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José María Aznar y Juan Villalonga durante su infancia en el Colegio del Pilar

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La foto que abre este artículo explica mucho sobre ese supuesto liberalismo meritocrático español. Fue tomada en Madrid, probablemente en 1961, con certeza en el patio del Colegio del Pilar: el centro religioso donde estudiaban buena parte de los hijos de las élites del franquismo. 

El segundo por la izquierda, de pie, es José María Aznar: hijo y nieto de dos de los periodistas más poderosos de la dictadura. Por aquellos años, su abuelo, Manuel Aznar Zubigaray –cofundador de la agencia EFE– fue nombrado embajador del franquismo ante Naciones Unidas; su padre, Manuel Aznar Acedo, dirigía Radio Nacional. Y al lado del niño Aznar está su compañero de pupitre y mejor amigo de la infancia: Juan Villalonga, descendiente de una familia de empresarios donde destaca su tío abuelo, que fundó el Banco Central. La historia común de ambos amigos –su amistad y por qué se rompió– explica mucho sobre este país.

Tres décadas y media después de esta foto, en mayo de 1996, José María Aznar llegó a la Moncloa. Y con él triunfó buena parte de su pandilla, viejos amigos a los que el nuevo presidente promocionó. A su compañero de oposiciones, Miguel Blesa, lo nombró presidente de Caja Madrid. A su amigo Francisco González, presidente de Argentaria. Y a su compañero de pupitre, Juan Villalonga, le tocó el premio mayor: la presidencia de la mayor empresa del país, Telefónica; un puesto al que llegó sin experiencia alguna en el sector de las telecomunicaciones –venía de la banca de inversión–.

Villalonga fue nombrado por Aznar. Igual que a los anteriores presidentes de Telefónica los había designado Felipe, y antes Suárez, y antes Franco. Era una empresa pública, y era potestad del Consejo de Ministros elegir a su presidente. La novedad fue otra, en esta ocasión: Aznar nombró a Villalonga en junio de 1996. Y poco más de medio año después, a principios de 1997, privatizó la compañía en su totalidad, al vender el 20,7% que estaba en manos del Estado.

Se supone que en el mundo capitalista mandan los accionistas. Es una media verdad. En las grandes compañías cotizadas, donde el accionariado está muy diluido, muchas veces suelen mandar los primeros ejecutivos, que tienen la capacidad de repartir sueldos y prebendas entre los consejeros “independientes” que deberían ejercer como contrapoder. Con Telefónica así ocurrió: antes de la privatización, el PP y Villalonga se ocuparon de nombrar como consejeros independientes a personas cercanas y de confianza. La empresa después se vendió al mercado, pero el poder, de facto, no cambió.

La privatización de Telefónica y otras tantas grandes compañías fue una bicoca para el PP: siguieron mandando allí, independientemente de cuál fuera el resultado electoral. Y sin las limitaciones que constriñen al sector público. Habría sido escandaloso, por ejemplo, que una empresa pública se dedicara a comprar medios de comunicación privados para ponerlos al servicio del PP, como ha hecho Telefónica en distintas etapas. Pero, una vez privatizada, ese problema desapareció. 

Aznar nombró a Villalonga y después Villalonga le devolvió el favor. Con la enorme potencia económica de la primera empresa del país –entonces un monopolio de facto–, Telefónica se dedicó a construir un enorme grupo de comunicación con el que respaldar al Gobierno del PP. Compró el 25% de la televisión privada líder de audiencia, Antena 3. Y más tarde amplió sus participaciones en medios a Onda Cero, a Radio Voz y al Grupo Recoletos: dueño entonces del diario deportivo Marca y del económico Expansión, y también accionista importante del periódico El Mundo.

