“La lucha de los jóvenes por el clima está diciéndole a tipos de 50 y 60 años que no tienen derecho a decidir sobre sus vidas”
El cambio climático no es solo un asunto ambiental, de un planeta que se calienta. También es una cuestión de la acción y percepción humanas; y abordar el aspecto social parece cada vez más relevante para reconocer y tratar el problema. Así lo muestra que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) haya creado este año la primera plaza dedicada a analizar las “transformaciones antropológicas de la crisis climática”, que acaba de ganar el antropólogo social Emilio Santiago Muíño (Ferrol, 1984).
Desde su nuevo puesto, la tarea del investigador gallego será profundizar en la complejidad social y cultural de fenómenos relacionados con esta crisis ecológica, algo que, avanza, puede abarcar “desde el conflicto por una mina de litio en Cáceres a las asambleas ciudadanas por el clima, el movimiento de los chalecos amarillos, la actividad lobista o aspectos de la vida cotidiana como los hábitos de transporte de los ciudadanos”.
Con su plaza se inicia en el CSIC una línea de investigación de antropología climática ¿Qué es la antropología climática?
Podríamos llamar antropología climática a la atención que está presentado la antropología social y cultural al problema de la crisis climática y las transformaciones que impone. Es un campo de trabajo académico, con sus publicaciones o sus proyectos de investigación. Pero también es un enfoque científico de vital importancia para la deliberación ciudadana sobre qué es la crisis climática, cómo nos afecta y qué podemos hacer, prioritariamente para mitigarla, y como plan b para adaptarnos a sus consecuencias.
¿Por qué es importante esto para la ciencia del cambio climático o la acción climática?
Sin ciencias sociales, la crisis climática es sencillamente incomprensible. El calentamiento global no es un problema atmosférico. Es un problema social y cultural que se manifiesta “atmosféricamente”. Lo origina un determinado tipo de economía concreta, basada en el crecimiento perpetuo y la quema de combustibles fósiles. También una determinada cosmovisión, unas relaciones de propiedad específica, unas costumbres, unos imaginarios sobre lo que es la tecnología o la vida buena, o unas pautas de consumo insostenibles. Lo gestiona la política, con sus diferentes ideologías, sus luchas de intereses. Y afecta de modo muy desigual en función de si eres rico o pobre, de un país del Norte o del Sur, hombre o mujer, de un grupo cultural dominante o periférico. De hecho, ni siquiera todos los pueblos del mundo conciben la relación con la naturaleza de la misma manera. Esa palabra tal y como nosotros la empleamos, para una parte de la humanidad, carece de sentido. No es una entidad separada de la sociedad que podamos explotar, sino parte de la comunidad en la que se vive.
Por todo ello, no se puede pensar la insostenibilidad como un problema técnico, de ingeniería. Los datos están ahí, pero la crisis climática es algo mucho más complejo: es un problema social, cultural y político. Y la antropología, como ciencia social que estudia cómo las sociedades presentan modos muy diferentes de interpretar el mundo, y vivirlo en sus prácticas cotidianas, tiene un aporte imprescindible. Sin antropología nuestra comprensión de la crisis climática quedará coja. En lo puramente científico, y también en lo político. En lo científico, por ejemplo, no se puede desconectar la crisis climática del capitalismo. Pero no solo como sistema económico, también como proyecto de civilización. En lo político, por poner otro ejemplo sencillo, si alguien piensa que una iniciativa de mitigación climática podrá funcionar de arriba hacia abajo, sin tener en cuenta cuál es su impacto desde el punto de vista de las comunidades donde se va a implementar, en el mejor de los casos fracasará. Y en el peor, tendrá éxito a costa de imponer un colonialismo climático.
¿Son las movilizaciones de juventud por el clima el movimiento por los derechos civiles del siglo XXI?
