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Tratados de Libre Comercio (TLC) son, en teoría, unos acuerdos entre dos países para facilitar el flujo de mercancías entre ambos con el fin de crear sinergias económicas que favorezcan a las gentes de ambos países. Esto, que parece tener sentido en un mundo globalizado donde las mercancías circulen por todo el mundo sin trabas, ya ocurre en la práctica. Entonces, ¿qué sentido tienen estos tratados en la actualidad?
Cuatro son los acuerdos comerciales más importantes que Europa negocia: la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión con EE.UU. (TTIP siglas en inglés), actualmente congelado por la oposición social europea y la promesa electoral de Trump; el Acuerdo Exhaustivo Económico y Comercial con Canadá (CETA), que entró en vigor en septiembre de 2017; el Acuerdo sobre Comercio de Servicios (TISA), en suspenso desde 2016 y el Acuerdo de Libre Comercio con Japón (JEFTA), aprobado en diciembre de 2018.
Partiendo de que todos ellos se negocian en secreto entre no se sabe bien quién ni a qué instituciones representan (aunque la Comisión Europea siempre anda por el medio) y que no se publican antes de ser firmados para evitar que se conozcan sus condiciones (el TTIP sigue guardado en un búnker del Parlamento Europeo al que sólo pueden acceder sus parlamentarios por petición, de uno en uno y sin ningún medio que permita sacar información -móvil, cámara, papel y boli...-), las sospechas de que no son algo que beneficie a las personas (a las que, dicen, van dirigidas) son más que lógicas. Así lo expresa la misma UE en su web sobre el TISA: “Como ocurre con cualquier negociación comercial, las conversaciones sobre el ACS no son públicas y el acceso a los documentos está reservado en exclusiva a los participantes.” ¿Los participantes son los pueblos afectados o unas élites que dicen representarlos?
Los Tratados de Libre Comercio no son tratados, ni libres ni de comercio. No son tratados porque no se firman entre estados, sino entre gobiernos. No son libres porque son impuestos a la población por esos gobiernos que lo han sellado sin consultarles. Un acuerdo de esta magnitud debe ser refrendado por la ciudadanía como se pretendía hacer en muchos países europeos, aunque no en España por decisión mayoritaria de las Cortes de 2015 con los votos de PP y PSOE, para el TTIP. Aprendiendo de las dificultades de aprobarse debido a la oposición de la población europea, la Comisión Europea aprobó el CETA antes de que pasara por los parlamentos europeos (España lo ratificó en un mes escaso tanto en las Cortes como en el Senado, se ve que había prisa) y el JEFTA, recientemente aprobado por el Parlamento Europeo, que no pasará por los parlamentos nacionales. No pretenden una mejora del comercio, ya que afecta esencialmente a servicios, oligopolizando (control del mercado por unas pocas empresas) la economía mediante la absorción o quiebra de las pequeñas empresas por parte de las grandes.
Las consecuencias teóricas de estos tratados son las que publicitan gobiernos y grandes empresas: mejora del comercio y, por tanto, de la economía, mayor riqueza y mejora de empleo y salario. Pero, la historia de los TLC existentes evidencia que no traen prosperidad a los pueblos, como anuncian, sino que las verdaderas consecuencias son destrucción de la economía nacional con cierre de masivo de pequeñas empresas y comercios y entrada de las multinacionales en los sectores abordados, que acaban siendo dominados por oligopolios que controlan precios y precarizan el empleo. Dicho de otro modo, con los TLC ganan las rentas de capital y pierden las rentas del trabajo, independientemente del país. Triunfa la acumulación en menos manos de la riqueza y fracasa su distribución equitativa.
En los últimos años nos han vendido la bonanza de las nuevas tecnologías y las nuevas empresas que aparecen abaratando servicios: Uber y Cabify en el sector del taxi, Ryanair en transporte aéreo, Glovo o Deliveroo en el reparto a domicilio, Amazon en la distribución. Pero realmente no traen un servicio más moderno, sino más precarizado y asociado a la elusión fiscal y a la evasión de riqueza. Un servicio que reduce salarios, reduce autoempleo, no deja riqueza en el país porque paga menos impuestos y se lleva las ganancias a terceros países, guaridas fiscales en muchos casos.
Es una vuelta de tuerca más, tras vender todas las empresas públicas (que, por cierto, ni dan mejor servicio, ni más barato que antes de privatizarse, los dos argumentos empleados, y han pasado a ser capital extranjero y oligopólico) y permitir que las multinacionales extranjeras coparan la mayoría de la industria española. Ahora el objetivo ha bajado un escalón más o avanza un paso más, según se quiera. Las grandes empresas vienen a por la economía de las pequeñas empresas, autónomos y profesiones liberales, lo poco que queda sin oligopolizar. Pueden acogerse a la normativa que les sea más favorable de cualquiera de los países, pudiendo comercializar productos con calidad o pesticidas no autorizados hasta entonces o crear empresas que usen métodos prohibidos (transgénicos, fracking, etc.) y con la prohibición de empresas públicas en el sector.