La generosa caja de la Telefónica de Villalonga no solo pagó las facturas para consolidar un grupo de medios al servicio de la derecha. También encabezó la ofensiva empresarial contra la hegemonía mediática anterior: el grupo Prisa. Fueron esos años desquiciados de las guerras del fútbol, entre el Canal Satélite de Jesús de Polanco y el Vía Digital de Telefónica, respaldados por José María Aznar y con Miguel Ángel Rodríguez –hoy hombre fuerte de Isabel Díaz Ayuso, entonces Secretario de Estado de Comunicación– como gran estratega de aquella operación. Una guerra de poder que también incluyó ‘lawfare’: el infundado proceso penal contra Jesús de Polanco, que acabó con el juez que lo instruía condenado por prevaricación. 

Que Telefónica dejara de ser pública tenía otra ventaja: se podía pagar mucho mejor. Cuando Villalonga llegó a Telefónica, en 1996, el presidente de esta compañía cobraba 45 millones de pesetas brutos al año. Era un gran sueldo entonces: tres veces más que el del presidente del Gobierno. Pero una cantidad ridícula comparada con la que vino después. Al año siguiente, nada más privatizar, Villalonga multiplicó su sueldo por seis: 270 millones. En 1998, lo volvió a multiplicar: 420 millones de pesetas. Y en 1999, lo subió un poco más: 530 millones de pesetas. Corrigiendo la inflación, 530 millones de pesetas de ese año equivalen a unos 5 millones de euros de hoy. 

Todo era poco para Villalonga, cuya caída en desgracia frente a Aznar tuvo mucho que ver con dos factores. El primero, y más visible, su plan de remuneraciones: un sistema de “stock options” por el que pensaba repartirse 491 millones de euros junto al resto del equipo de directivos. La otra razón, probablemente más determinante, fue su divorcio, que le distanció de su amigo Aznar. A Rodrigo Rato le pasó también algo similar.

Juan Villalonga estaba casado con Concha Tallada, amiga íntima de Ana Botella, la esposa de José María Aznar. En la Nochevieja de 1998, Villalonga se tomó las uvas con el matrimonio Aznar-Botella en Baqueira Beret, y les comunicó que se separaba de su mujer para iniciar una nueva relación con Adriana Abascal, una joven modelo mexicana que alcanzó la fama en concursos de belleza –ganó miss México en 1988– y que acababa de enviudar de uno de los hombres más ricos del mundo: Emilio Azcárraga. 

A Azcárraga, dueño del Grupo Televisa, se le conocía en México como “El tigre”. Y a Adriana Abascal, su viuda, como “la tigresa”. Villalonga se cambió el peinado y se mudó con ella a Miami, en una ruptura con su primera esposa que Ana Botella nunca perdonó. Desde Estados Unidos, viajaba a Madrid con un lujoso avión privado Gulfstream 4.

Tras el divorcio, además de Ana Botella, también Aznar se distanció de su compañero de colegio. Y no es que no hubiera otros motivos, más razonables, para desear el relevo de Villalonga al frente de una Telefónica donde, en teoría, el Gobierno ya no tenía mucho que decidir. Su gestión consistió en una espiral de operaciones especulativas que lograron disparar a corto plazo la acción –sus millonarias “stock options” estaban ligadas al crecimiento de la cotización–. Fueron jugadas muy vistosas, que subieron en bolsa como la espuma durante la burbuja de Internet y dejaron tiempo después una terrible resaca. Como el auge y caída de Terra: una filial de Telefónica, ya desaparecida, que llegó a valer en bolsa más que Endesa o que Repsol. O la compra de Endemol, la productora que inventó el programa ‘Gran Hermano’: 4.800 millones de euros, el doble del dinero por el que siete años después se vendió. O la adquisición de Lycos, un portal de Internet por el que Telefónica pagó 9.768 millones de euros y del que se deshizo diez años más tarde por solo 100 millones: un 1% del precio cerrado por Villalonga.

En su acelerada carrera empresarial, Villalonga también intentó fusionar a Telefónica con la teleco holandesa KPN. El Gobierno de Aznar lo vetó, aprovechando su acción de oro. Y poco después forzó la dimisión del compañero de pupitre, caído en desgracia. Con una jugada escandalosa, donde se ve también cómo funcionaban los organismos reguladores durante ese gobierno tan “liberal” del PP.

