En la semana del Orgullo, Micromachismos quiere visibilizar el machismo cotidiano específico que sufren las mujeres lesbianas por serlo. Si tú también quieres compartir tu historia escríbenos a micromachismos@eldiario.es o menciona nuestra cuenta @Micromachismos en Twitter.
Era el cumpleaños de Pedro, un gran amigo, y le hacía mucha ilusión celebrarlo con su gente más allegada. Recuerdo cuando, años atrás, le conté que me gustaban las chicas, el temor inicial ante un posible rechazo, el pinchazo en el estómago por si podía decepcionarlo. Éramos jóvenes y yo aún tenía mucha homofobia interiorizada. Sin embargo, su reacción me sorprendió gratamente, ya que me mostró su tristeza por no haber confiado antes en él y haberse perdido parte del crecimiento y desarrollo de mi identidad. Para Pedro, mi lesbianismo no suponía ningún problema, para él lo importante era que yo fuera feliz. Tenía el típico argumento de quien cuenta con personas LGTB entre sus amistades: a mí no me importa con quién te acuestas, lo importante es que tú seas feliz, mi amistad contigo está por encima de todo, etc.
Pedro sabía que en aquellos momentos yo vivía una historia con una chica, es decir, que tenía pareja y estaba enamorada. Conocía a mi novia y habíamos compartido alguna que otra cerveza juntxs.
Se acercó el momento de la gran fiesta de cumpleaños en la que nos mezclaríamos familia y amistades. La familia de Pedro era muy conservadora y, aunque él había crecido en ese ambiente, a priori no cultivaba los mismos prejuicios.
Cuando se acercó a mí para invitarme personalmente me dio la gran sorpresa: “Las espero el sábado en el local, a ti y a Ana”. Le sonreí emocionada porque sabía lo importante que era aquella ocasión para él y le dije antes de que terminara: “Allí estaremos. Cuenta con nosotras”. La sonrisa me duró poco, porque acto seguido sus palabras fueron: “Solo te pido que seas discreta”. Me dejó helada, sin capacidad de movimiento ni de respuesta. Con la misma alegría con que me había invitado, dio media vuelta y se marchó.
Esa misma noche lo llamé para salir de dudas: “Pedro, ¿a qué te refieres con que sea discreta?”. Y me respondió:“”Bueno, pues ya sabes, a mi familia no le gustan y solo te pido que no te pongas de relajos con tu chica, que no se muestren cariñosas ni estén dándose besos“.
Evidentemente en esa fiesta no me colé. Yo no estaba invitada, ni estaré nunca invitada allí donde se avergüencen de mí.
Los casos de micromachismos se acumulan en nuestro haber en el día a día. Este es uno de los primeros que tengo registrados en mi historia. Sin embargo, de entre los últimos que tengo guardados se encuentra el siguiente. Me lo trajo a la memoria una noticia reciente de la Comunidad Valenciana, en donde dos chicas fueron agredidas por un hombre que las interpeló por estar besándose en la calle.
Paseaba yo con mi pareja por una avenida comercial de noche. Estábamos de viaje en una ciudad nueva. Había poca gente, pero el lugar no era solitario. Íbamos de la mano y un hombre que se acercaba de frente en dirección contraria clavó la mirada en nosotras y la mantuvo fijamente mientras nos sonreía. Yo opté por meternos en el patio interior de un edificio que me llamó la atención para detenerme más en su arquitectura. Al darnos media vuelta para salir del portal, el hombre, que ya estaba dentro, se acercó a nosotras y comenzó a hacer gestos insinuantes con la boca, soltando besos al aire e invadiendo nuestro espacio al tiempo que nos impedía continuar. Nos preguntó: “¿Puedo participar? Os los haré pasar bien”. No entiendo cómo no lo maté con la mirada de asco y furia que me salió. Afortunadamente, conseguimos sortearlo y salir de allí a la calle principal donde había más gente paseando bajo la luz de las farolas.
Recuerdo cómo me temblaban las piernas y unas inminentes ganas de vomitar. Al recuperar nuestro camino no sabía siquiera cuál era nuestra dirección inicial. Seguimos andando sin mirar atrás, preguntándonos si persistiría en su intento, temiendo que nos siguiera y con el susto en el cuerpo de lo que podía haber sido y no fue. Pero con el miedo aún de una posible reaparición.
Entre las indefensiones a las que nos vimos sometidas estaba la incertidumbre de qué hubiera pasado si la agresión hubiera ido a más: ¿alguien nos habría ayudado? ¿Sentirían que la culpa era nuestra por manifestar públicamente nuestra relación paseando de la mano? A la inquietud por lo que acabábamos de vivir se le unieron la tristeza de la discriminación y el desamparo por sentir que, a la hora de la verdad, aún estábamos desprotegidas y nuestro amor tenía un precio que debíamos pagar si optábamos por vivirlo en libertad.
A nosotras nos salió bien la jugada, pero a la pareja de lesbianas del barrio de Patreix, en Valencia, no.
Las lesbianas estamos expuestas a una doble discriminación: por mujeres y por lesbianas. Ser disidentes de la heterosexualidad y no desear ni amar (en el sentido estricto de pareja) a los hombres hace que estos sientan amenazada su virilidad y se sientan de alguna forma rechazados. Enfrentarse a la evidencia de no tener acceso al cuerpo de dos mujeres que se expresan públicamente deseantes y deseadas entre ellas, la idea (que no la certeza, porque lo intentan hasta la saciedad) de que no son eróticamente bienvenidos ni deseados por mujeres, los desestabiliza, los deja fuera de juego. Y saberse fuera de un juego erótico con mujeres es superior a ellos, como si fuera un insulto. La visibilidad lésbica aún supone un acto de riesgo para nosotras, las mujeres lesbianas. Es por ello que necesitamos referentes públicos y visibles en todas las esferas de la vida cotidiana para ir naturalizando la visibilidad, es decir, las muestras de afecto entre mujeres sin este plus de peligrosidad que recogen estas historias: la mía y la de las chicas valencianas.