Los aranceles y otras protecciones a las empresas de un país se emplean cuando el país no puede competir con otro en algún sector por tener un sistema productivo menos moderno, unas condiciones laborales más favorables, una legislación medioambiental más exigente o unos estándares de calidad más elevados. Por tanto, la protección comercial y empresarial no es buena o mala en sí, sino que puede ser bien aplicada o no. El neoliberalismo siempre nos ha vendido que hay que eliminar todas las barreras legislativas o fiscales para mejorar la economía. Pero, cuando se hace, las beneficiadas son las grandes empresas y los perjudicados el resto de la población, porque en un mercado de competencia total (nótese que no he dicho perfecta) en el que hay diferencias de poder entre los diferentes agentes, los pequeños acaban pagando el “éxito” de los grandes. Dicho de otro modo, en un sistema como el capitalista, basado en la acumulación de capital, esta acumulación sólo puede producirse por minoración de otros. Y como no parte de igualdad entre agentes, no va a ser el grande el que pierda. Por eso, aunque imperfectas, están las leyes que protegen a la población y a las pequeñas empresas. Y son las que quieren eliminar ahora.
Así como la entrada de las Uber, Ryanair, Amazon o Deliveroo en la economía nacional es posible con la legislación actual (lo cual ya expresa lo laxa y desregulada que es), las diferentes administraciones pueden regularlo de algún modo. Los TLC quieren establecer mecanismos para que esto no sea posible y, por tanto, sólo quede en manos de las grandes empresas dónde y cómo desean asentarse. En sus cláusulas se establecen las condiciones ventajosas en las que empresas del otro país pueden instalarse y estas condiciones están por encima de la propia Constitución nacional. De hecho, se llamaban tratados de protección al inversor privado (para asegurar que su inversión siempre fuera rentable). Es habitual que se les conceda operar en las mismas condiciones legales de su país de origen (capacidad de desviar capitales y eludir impuestos, rebajas salariales, etc.) que las empresas de este país no pueden, sobre todo si son pequeñas y no tienen filiales en otros países o guaridas fiscales.
Pero como pudiera haber países con gobiernos díscolos, los TLC han creado una figura que es la máxima genialidad del neoliberalismo: el mecanismo de Solución de Controversias entre Inversores y Estados (ISDS). Se trata de un tribunal privado formado por abogados de reconocido prestigio elegidos entre los estados participantes en el acuerdo y con una remuneración estratosférica (de dinero público). Es un poder superior a los tribunales supremos de los países, lo que ha provocado quejas en este máximo órgano judicial incluso en EE.UU. ¿Cómo se eligen? Da miedo pensar que los elige una élite política europea y norteamericana que ha elegido a personajes como Dragui, Junker, Stroess-Khan, Rato o Lagarde.
Pero aún es mayor la perversión de este mecanismo, ya que, a él sólo pueden recurrir las empresas agraviadas por un gobierno, pero no un gobierno agraviado por una empresa. Obviamente es un mecanismo diseñado para la defensa de los intereses de las grandes empresas multinacionales. De hecho, la experiencia de los tratados existentes así lo certifica. La mayoría de las veces da la razón a las grandes empresas, incluso ante la existencia de delitos. Es decir, pagamos con dinero público del Estado a unas personas encargadas de defender a las grandes empresas privadas contra los intereses del propio Estado. ¿Surrealismo o estafa? España está inmersa en demandas ante tribunales de arbitraje por valor de 7.500 millones de euros (más los gastos que debe asumir en su defensa) y aún no están activos los ISDS de los TLC.
Es aquí donde explota la paradoja neoliberal. Los TLC pretenden garantizar la seguridad de la inversión de cualquier empresa extranjera en el país, es decir, inversión con riesgo cero, cuando el paradigma neoliberal es, precisamente, que gana más quien más arriesga. Y, al mismo tiempo, los gobiernos que negocian estos TLC, no garantizan la vida de las familias que los han elegido para que mejoren su calidad de vida, que deben enfrentarse a un mercado laboral sin ningún tipo de garantía, es decir, riesgo elevado.
Como ejemplo, la empresa minera canadiense Edgewater ha demandado al Estado español por cancelar la licencia de explotación de una mina a cielo abierto en Galicia, invocando un tratado bilateral de inversiones entre España y Panamá. El derecho a la defensa del medioambiente y la salud de las personas quedan por debajo del interés económico.
Coincidiendo con el Foro Económico Mundial en Davos 2019, varias organizaciones de la sociedad civil, movimientos sociales y sindicatos de 18 países de la UE han lanzado la campaña ‘Derechos para las personas, obligaciones para las multinacionales. Stop ISDS’.
Como podemos apreciar en la película de Michael Moore, Qué invadimos ahora, el futuro que nos tienen preparado es que en cada sector sólo quedará un pequeño grupo de grandes empresas que ofertarán el trabajo que deseen y al precio que decidan. Sólo podremos trabajar para una de ellas si hay sitio. Su poder eclipsará los sindicatos y tampoco cabrá el autoempleo. Será una situación cercana a la esclavitud, una distopía neofeudal. Un estado menguante subvencionará a grandes empresas, pero ya no garantizará sanidad, educación, pensiones, desempleo, etc. Es decir, seguimos los pasos de Estados Unidos, un país que es una caricatura de los principios constitucionales con los que nació, donde la extensión de la pobreza es una epidemia constatada, siendo el país más rico del mundo.
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