Al día siguiente de que lo pidiera públicamente Aznar, el 21 de junio de 2000, la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) reabrió una investigación contra Juan Villalonga, acusado de usar información privilegiada, por una operación que la propia CNMV ya había revisado dos años antes sin poner reparos. El presidente de Telefónica dimitió mes y medio después. Y una vez fuera de juego, la CNMV archivó del todo la investigación. 

La llegada de César Alierta a Telefónica

Al frente de Telefónica lo sustituyó César Alierta: otro de los prebostes del Ibex a los que el mismo PP nombró a dedo. En 1996, fue también Aznar quien le designó como presidente de Tabacalera. Al igual que Telefónica, esta empresa pública poco después se privatizó. Y cuando Villalonga cayó en desgracia, Aznar nombró a Alierta al frente de Telefónica. Donde mandó durante 16 años: hasta 2016. 

El sueldo del presidente de Telefónica dejó de ser un problema. No porque Alierta fuera más austero; eso no pasó. Solo en 2016 percibió 6,5 millones de euros. Adicionalmente, se llevó 54 millones de euros con su plan de jubilación.

Al frente de Telefónica, Alierta demostró otra de las muchas ventajas para el PP de aquella privatización. Los gobiernos cambian; el gran poder económico permanece. Con la llegada de Zapatero, hubo mucha especulación sobre si el nuevo Ejecutivo socialista intentaría colocar al frente de Telefónica a algún presidente que no le debiera toda su fortuna al PP. No está claro que siquiera lo intentara. Es un hecho que nunca lo logró.

César Alierta también venía de una familia muy relacionada con el franquismo. Su padre, Cesáreo Alierta, fue alcalde de Zaragoza durante la dictadura. Su hijo, César Alierta, empezó su carrera sacando una de las oposiciones más difíciles, exclusivas y rentables de la época: agente de cambio y bolsa. Entonces la Bolsa de Madrid era un monopolio público, equivalente a los notarios, con la diferencia de que el dinero que pasaba por las manos de estos privilegiados funcionarios era infinitamente mayor. 

En la Bolsa de Madrid, como agentes de cambio y bolsa, también arrancan las carreras de otros dos de los elegidos por Aznar para “liberalizar” la economía española. La de Francisco González, del que hablaré después. Y la de Manuel Pizarro.

Pizarro es nieto de un general de la Guardia Civil que exterminó a los maquis en Teruel tras la guerra civil. Su padre fue procurador en Cortes durante la dictadura. Y el hijo, desde el sector público, empezó a prosperar también. Primero, como abogado del Estado. Después como agente de cambio y bolsa. Y, más tarde, con el apoyo político del PP, que le impulsó a la presidencia de Ibercaja en 1995, al consejo de administración de Endesa en 1996, a la vicepresidencia de la eléctrica en 1998, a la presidencia de la Confederación Española de Cajas de Ahorros en ese mismo año y a la presidencia de Endesa en 2002 –donde sustituyó al exministro Rodolfo Martín Villa–. 

Entre 2008 y 2010, Manuel Pizarro también fue diputado del PP. Hoy es vicepresidente de la fundación FAES, como uno de los hombres de máxima confianza de Aznar.

Su carrera es un ejemplo casi perfecto de un tipo de empresario español muy característico. Esos cuya enorme fortuna se ha labrado por una vía completamente ajena al verdadero mercado: con oposiciones en el sector público y en puestos nombrados casi a dedo por el poder político. Solo en su último año como presidente de Endesa, Pizarro cobró 18,5 millones de euros entre sueldo e indemnización. 

Manuel Pizarro fue quien encabezó –con la Constitución en la mano, que también valía para eso– la defensa numantina de Endesa ante la Opa de los catalanes de Gas Natural. Todo esto para que la eléctrica española acabara finalmente en manos de Enel, una empresa pública italiana.

