¿Cómo están ustedes?
Estarán ustedes por una vez de acuerdo conmigo: vaya mierda de invierno éste que acabamos de pasar. Un invierno así, ni merece tal nombre. Calor y cumbres peladas han sido el pan nuestro de cuatro meses, y ha habido que echarle imaginación y ganas para siquiera pensar en esquiar o escalar en hielo.
Los meses así pasan lentos pero, llegado abril, algunos de nosotros podremos partir de nuevo hacia el Himalaya, suerte nunca suficientemente agradecida. Al igual que en las últimas primaveras, más de 700 personas plantarán sus tiendas debajo de ambas caras del Chomolungma, también llamado Everest, con la, en principio, sana intención de encaramarse hasta lo más alto y bajar para contarlo, o incluso contarlo mientras tanto, al menos a las dos docenas de amiguetes y familiares que les sigan, en el mejor de los casos. Y no seré yo quién les critique, a ninguno de ellos, la finalidad o intención, ni el empeño o motivación. Pero, como pronto veremos, algunos se merecen todo mi desdén o incluso hasta mi desprecio por la manera en la que tratan a una montaña que es sagrada para quienes viven debajo de ella y que se merecería mucho más de lo que se le entrega a cambio del éxito, desde cualquier punto de vista. Chomolungma quiere decir la Diosa Madre de la Tierra.
Este Everest conoce al menos una docena de escaladas destacadas, desde la de Unsoeld y Horbein por la arista oeste, la más infravalorada de la historia, hasta las de los australianos por el corredor Norton o los anglosajones por la cara este, entre otros. Aún así, sus laderas solo han visto dos ascensos limpios en casi 100 años de historia: el inigualable solo de Messner en agosto de 1980 y la subida en plan exprés de Loretan y Troillet en el mismo mes de 1986, ambos sin oxígeno, cuerdas o sherpas, que es, dicho sea de paso, como se define el juego limpio a 8.000 metros. Ambas escaladas son el mejor ejemplo de funambulismo sin red, de alpinismo trasladado a la categoría de arte. Por esa búsqueda artística tiene mucho más mérito intentarlo y fallar limpiamente, como Iñurrategi, Vallejo y Latorre el año pasado, que subirlo de cualquier modo. Así que acojona muchísimo observar el desfile anual de esperpénticos payasos empeñados en lograr sus 15 minutos de fama a base de dejar que los sherpas les hagan todo el trabajo, agarrándose a miles de metros de cuerda fija hasta con los dientes mientras chupan más oxígeno que Jacques Cousteau.
Uno creía haberlo visto todo, pero el último en llegar y llamar a la puerta causa espanto. Se trata de un auténtico necio, holandés por más señas, cuyo nombre callaré para no manchar estas páginas. El tipo pretende subir a la montaña más alta del mundo en pantalón corto, para probar no sé que teorías del “fuego interior”. ¡Haznos un favor a todos y deja al Everest en paz! La responsabilidad es en parte de los medios, que debieran asegurarse que los 15 minutos correspondientes a elementos así se reduzcan a cero, y en parte de todos nosotros, que no debiéramos tolerar que se viole de tal modo a ese montón de hielo y piedras que tanto amamos. El Everest se convertirá, si lo permitimos, en el estercolero mediático y televisivo habitual al que nos hemos habituado por aquí señoras y señores, pasen y vean... o digan que no y miren a otro lugar donde la aventura sea real y el aventurero sepa qué significa la palabra ética.
Columna publicada en el número 38 de Campobase (Abril 2007).