El algoritmo no tiene ritmo y dormir es una utopía
Martes, 16 de julio
21.45 h. Recojo a P de sus clases de yoga. Las da, no las toma.
22.25 h. Hay cuatro o cinco personas disfrazadas de romano. Piden firmas para declarar Itálica Patrimonio de la Humanidad. Pedir firmas, hacer crowdfoundings, apuntarse a una ONG o a tres, firmar protestas en redes, emergencias humanitarias: la utopía es un jarrón roto y multiplicamos las formas de comprar un cachito. Me acuerdo de las bulas y la indulgencias que los ricos compraban. Firmo el papel que me da una romana de Santiponce.
22.45 h. Patricia Guerrero y el resto de la compañía están sentados en sillas con sus mesas respectivas delante, a modo de aula. Van golpeando la mesa y creando ritmos. Muestran la uniformidad que impera en ese tiempo y lugar distópico en que estaremos todo el espectáculo.
22.51 h. P me dice que se ha enamorado de Patricia, de su movimiento. La entiendo. A mí me pasó lo mismo cuando la vi por primera vez. La bailaora granadina es un prodigio técnico capaz de ser suave y salvaje, de incorporar a su baile influencias diversas y seguir siendo ella misma. El tándem que ha hecho con el director de escena Juan Dolores Caballero ha entregado dos espectáculos hasta la fecha, Catedral y este Distopía, que han consagrado a la Guerrero como una de las figuras fundamentales del flamenco contemporáneo.
00.09 h. Acaba de terminar Distopía y el público aplaude entusiasmado a todo el elenco y especialmente a Patricia Guerrero. Estamos ante un gran éxito.
00.13 h. Mientras vemos a la gente salir, P me pregunta que qué tal. Yo le digo que muy bien con sus cosas. Me explico: Patricia es una bailaora superdotada, consciente de su belleza y su poderío técnico y artístico. Los comparte con nosotros y se mide en una danza generosa y perfectísima. Al mismo tiempo, se faja con una propuesta dramatúrgica y coreográfica compleja. Compleja por su necesidad de crear una cierta forma de relato y por sostener un personaje durante toda la función. Hay pues dos personajes en escena: la bailaora y esa mujer que trata de seguir siendo ella en una sociedad que la quiere idéntica a los demás.
00.27 h. Sigo pensando para dentro sobre Distopía, pero ya con una cervecita en la mano. Creo que este trabajo es un excelente ejemplo de la madurez del flamenco escénico. Antes, en la mayoría de los casos, la idea escénica se suspendía o desaparecía durante los bailes. Ahora, en éste y otros ejemplos, la idea permanece. Los distintos elementos están trenzados ejemplarmente.
00.32 h. ¿Pido otra cerveza? No que me lío. Le digo a P que tiremos. En el coche, sigo cavilando sobre lo visto. En lo coreográfico, la artista granadina propone un código de movimiento mecánico y casi robótico como metáfora de esa uniformidad de la sociedad que inventa, al que contrapone el vocabulario flamenco como forma de libertad. La idea es clara y eficaz. Reconozco, eso sí, que yo no conecto mucho con este tipo de dicotomías porque las siento gastadas (flamenco o contemporáneo, tradición o vanguardia, etc). A veces, también creo ver que, ante la duda, la Guerrero antepone el despliegue que le pide su danza al arco del personaje (quizá sería más elocuente una inmovilidad final que la locura).
00.46 h. Bajándome del coche pienso que una distopía, como cualquier relato de ciencia ficción, habla más del presente que del futuro. Y no termino de entender qué nos viene a decir Distopía de este presente en que vivimos. Más bien lo que entiendo (uniformidad, eliminación de la individualidad) me resulta demasiado genérico. También me cuestan las letras populares porque sus referentes me alejan de ese futuro que trata de crear la propuesta.
00.49 h. Abro la puerta de casa. El pasillo me sonríe. Me acuerdo de los brazos de la bailaora, de su derroche, de la precisión de sus movimientos. Cojo el móvil y miro Facebook. Me acuesto y rezo: Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro algoritmos que se las guardan.
Viernes, 19 de julio.
21.25 h. Estoy tomando una cerveza con B y nos estamos poniendo al día. B baila y piensa. Yo pienso y bailo. Me acuerdo de lo que escribí un día: mi plan es solucionar hasta que todo baile. Pues eso.
21.55 h. P yo vamos otra vez en el coche camino de Itálica. Estoy seguro de que veremos romanos.
22.12 h. Estoy viendo de lejos a los romanos. ¿Firmo otra vez? ¿Pongo un nombre falso así descaradamente tipo Elvis Presley? Mejor lo voy a dejar.
22.37 h. Empieza La cocina de los ángeles. Suelo blanco y espacio vacío. Vamos, todo lo vacío que puede estar este teatro tan romano. Los locos a los que Juan Dolores Caballero es tan aficionado pululan por la escena. Cada cual tiene su tic, su extraña manera de ser normal.
22.49 h. Me acuerdo del deslumbramiento que me supuso ver una de las primeras piezas del director, El recreo. Esa recreación del Edipo rey en el patio de un psiquiátrico. Y creo ver algo de eso en estos ángeles. Están juntos, pero solos. Son frágiles, pero crueles.
23.02 h. Estos ángeles bailan y, así, son. No hay conflicto evidente ni un desarrollo dramático al uso. Sospecho que esto es intencionado, aunque yo a veces lo echo en falta. La música es a ratos incómoda, a ratos bella. El elenco demuestra su solvencia técnica y se entrega a la propuesta con generosidad. A mí me seduce especialmente el carisma de Inés García.
23.12 h. Acaba de terminar el estreno una de las producciones propias de este Festival de Itálica. A ver si estos ángeles vuelan alto, lejos y mucho. Mientras lo pienso, caigo en la cuenta de que hace calor hasta en Itálica, que suele estar fresquita. Me temo que esta noche dormir va a ser una utopía.
23.25 h. P pide sin alcohol, yo con. Cervezas, digo. P sonríe y saluda a sus colegas, algunos de ellos parte de la compañía. La miro. Los miro. La felicidad de los estrenos es una maravilla. Esa descarga de adrenalina, esa alegría colectiva. Quienes nos dedicamos a esto estamos muy locas y pasamos quinarios, pero también somos ángeles y volamos. Eso no hay quien no los quite. ¿O sí?