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Mi primer recuerdo de Zaragoza tiene mis cuatro años y en ese instante sé que me siento como una nube olvidada llena de tristeza sin arraigo. Tengo cuatro años y llego de Teruel, del paraíso en el que mi abuela me fabricaba pájaros de fieltro para que yo los cogiera en la mañana y les invitara a volar. Y volaban, os aseguro que volaban. Mi segundo recuerdo de Zaragoza tiene que ver con el delirio: estoy en un patio de colegio, sentada en una escalera y sin hablar con nadie; entonces llega un niño y me empuja y yo caigo sobre la gravilla y la cabeza empieza a sangrar y comienzo a llorar y grito Teruel y la profesora me abraza y me dice que una cuquera es razón de vida, y yo dejó de llorar y no entiendo nada y pienso que esta ciudad, Zaragoza, no me va a gustar. El tercer recuerdo corre entre las manos de mi padre y de mi hermana y una habitación soleada de hospital, donde mi hermana pequeña acaba de nacer y mamá está preciosa, deliciosamente pálida, y preciosa.
Fue ese día, aquel 20 de octubre de 1971, cuando supe que algo así como un cordón umbilical invisible me acababa de lanzar al corazón de esa ciudad llamada Zaragoza y con la que iba a crecer, inevitables las dos, desde la locura hasta el amor; desde la libertad al fracaso; desde el olvido a la sinrazón; desde su nombre hasta mi oculta cadera; desde su risa hasta el maldito desorden de quienes quisieron ordenarla con vagos y necios criterios. Mi Zaragoza me susurró con mis quince años sus más oscuros secretos, que yo cumplí mientras aquel coche se movía por los rincones de la noche bajo los acordes de Radio Futura y Los Especialistas. Mi Zaragoza me contó en silencio cómo debía mirar al Ebro y de qué forma debía dejar de respirar para pasar bajo el túnel de los deseos. Mi Zaragoza me columpió, cuando con dos pesetas compraba sidral y regaliz y me escondía para pensar que lo de tus pupilas era también efecto del sidral y del regaliz. Mi Zaragoza se fue haciendo mayor y yo me refugiaba siempre en los mismos rincones, esos que eran hermosos porque nadie había conseguido destrozarlos y en las que todavía soplaba el cierzo y la risa.
Así mi Zaragoza y yo fuimos haciéndonos cómplices de tantas y tantas palabras y pronto aprendimos a distinguir las voces, y ya no nos costaba saber quién llegaba para herirnos y quién se acercaba hasta nosotras para forjar un futuro de ciudad madura, hermosa, vanguardista, humana, justa, culta, moderna; una ciudad de barrios y de centro; una ciudad que en tardes de agosto me contó que hubiera querido tener la solera de sus años chicos, que hubiera querido abrazar lo extraño del mismo modo que lo propio y que la peor de sus suertes llegó con aquellos señores que decidieron que Zaragoza era suya y no la supieron escuchar y se dedicaron a romper lo cotidiano sin atender su latido. Y ella, Zaragoza, tuvo que guardarse de sus propias fronteras para que no siguieran rompiéndola, para que la respetaran y dejaran de querer “ser” a costa de ella: ella, que solo quiere ser ciudad. A veces, Zaragoza, pienso que te voy a atar con todas mis fuerzas, para que nadie te rompa, para que nadie te burle, porque quiero verte contenta, amada y libre. Quiero verte, Zaragoza.
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