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La encontré por casualidad, vestida de sótanos y pliegues malvas en sus ojeras. Apenas me había sentado en la barra del bar cuando se me acercó como una suicida abraza el vacío y la nada. Ni siquiera la miré, yo quería tomarme unos vinos que me transportaran hasta un lugar cálido donde descansar y permanecer en soledad, entonces ella me dijo: “Mi abuela ha muerto y lo ha hecho sola. Ha muerto sola, porque a mí no me han querido cambiar el turno en el trabajo y yo sabía que se estaba muriendo, pero nadie me ha querido hacer ese pequeño favor. Y mi abuela ha muerto sola y ahora pienso que no voy a volver a ese trabajo porque es una puta mierda y lo que más me duele es no haberlo dejado hace una semana. De haberlo hecho mi abuela no habría muerto sola, pero no tuve valor y mi abuela murió sola y ahora solo hay polvo sobre sus huellas y abrigos que visten perchas y periódicos y libros que nadie va a leer. Y lo que más hay es su silencio y mi soledad”. La escuché, cómo no hacerlo, y lo hice con atención y sabiendo que ella no esperaba de mí respuesta alguna, simplemente quería que alguien escuchara su monólogo y que alguien comprendiera que en la ciudad caminaba entre coches y entre luces sin saber muy bien hacia dónde iba, que buscaba amores que la salvaran de sueños donde se peleaba con el hielo de su propia frialdad, sellando su miedo con dobles cerraduras y cadenas de impotencia. “Lo siento”, le dije. Me miró y me dijo que le gustaría meter su vida en un libro y cerrarlo para que no pasaran más cosas feas y así dejar que el tiempo se olvidara de ella y de su abuela que había muerto sola, porque a ella no le habían cambiado el turno en un trabajo de mierda. Le dije, lo hice porque estaba llorando, que nuestra vida y nuestro miedo nos enseñan a adorar aquello que ya hemos destruido y que por eso instintivamente jugamos a pegarnos fuego una y otra vez para no sentir y así no enfrentarnos a las cosas que de verdad pasan, pero que no nos pasan a nosotras. Me miró con cierto temor y me dijo que si su abuela no hubiera muerto, ella no habría dejado el trabajo y toda la vida sería lo que le pasaba a ella, aunque ella fuera el cadáver de su propio cuerpo. “Estoy contenta de haberte encontrado”, me dijo. Recuerdo que fuera llovía, mucho, y recuerdo que los rayos y los truenos habían sido intensos y entonces sin saber muy bien por qué le pregunté: “¿Eres tormenta o lluvia?” “Tormenta”, me dijo. “¿Y tú?”, me preguntó. “Lluvia”, le dije y sentí que ella no era tormenta, ella era lluvia como yo y como la lluvia nos deshacíamos en los charcos que pisaban los hombres y en el silencio que parpadeaba en las aceras de una ciudad, de cuya soledad habíamos aprendido la peor de todas las lecciones.
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