un planeta alrededor de su estrella, el centro de cría, pero su órbita se va alejando cada vez más. Los rastreadores necesitan toda la ayuda posible. Avisan al personal del parque: cualquier ayuda puede ser útil a salvar al viejo Fran. Y bingo. En apenas 24 horas, el 28 y el 29 encuentran las primeras pistas: un avistamiento “cerca de la cancela del Acebuche nos pone de nuevo sobre su pista”. El peligro acecha: la cercana carretera de Matalascañas es una trampa mortal, un punto negro donde se han producido muchos atropellos. La pista es errónea, pero viene cargada de éxito: les lleva hasta Aura, la otra lincesa perdida. “Aún nos falta Fran, cojo, anciano y a su bola”, explica Galán sin medias tintas.

Al día siguiente, la segunda pista la proporciona la tecnología: una fototrampa tomada a las diez y media de la noche del 29 de junio muestra a un Fran sorprendido por el fogonazo de “una de las cámaras de fototrampeo instaladas en la zona a varios kilómetros de distancia del centro, su aspecto era bueno y, aunque ya se había alejado bastante, su rastro era posible seguirlo por personal especializado”.

Las huellas del lince proceden del sur y se dirigen hacia el noroeste, hacia la tierra quemada. Los rastreadores notan que Fran está avanzando con el viento de cara: una de dos, o está actuando como el cazador que lleva grabado en el ADN o está actuando como un animal herido que huye, ya que ese viento de cara le alerta de cualquier peligro u oportunidad que se pueda encontrar de frente, proporcionándole “información y seguridad”.

La tarea no es sencilla. El viejo lince deambula, temeroso, por la noche. Lo hace por senderos despejados y cortafuegos, descansando cada medio kilómetro. Durante el día, se esconde entre los matorrales, donde el camuflaje de su pelaje lo hace invisible a cualquier amenaza. También para los rastreadores, que terminan perdiéndole la pista el 1 de julio entre una inmensa extensión de maleza. Tras 24 infructuosas horas, el 3 de julio se organiza una batida con todo el personal disponible, guardas a caballo y hasta un perro especializado en rastrear linces llamado Eco. La batida da sus frutos y encuentran dos pistas, pero la alegría dura poco: a partir de ese momento se enfrentan a dos semanas sin noticias de Fran.

Empieza una travesía en el desierto, en la que los cazadores de pista echan toda la carne en el asador: Fran es un lince débil y enfermo con escasas posibilidades de sobrevivir a su libre albedrío. Se ponen más cámaras de fototrampeo, más jaulas trampa con un conejo dentro, se utilizan focos nocturnos y, cada día, se limpian los cortafuegos con un ingenioso sistema: una traviesa colocada en el paragolpes posterior de un vehículo arrastra varios neumáticos que dejan limpio el tablero de juego. Así será más fácil encontrar las pistas frescas que Fran pueda dejar sobre las arenas. “Nada, Fran, no aparece ninguna parte”, escribe un Galán desesperanzado. 

Pero, por fin, a las siete de la mañana del 19 de julio, cuando las esperanzas de encontrarlo con vida comienzan a flaquear, una llamada les devuelve los ánimos: Antonio Valero ha localizado a Fran en el poblado forestal de Los Cabezudos… ¡a 15 kilómetros de su hogar! El personal se desplaza con la artillería pesada, pero el viejo lince aún tiene un as guardado en la manga y desaparece entre la maleza. La fortuna y el hambre del animal consiguen que Fran pique el anzuelo: “tras una hora de búsqueda por la mancha de vegetación, Fran acabó entrando en la jaula de captura que habíamos dejado activada justo por donde él se había adentrado en el espeso matorral”.

La odisea del felino ha terminado. Regresa a casa en un estado de “extrema delgadez”. En el centro de cría, lo someten a un examen veterinario y, acto seguido, lo sueltan en las instalaciones de cuarentena. La vida se abre camino: Fran caza un conejo al entrar en su jaula.

“Hemos aprendido su patrón de movimiento, buscando el alimento y los puntos de agua. Tiene un patrón de huella completamente diferente a un lince que no sea cojo. Ha ido esquivando las zonas con mayor vegetación, donde las espinas le molestan en la cara, al ir más bajo por la cojera”, explica Villaespesa.

Desde entonces, y en apenas un mes, el lince ha recuperado peso y si los análisis de enfermedades infecciosas dan resultados negativos, Fran podrá volver a campear en semilibertad junto a sus 26 compañeros del centro de cría. El otoño del viejo lince se aventura dulce, tras una odisea que sus cuidadores jamás pudieron imaginar.

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