La ciencia renacentista de los siglos XV y XVI, especialmente el uso de la matemática y del método deductivo, fueron elementos determinantes en el pensamiento racionalista del siglo XVII. El mundo había dejado de ser concebido en términos de propósitos e intenciones divinas, dejando paso, así, a la causalidad mecánica. No obstante, si bien ello supuso un avance en términos de conocimiento, no implicó una ruptura con la cosmovisión previa, sino, más bien, un cambio progresivo y paulatino que mantuvo los cimientos del pensamiento cristiano-medieval anterior.
De este modo, se trató de comulgar los postulados cristianos con los nuevos avances y descubrimientos, lo cual resulta especialmente claro en los trabajos de R. Descartes, quien se planteó la cuestión de si la visión mecanicista del mundo tenía aplicabilidad, también, al ser humano como tal, lo cual chocaba, a priori, con sus postulados cristianos.
Planteó, pues, una concepción antropológica dual mente (alma) - cuerpo, por la que el ser humano estaría formado por una sustancia pensante (res cogitans), basada en la libertad y la teología, y una sustancia corpórea (res extensa), a la que sería de aplicación la visión mecanicista, teniendo lugar la relación psicofísica a través de la glándula pineal.
Rechazó la idea de que tal dualidad pudiese ser extendida a los animales no humanos, considerándoles, pues, como meras máquinas (bêtes-machines) carentes de mente (alma) e incapaces de experimentar dolor (siendo las manifestaciones externas meras respuestas mecánicas), aportando, así, el elemento intelectual que le faltaba a la concepción judeocristiana del ser humano como finalidad única de la Creación para dar mayor rienda suelta al sometimiento de los animales no humanos, y, especialmente, a la práctica de la vivisección, notablemente desarrollada por W. Harvey y sus seguidores.
Como contraposición, comenzó a gestarse un movimiento contrario a dicha forma de experimentación, cuyo origen, quizá, se encuentre en la Francia ilustrada. Reconocidos intelectuales, como M. Montaigne o P. Gassendi, mostraron abiertamente su oposición a la misma, si bien, tal vez, Voltaire sea el más destacado de entre todos ellos.
En este contexto, Reino Unido asistió, durante el siglo XIX, a un férreo enfrentamiento entre las posturas viviseccionistas y antiviviseccionistas. Se encontraban, entre los defensores de dicha práctica, médicos como J. Blundell o M. Hall, y, en el lado opuesto, políticos liberales, como W. E. Forster, e intelectuales, como H. Crowe, quien llegó a comparar la crueldad de la vivisección con la de la Inquisición.
La polémica fue de tal calado que incluso las revistas científicas de la comunidad médica se vieron obligadas a tomar parte en ella, posicionándose a favor de la mencionada práctica el British Medical Journal, y, en contra, The Lancet.
En este contexto, la ensayista irlandesa F. P. Cobbe, contraria a la vivisección, decidió fundar, en 1875, la primera asociación de la historia en contra de dicha práctica, la National Anti-Vivisection Society (todavía en funcionamiento), que contó con el respaldo de personalidades tan ilustres como la propia reina Victoria.
Resulta difícil afirmar, pues, con carácter general, que el desarrollo de nuestro conocimiento haya redundado en beneficio de los animales no humanos. La historia de la ciencia muestra que esta ha tenido un claro sesgo en favor del ser humano, que se mantiene, aunque quizá en menor medida, hasta día de hoy.
Dicha tendencia antropocéntrica ha tomado tradicionalmente dos formas: la primera, común a todos los ámbitos de la ciencia, consistente en concebir esta con el único o primordial objeto de satisfacer las necesidades del ser humano; la segunda, en todo caso inseparable de la primera y propia de la taxonomía, se concreta en otorgar algún tipo de distinción específica al ser humano respecto de los animales no humanos, como sucedió con Aristóteles, quien dividió a los seres vivos en vegetales y animales, y estos últimos, a su vez, en racionales, haciendo referencia al ser humano, e irracionales, incluyendo en este segundo grupo a todos los demás.
No obstante, fueron surgiendo naturalistas que comenzaron a guiarse, cada vez más, por criterios menos antropocéntricos de clasificación. En este sentido, tal vez, la mayor aportación fue la realizada por C. Linneo, padre de la taxonomía moderna, quien clasificó una amplísima cantidad de plantas y animales, lo que quedó reflejado en su Systema naturae (1735) y en Species Plantarum (1753). Para ello, en lo que concierne a la zoología, recurrió a criterios fundamentalmente anatómicos, alejándose, pues, de criterios basados en los fines a los que podía servir el animal no humano para el ser humano. Sin embargo, al igual que Aristóteles, en la clasificación otorgó un papel predominante a su propia especie, situándola, así, en un grupo al que denominó “primates”, esto es, “los primeros”, sesgo antropocéntrico común, en diferentes variantes, a otros destacados naturalistas, como el conde de Buffon o G. Cuvier.