Pero volvamos a Alierta, que ha sido la pieza clave en el poder de la derecha en el Ibex. En sus primeros años al frente de Telefónica se retiró de los medios: vendió Antena 3 y Onda Cero al grupo Planeta, que siguen siendo sus dueños hoy. Pero con la llegada de Mariano Rajoy a la Moncloa, Telefónica se convirtió en uno de los accionistas de referencia de Prisa. El papel de César Alierta, y la quiebra económica de Prisa, son determinantes para entender el giro a la derecha que dio en esa época el periódico El País. También la hostilidad de muchos medios contra Podemos. O el desmesurado apoyo que logró durante un tiempo Susana Díaz entre la opinión publicada. Todo eso se decidía en el Consejo Empresarial de la Competitividad, un lobby del Ibex liderado por César Alierta.

Alierta se retiró en 2016, a los 71 años. Y solo entonces llegó a la presidencia de la compañía una persona que no fue nombrada a dedo ni por el Gobierno ni por el PP: José María Álvarez-Pallete. Un directivo que creció en la propia compañía y formó parte del equipo de Alierta, pero del que la derecha nunca se ha acabado de fiar. Antes de esas elecciones generales que el PP daba por ganadas, medio Ibex conspiraba con la camarilla de Feijóo para ver a quién iban a poner al frente de Telefónica, en lugar de Pallete. Entre otras cuestiones, le culpan de haber facilitado el cambio en el accionariado de Prisa, al vender su participación en esta empresa de medios y salir de un sector en el que Telefónica nunca debió entrar. 

En el fondo, lo ocurrido con el poder económico español de las empresas privatizadas no es muy distinto a lo que ha pasado en la Justicia. Hay algo donde la derecha española nunca falla: la planificación a largo plazo para consolidar su poder al margen del resultado electoral. Los sucesivos bloqueos en el Consejo General del Poder Judicial han permitido al PP gobernar este órgano constitucional durante 22 de los últimos 27 años, desde 1996. Así se han garantizado el control del Tribunal Supremo, donde el dominio de los jueces conservadores, nombrados a dedo por los vocales del PP, es abrumador. 

La planificación del PP que arrancó con Aznar, tan eficaz en la Justicia, le ha dado también un dominio similar en el Ibex. La mayoría de los nombres que colocó Aznar en las empresas privatizadas duraron muchísimo más que su gobierno. Es el auténtico legado de ese supuesto “milagro económico español”.

Otro ejemplo pluscuamperfecto es el de Francisco González, presidente del BBVA durante 18 años. Repito: 18 años.

González fue otro agente de cambio y bolsa, como antes expliqué. Después pasó el negocio a la privada, y fundó FG Valores: una empresa que gestionaba carteras bursátiles y que en 1996 vendería a Merrill Lynch por 3.700 millones de pesetas. El comprador después descubrió que aquello no valía tanto dinero: aparecieron unas pérdidas no esperadas de 800 millones, que no fueron detectadas por la auditoría que vigiló la compraventa. 

Años después, en 2005, la Fiscalía anticorrupción investigó esa venta de FG Valores y pidió a la auditora, Deloitte, que le enviara toda la documentación. Nunca se envió. Las oficinas de Deloitte estaban en la Torre Windsor, en Madrid. Casualmente, el expediente se perdió en el incendio de este rascacielos, que ardió poco después de que Anticorrupción exigiera esa documentación. Casualmente, las llamas se iniciaron en la oficina de Deloitte. Casualmente, una grabación de un aficionado registró a dos personas dentro del edificio, durante el incendio. Casualmente, el comisario Villarejo apuntó en uno de sus informes unas anotaciones donde daba entender que él había quemado el edificio, algo que después negó. 

Francisco González también era amigo de José María Aznar. Que en 1996, meses después de su pelotazo con FG Valores, le nombró a dedo presidente de Argentaria, un banco público español. En 1999, Argentaria se privatizó del todo, con la fusión con otro banco, el Bilbao Vizcaya. De ahí nació el BBVA.

