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Tras el 20D, los únicos pactos postelectorales que importan son los que la gente seamos capaces de construir entre nosotros, más acá del espacio de la representación parlamentaria y, en cierta forma, contra él.
Como era previsible, las elecciones generales del pasado domingo han dejado un parlamento fuertemente fragmentado, con cuatro partidos en situación de empate técnico y con un reparto de legitimidades que hace prácticamente inviable un pacto entre partidos que no suponga al mismo tiempo el suicidio de algunos de ellos.
Todo ello se produce sobre el fondo de una crisis económica que no se ha cerrado ni se cerrará en breve, y con la presión de los poderes financieros internacionales que, a través de las instituciones europeas, exigen lo que consideran les corresponde. La tregua que desde los mercados se le había concedido al gobierno de Rajoy con el objetivo de detener el ascenso de Podemos puede romperse en cualquier momento, exigiendo nuevos recortes y más “reformas estructurales”, reactivando el descontento social.
Pero conviene no olvidar que España es apenas una provincia de Europa y que los diputados del Congreso de la Nación son poco más que cuadros medios dentro de la estructura jerárquica de la Unión Europea. Su capacidad de decisión es restringida, puesto que el margen con el que juegan se encuentra limitado tanto por los intereses que vienen de arriba como por las resistencias que se organizan desde abajo. Por usar una metáfora fabril, no hay duda de que conviene que, durante un conflicto, los cuadros medios se posicionen del lado de los trabajadores, pero eso sólo es posible si dichos trabajadores son capaces de forzar a los cuadros a hacerlo, marcando, desde abajo, cuál es la estrategia.
En ese sentido, la situación que se plantea tras las elecciones es alentadora. Si el Estado español venía funcionando como correa de transmisión de los intereses de las élites europeas, la cadena de mando se ha roto. Ahora bien, la inestabilidad parlamentaria sobre el fondo de crisis no significa, en ningún caso, por sí misma, una situación de ingobernabilidad. El ejemplo italiano es, en ese sentido, revelador. No es descalabrado imaginar un ciclo en el que se fuesen sucediendo de forma rápida distintos gobiernos extremadamente débiles, surgidos de pactos a primera vista absurdos y citas electorales reiteradas, pero que, sin embargo, funcionase de manera ininterrumpida al servicio de los intereses de los capitales financieros.
¿Qué determina, entonces, en última instancia la estabilidad o inestabilidad de la estructura política a escala europea y la supervivencia o no de las lógicas de desposesión? ¿Cuáles son los pactos que pueden poner en jaque a las élites económicas y políticas que funcionan por encima de los Estados-Nación? Por paradójico que parezca, en el límite, no son otros que los pactos que se organizan desde los espacios aparentemente más insignificantes, desde los espacios de proximidad, pero que, en la medida en que permiten instituir composiciones de fuerzas capaces de ampliarse indefinidamente hacen posible escalar posiciones y organizar de manera compleja el conflicto en los diversos estratos.
Sin duda, el foco de toda resistencia se encuentra en los niveles más ínfimos de la cotidianidad, en zonas las más de las veces invisibles, aparentemente insignificantes. Los gestos, las formas de tratarnos los unos a los otros, los espacios de convivencia que construimos, la manera de hablar o de alimentarnos, el tiempo que dedicamos a la lectura y, en definitiva, todos esos pequeños rituales que nos hacen ser lo que somos. Si algo ha sabido hacer el neoliberalismo ha sido eso, pues su gran éxito reside, precisamente, en haber hecho aparecer como naturales e indiscutibles formas de comportamiento altamente atomizadas y competitivas. De ahí que el combate contra las lógicas neoliberales tenga necesariamente que descender hasta esa dimensión tantas veces olvidada por la política y articular otras formas de conducta, formas colaborativas y cooperativas, de vida, no comunitaria, pero sí en común.
La cuestión de la ingobernabilidad se juega, en primer lugar, en ese campo. Porque devenir ingobernables no pasa simplemente por desarticular las cadenas de mando, sino por desarrollar dinámicas autónomas de conducirnos a nosotros mismos que impidan su eventual rearticulación: por establecer modos de vida alternativos, organizar nuestros tiempos según ritmos y prioridades distintas, por habitar el espacio en base a lógicas diversas y, sobre todo, por comportarnos colectivamente en función de valores diferentes.
Ahora, si bien el foco de composición de las dinámicas de autogobierno se asienta sobre esa cotidianidad ínfima, apenas visible, éstas han de ser escaladas, hasta el punto de afectar a la transformación de lo que, siguiendo la metáfora de las diferentes alturas, podemos llamar los estratos más altos, esos de los que, habitualmente, se ha ocupado la Política, con mayúsculas: los espacios institucionales y de tomas de decisión colectivas.
La modificación de los modos de vida no basta por sí misma para desactivar las cadenas de mando y los mecanismo instituidos de dominación. Quien haya tenido la fortuna de poder permitirse viajar a la costa oeste de los Estados Unidos podrá comprobarlo con sus propios ojos sin dificultad. Allí puede verse coexistir múltiples estilos de vida diversos y, en muchos casos, alternativos con las estructuras de desigualdad mas terribles, las formas de desposesión más salvajes y los mecanismos de opresión más despiadados.
De ahí que sea necesario articular las formas de resistencia a escala ampliada, invadiendo las instituciones y alterando los repartos de poder en los estratos superiores, sin por ello dejar de trabajar en los estratos inferiores. De hecho, es todo el marco de relación entre estratos lo que ha de ser transformado, y no necesariamente en el sentido de una desestratificación que derive en un espacio liso, plano, sino, más bien, que apunte hacia redistribución en términos de igualdad no de oportunidades sino de facto.
Así pues, los primeros y más importantes pactos postelectorales que tenemos que reconsiderar, que seguir trabajando, son aquellos a partir de los cuales se construye nuestro entorno cercano; pero con el objetivo de que no se remitan sólo a sí mismos, sino de hacerlos escalables, de poder construir a partir de ellos áreas más amplias, de incidir en los otros estratos hasta componer dinámicas de autogobierno colectivo.
Puede parecer mucho, pero no partimos de cero. En los últimos años hemos producido y experimentado sin descando, nos hemos dotado herramientas y de formas de organización e intervención altamente efectivas. Desde las asambleas multitudinarias en las plazas a las plataformas de afectados, de ahí a los círculos y los sistemas de participación on-line de Podemos, para llegar, luego, a las exitosas apuestas municipalistas y, por último, a dinámicas de confluencia como la de En Comú Podem. Ahora toca seguir. Reconsiderarlo todo para reforzar el desgobierno.