Todas las sociedades humanas son conflictivas. Evolucionan y se transforman, cambian y se adaptan, a través de conflictos, a veces para bien y a veces para mal. Cuando Marx dijo que la historia es la historia de la lucha de clases, captó muy bien la idea, aunque de modo algo reducido, pues no siempre los grupos humanos se enfrentan en forma de clase contra clase. Y sin duda las movilizaciones de los jóvenes por el clima, que son un fenómeno nuevo y esperanzador, son un conflicto que puede transformar nuestra sociedad. En este caso para mejor. Podríamos emparentar esta lucha con la lucha por los derechos civiles, sin duda. Pero también con muchas otras luchas modernas. Por supuesto la lucha ecologista clásica, de la que los jóvenes por el clima suponen una nueva oleada. Pero de alguna manera también con la lucha del movimiento obrero, las luchas antirracistas y decoloniales, la lucha feminista… Todas presentan una fórmula parecida: quienes sufren, quienes pierden por defecto en el orden social y político establecido, se rebelan. Y logran articular una identidad de lucha común, marcando un horizonte de cambios deseables, y entrando en la disputa por el rumbo que debe tomar la sociedad. Además, las conexiones y la herencia recibida por los movimientos sociales más antiguos es evidente. La transformación social siempre es una carrera de relevos. Hoy lo han tomado los jóvenes por el clima.
¿Qué es lo que está haciendo diferente esta “nueva oleada” de activistas climáticos?
Las luchas de los jóvenes por el clima presentan una novedad fascinante. Están poniendo encima de la mesa una demanda imprescindible pero inédita: la democracia generacional. Están diciéndole a tipos de 50 y 60 años que no tienen derecho a decidir sobre sus vidas sin tenerlas en cuenta, porque las peores consecuencias de no hacer nada contra la emergencia climática quienes las van a pagar son los y las jóvenes, no los altos funcionarios ni los altos directivos que hoy monopolizan decisiones climáticas que, además, van a ser irreversibles. Los avances democráticos son siempre nuevos derechos conquistados. Y la juventud por el clima está abriendo la brecha de un nuevo tipo de derechos que la crisis ecológica va a poner en primera línea de disputa: la democracia generacional, el derecho al futuro, que lo estamos perdiendo. Nada asegura que este combate se vaya a ganar, en la historia no hay leyes ni certezas. Pero lo que sí es seguro es que si conseguimos evitar un cambio climático catastrófico en las próximas décadas, habrá sido gracias a su irrupción rebelde, desobediente, a su bella manera de decir ‘por aquí no’.
¿Cuál es su lectura sobre el momento en el que estamos ahora mismo en cuanto a acción climática, también en el plano institucional?
Estamos por un lado convirtiendo el cambio climático en un punto fuerte en la agenda política oficial en Europa. Eso tiene unas implicaciones muy amplias: desde que está en trámite una ley de cambio climático –por fin–, hasta que un organismo de investigación como el CSIC considere que el cambio climático es una línea prioritaria de investigación a medio y a largo plazo.
El cambio climático se ha convertido en un problema social oficial y la sociedad está orientando sus instituciones a tratar de dar con una solución. Pero esto no significa que la solución que se vaya a dar esté apuntando en la dirección correcta, por los medios correctos y al ritmo correcto. Sin duda es una primera victoria, pero no es suficiente. El resultado dependerá ahora de cómo se desarrollen estas acciones, estas políticas públicas o estas líneas de innovación.
Lo que está claro es que el cambio climático ya es un tema del que ningún partido político puede escaquearse y que va a estar en las decisiones de presupuestos públicos, pero la pandemia ha generado una situación social compleja porque estamos en un momento muy difícil como para afrontar el lado difícil de la emergencia climática.
Es coyunturalmente un mal momento para la lucha climática, entre otras cosas porque la movilización está coartada por las propias características del confinamiento y de las restricciones para proteger la salud pública, pero también porque los imaginarios sociales están todavía muy impactados por el duelo y el drama que ha supuesto la pandemia. Hasta que no salgamos del asunto pandemia, va a ser difícil que el cambio climático vuelva a estar en el centro de la preocupación colectiva del modo en que por ejemplo lo estuvo en 2019. Lo cual es paradójico porque no hay mejor forma de recomponer nuestras economías y nuestros países que haciendo de la transición ecológica una columna vertebral de la reconstrucción.
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