Para muchos de ellos, las categorías taxonómicas tenían un carácter estático, esto es, ahistórico. No obstante, los trabajos de C. Darwin cambiaron por completo esta concepción, no solo por el desarrollo de su teoría de la evolución en base a un proceso selectivo, recogida esencialmente en El origen de las especies (1859), sino, también, por sus ideas relativas a la extinción de las mismas.
Asimismo, se tiende a hacer alusión a su obra El origen del hombre (1871), en la que aplica su teoría evolutiva al ser humano. Desde luego, resulta vital. Sin embargo, no hemos de olvidar la importancia de La expresión de las emociones en el hombre y en los animales (1872). En ella, a la idea de ancestro común añade la de comportamientos y emociones comunes. Así, estudió las similitudes entre humanos y animales no humanos en lo que se refiere a sonidos, gestos, ansiedad, miedo y otros, llegando a incluir a los insectos en tal comparación: “Incluso los insectos expresan la ira, el terror, los celos y el amor mediante su estridulación”.
Todos estos avances científico-filosóficos fueron contribuyendo, paulatinamente, al desarrollo de una cierta conciencia social que hoy denominaríamos antiespecista.
En 1847, a partir del movimiento que rodeaba a la revista Truth Tester, se organizó un encuentro en el cual se decidió, por un lado, fundar la Vegetarian Society y, por otro, renombrar “oficialmente” a la dieta con el término 'vegetariana', en lugar del extendido 'dieta pitagórica'. Los miembros difundieron sus ideas a través de diferentes revistas propias, como Vegetarian Advocate y Vegetarian Messenger. La asociación también recibió cierta cobertura por parte de publicaciones generalistas, como Punch o Morning Advertiser.
Igualmente, tuvieron lugar importantes acontecimientos en Reino Unido en materia legislativa. En 1800 y 1802, el terrateniente escocés W. Pulteney y el banquero inglés J. Dent plantearon, respectivamente, propuestas de ley para la supresión del denominado hostigamiento de toros (bull-baiting), sin éxito en su aprobación, si bien por márgenes estrechos. En 1809, T. Erskine, abogado escocés, introdujo como propuesta de ley la Act to Prevent Malicious and Wanton Cruelty to Animals, que tenía como objeto acabar, con carácter general, con la crueldad hacia los animales domésticos, si bien tampoco logró la aprobación. En 1822, R. Martin, activista irlandés, propuso la Act to Prevent the Cruel and Improper Treatment of Cattle, más conocida, quizá, como Martin’s Act, logrando su aprobación y estableciendo como crimen el tratamiento cruel a determinados animales domésticos en particular, como el ganado vacuno y los caballos, si bien la consecuencia tan solo era “una multa no superior a cinco libras o inferior a diez chelines, o prisión que no excediera de tres meses”. En 1835, el cuáquero J. Pease logró la aprobación de la Cruelty to Animals Act, que amplió la protección a otros animales no humanos, como perros y toros, y prohibió tanto el hostigamiento de osos (bear-bating) como las peleas de gallos, experimentando sucesivas modificaciones en 1849, 1850, 1854 y 1876.
En el ámbito literario e intelectual, en relación con el vegetarianismo, hemos de distinguir dos etapas: una primera, la época romántica, que abarca desde finales del siglo XVIII hasta el primer tercio del siglo XIX, en la que destacan personalidades como P. Shelley, M. Shelley, A. Pope y L. Byron, y una segunda, la era victoriana, representando un papel central, entre otros, G. B. Shaw, A. Drakoules, H. Williams, E. Carpenter y, desde luego, Henry Salt.
Este último, nació en 1851, en la India británica, si bien su familia se trasladó a Inglaterra cuando él tenía un año. Posteriormente, ingresó en el prestigioso internado Eton, tras lo cual logró ser admitido en la universidad de Cambridge. Al terminar sus estudios universitarios, regresó a Eton como profesor. En esta época recibió las influencias de los trabajos de P. Shelley, y la lectura de Ethics of Diet (1883), antología de H. Williams, le aproximó al vegetarianismo. Su postura dietética, que causó escándalos en el Eton de la época, unida a sus discrepancias con el director, le condujeron a abandonar su puesto de trabajo y trasladarse a Tildor, Surrey. A partir de entonces, pudo centrarse en sus ensayos y en el activismo.