Francisco González (también conocido como FG) lideró esa operación. Priorizando –según aseguran distintas fuentes– su papel como copresidente en el nuevo banco, más que el valor de canje de las acciones de Argentaria. Sus accionistas eran menos relevantes que él. A los vascos del BBV les salió al principio bien, porque se quedaron con una joya a bajo coste. Pero después Francisco González les desplazó.

Durante el primer año y medio, hubo dos presidentes al frente del BBVA: Emilio Ybarra –por el lado vasco– y también FG. Pero el hombre nombrado por Aznar aprovechó un delicado asuntillo fiscal de sus rivales internos para quedarse con todo el poder: unos planes de pensiones en el paraíso fiscal de Jersey para los banqueros del Bilbao Vizcaya, que se regularizaron con la fusión. Francisco González usó esa información para forzar la dimisión de Emilio Ybarra y el resto de su equipo: buena parte de los consejeros y ejecutivos que venían del BBV. Hubo una investigación judicial que, años después, absolvió a Ybarra y a los demás. Pero para entonces FG ya controlaba el banco sin ninguna oposición.

FG no dimitió hasta 2019: acorralado por el escándalo del comisario Villarejo, al que pagaba generosamente, un asunto por el que sigue imputado en la Audiencia Nacional. Poco antes, había cambiado los estatutos (por tercera vez) para poder ser presidente hasta que cumpliera los 75 años.

¿Su sueldo al frente del BBVA? Multimillonario. Solo su plan de pensiones ascendía a los 80 millones de euros. 

¿Su gestión al frente del banco? Notablemente peor. Durante los 18 años de su presidencia, el BBVA perdió el 67% de su valor nominal. Si metemos la inflación en la ecuación, el resultado es aún más desastroso: la acción el día de su dimisión valía un 78% menos que cuando FG llegó. 

Decía José María Aznar, durante una conferencia en 2010:

“El éxito o el fracaso de los empresarios o los emprendedores debe estar ligado a su talento y a la competencia, y no a la arbitrariedad ni al capricho de nadie. No se debe privatizar sin liberalizar, porque la privatización sin liberalización puede conducir a un capitalismo de amigos”.

Recuerdo todo esto a cuenta del debate generado por la decisión del Gobierno de comprar un 10% de Telefónica, que ha recibido tantas críticas por parte de tantos liberales de salón. Una operación que me parece de cajón. Como escribe nuestro jefe de Economía, Rodrigo Ponce de León, ‘Putodefender’ a España es entrar en Telefónica

Hay grandes argumentos para justificar que una empresa sea pública, cuando gestiona asuntos estratégicos o es, de facto, un monopolio. Hay también buenos argumentos para defender que sea privada, para mejorar su eficiencia y su gestión. Sin duda la privatización de Telefónica –y la durísima regulación que con ella se aplicó– sí sirvió para abaratar enormemente el coste de las telecomunicaciones y mejorar el servicio. Muchos recordarán lo que se tardaba en instalar una nueva línea en los años 80. O lo que pagábamos por el móvil o las primeras conexiones a Internet hace no tanto. Aunque tal vez esto se podría haber logrado igual sin vender el 100% de la empresa; manteniendo un pequeño porcentaje público, como hicieron en Alemania, Francia o Italia

Hay buenos argumentos para defender cierta presencia del sector público en los sectores estratégicos. También los hay para su liberalización –vigilando para que no queden en manos de amiguetes, como se hizo mal aquí–. Lo que es difícil de entender es la posición de esos supuestos liberales que defienden un modelo donde empresas estratégicas queden en manos del sector público, pero de otro país.

Me despido aquí por hoy. Te pido disculpas por la extensión de esta carta: había mucho que contar. Y espero que disfrutes de estas fiestas con la gente a la que quieras más.

Un abrazo, 

Ignacio Escolar

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