En 1891, se reunió en Londres con un pequeño grupo de intelectuales que compartían lo que él denominaba “pensamiento humanitarista”, inaugurando la Liga Humanitaria, cuyas ideas fueron divulgadas a través de las revistas Humanity (más tarde renombrada como The Humanitarian) y The Humane Review.
El 20 de noviembre de 1931, M. Gandhi asistió, junto a Henry Salt, a una reunión de la London Vegetarian Society. En ella, pronunció un discurso en el que halagó profundamente a Salt y su trabajo: “Me siento especialmente honrado de tener a mi derecha al señor Henry Salt. Fue su libro Una defensa del vegetarianismo el que me mostró por qué, además de por un hábito heredado y de mi adherencia a un juramento con mi madre, es correcto ser vegetariano. Él me mostró por qué constituye un deber moral, que corresponde a los vegetarianos, el no vivir a costa de nuestros compañeros los animales. Es, por ende, para mí, un placer adicional el tener al señor Salt entre nosotros”.
Hasta la fecha, tan solo tres de sus obras han sido traducidas al castellano: Los derechos de los animales (Los Libros de la Catarata, 1999), La lógica del vegetarianismo (Ediciones Amaniel, 2018) y, recientemente, Una defensa del vegetarianismo (Los Libros de la Catarata, 2022).
La disciplina de la ética animal se ha desarrollado y sofisticado notablemente desde la muerte de Henry Salt en 1939. Como hemos visto, Salt denunciaba como injusta la consideración desfavorable que los intereses de los animales reciben en nuestras sociedades. Sin embargo, no existía entonces un término para referirse ella. Hubo que esperar hasta 1970 para que el psicólogo y activista británico Richard D. Ryder acuñara el término especismo. Así, ‘sexismo’ suele referir a la discriminación basada en la no pertenencia al género masculino; ‘racismo’, a la discriminación basada en no ser percibido como blanco. De modo similar, con el término ‘especismo’ nos referimos a la discriminación basada en la no pertenencia a una cierta especie; en general, la especie humana.
Salt defiende que tenemos la obligación ética de respetar los intereses de los animales sintientes. “Vivir la vida natural que le es propia, llevar el propio yo a su plenitud, es el verdadero propósito moral de hombres y animales por igual”. Ese es, para Salt, el fundamento de la atribución de derechos tanto a los animales como a los seres humanos. Esos derechos de los individuos humanos y no humanos consistirían en la existencia de un conjunto de obligaciones de respetar su “ámbito de individualidad y libertad, un espacio en el que vivir sus propias vidas”.
Como en tiempos de Salt, seguimos incumpliendo nuestra obligación de no dañar a los animales. El caso más evidente es, quizá, el de la tortura y muerte de animales para entretenimiento, como sucede todavía en la tauromaquia o la caza y pesca deportivas. Sin embargo, se daña a muchos más animales en otros sectores económicos. Sucede así en la producción de seda, lana, pieles o cuero para la confección de ropa. Como Salt previó, el progreso científico ha hecho innecesario el uso de tales materiales para satisfacer necesidades humanas importantes. Asumiendo que en su tiempo la producción y consumo de ropa de origen animal estuviera justificada, ya no es así para quienes vivimos en las sociedades enriquecidas contemporáneas.
Ahora bien, el ámbito donde más se causa sufrimiento y muerte a los animales es en la industria alimentaria. La denuncia de la injusticia de esta industria es el objeto de los ensayos de Henry Salt que contiene el libro recién traducido, así como de gran parte de la actividad en defensa de los animales que desarrolló el autor.
Pese al avance teórico que la disciplina ha experimentado a lo largo de los siglos XX y XXI es preciso reconocer que la situación de los animales sometidos a la industria alimentaria es ahora mucho peor que en el momento de publicación de Una defensa del vegetarianismo. Se calcula que en 1890 el número total de estos animales ascendía a unos 1.500 millones, mientras que actualmente se mata en torno a 1 billón cada año en todo el mundo. Además, las condiciones de vida de este número mucho mayor de animales en grandes granjas industriales es peor que la de sus antepasados en pequeñas explotaciones extensivas.
Todo ello implica que nuestras razones para oponernos a esta industria son más fuertes de lo que eran en vida de Salt. Dicha oposición debería incluir la renuncia a financiar, con nuestros actos de consumo, la industria alimentaria basada en animales. Los argumentos de Salt en favor del vegetarianismo nos empujan también a rechazar el consumo de otros productos de origen animal, como la leche o los huevos. Esto es debido a las terribles condiciones de cría industrial de las vacas usadas para leche y de sus terneros, así como de las gallinas empleadas para la puesta de huevos.
Por su parte, las posibles razones en contra de adoptar una dieta sin productos de origen animal son tanto o más débiles ahora que a finales del siglo XIX. Una de las principales objeciones al vegetarianismo a la que Henry Salt se enfrentaba era la basada en la salud. A diferencia de Salt, nosotros jugamos con la ventaja de la evidencia científica. El consenso entre los expertos es que una alimentación estrictamente vegetal es saludable en todas las etapas de la vida humana y para toda actividad, siempre que esté adecuadamente suplementada.
Así, no tenemos ninguna necesidad de consumir animales. Por supuesto, muchos obtenemos un placer al hacerlo. Hemos de admitir, sin embargo, que el beneficio que obtenemos consiste sólo en el disfrute adicional que nos produce el sabor de esos alimentos en comparación con otros de origen vegetal. No es más que un disfrute estético, similar al que algunas personas obtienen en una corrida de toros o con las peleas de perros.
Además de nuestra obligación de no dañar a los demás, muchos de nosotros creemos que, en ocasiones, tenemos el deber de ayudarles a evitar un daño. Si aceptamos que los animales no humanos sintientes merecen también una consideración moral robusta, es difícil escapar a la conclusión de que tenemos el deber adicional de prestarles ayuda cuando lo necesiten y esté en nuestra mano hacerlo.
Este es un problema que se suscita, por ejemplo, respecto de los animales no domesticados que viven en entornos urbanos, como las palomas. Ahora bien, la pregunta más importante sobre nuestra posible obligación de ayudar a los animales es si esta se extiende a los animales salvajes que padecen daños por causas naturales.
Según algunos cálculos, más de un trillón de animales viven en la naturaleza. Tenemos evidencias que indican que probablemente la mayoría de ellos tiene vidas de sufrimiento por causas naturales. Esto es, no se trata de daños producidos de forma directa o indirecta por la acción humana, sino por el curso ordinario de los procesos naturales. Esto se debe, principalmente, a la estrategia reproductiva seguida por la mayor parte de animales. Esta consiste en poner una gran cantidad de huevos en cada ciclo reproductivo (en ocasiones del orden de cientos de miles o de millones), de los cuales de media sólo sobreviven dos crías hasta la madurez. El resto muerte poco después de nacer por depredación, hambre o enfermedad. En cualquier caso, los animales supervivientes deberán enfrentarse a lo largo de su vida a calamidades como la inanición, la sed, las enfermedades, las condiciones climáticas extremas y las agresiones de otros animales.
Dado todo lo expuesto anteriormente: ¿tenemos razones para intervenir con el objetivo de mitigar los daños que padecen estos animales? Por supuesto, nos estamos refiriendo a aquellos casos en los que podemos razonablemente esperar que nuestra intervención tendrá éxito y no causará más daño que el que pretende evitar. ¿Qué pensaría Henry Salt de todo ello?
En Los derechos de los animales (Los Libros de la Catarata, 1998) Salt afirma que “si deseamos cultivar una más estrecha intimidad con los animales salvajes, debe tratarse de una intimidad basada en el amor genuino por ellos como seres vivos y criaturas compañeras” (p.64). No parece que el amor genuino por una criatura compañera sea compatible con la indiferencia al sufrimiento y la muerte que ésta pueda padecer, aunque esté causado por eventos naturales. Más bien, parece que las emociones morales que Salt invita a cultivar deben motivarnos a ayudar a la criatura compañera que sufre. Por supuesto, es razonable que esta ayuda respete, en general, las preferencias de quien se supone que debe recibirla, y es plausible que Salt estableciera como límite la libertad de los animales a vivir su propia vida. Sin embargo, puede argumentarse que, efectivamente, el genuino amor a los demás fundamenta una posición, de entrada, favorable a ayudar a los animales salvajes.
Creemos que Henry Salt quedaría satisfecho al comprobar cómo el desarrollo de la ética animal y el progreso científico han reforzado sus argumentos por los derechos de los animales y el vegetarianismo. Indica que estamos en el camino correcto hacia esa compasión universal que él anhelaba.
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