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Cuentos chinos

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Hace más de una década, cuando estudiaba en la BLCU, la Universidad de Lengua y Cultura de Beijing, me invitaron a una fiesta almibarada en Chaoyang, el exclusivo barrio de las Embajadas. Un distrito que podrían trasplantar sin ningún tipo de problema a cualquier capital europea. Es como estar en China sin estar en China. Todo muy reluciente, moderno y occidental. Alberga una de las zonas de marcha más frecuentadas por los expatriados: la calle de bares de Sanlitun, donde las autoridades pekinesas hacen la vista gorda a la venta y consumo de drogas, siempre y cuando no haya nacionales implicados ni en lo uno ni en lo otro. Una especie de Macao en la que giran otro tipo de ruletas. 

El corazón de la fiesta latía en el patio de una casa señorial donde un cortador de jamón se afanaba por emplatar cada loncha. Desde el exterior al interior de un enorme plato redondo, intentaba en vano completar un circulo, solapando un corte con otro. Imposible detener a los invitados -casi todos con una copa de tinto en la mano-, que luchaban por llevarse una loncha (o dos) a la boca. No había codazos, pero casi, ante la paleta Joselito. Los dedos invadían el plato mientras el cortador resoplaba entre rabioso y resignado ante la batalla que se libraba sin decoro en la mesa: la apetencia iba ganándole a las buenas maneras. Al final de la cola, los rezagados, que apuraban el vino y el puro a falta de jamón, se presentaban con entusiasmo.

Allí conocí a un argentino que había intentado empezar de cero en Beijing. Primero, dando clases de español. Como todo el mundo. Y luego, haciéndose pasar por otro. Como muchos. Entre copa y copa me relató los trabajos que le habían ofrecido hasta entonces: médico, invitado de bodas, actor y diplomático. Contaba divertido lo bien que le habían pagado por inaugurar una clínica dental. Requisitos: una cara paliducha sin ojos rasgados y una bata blanca. Él, por supuesto, no extraía muelas ni colocaba implantes. Se limitaba a aportar una pátina de respetabilidad y confianza a un negocio sabe Dios de quién. En las bodas -se jactaba, arrastrando la lengua, noqueada por el alcohol- el salario era especialmente bueno. Además de comer y beber gratis, solamente tenía que hacerse pasar por amigo del novio o de la novia -casi siempre hablaban relativamente bien inglés- y darle un toque “cool” a la celebración. Vestía. Ser occidental, vestía.

Lo de las películas era habitual en el campus. Toparse con directores de casting o con sus ayudantes en busca de rostros pálidos, ojos azules, labios finos, complexión delgada… Si encajabas en un determinado perfil, aunque tu nivel de mandarín fuera menos cero, te contrataban. Podías decir lo que te diera la gana mientras grababan la serie o la película: “Me gusta mucho el zumo de tomate, pero hace años que no lo tomo. El médico me lo desaconsejó en una de mis revisiones y, muy a mi pesar, me he visto obligado a cambiarlo por jugo de manzana. Más digestivo y menos irritante, etc, etc, etc”. Luego, ya se encargaban ellos de doblarte y de que parecieras un inglés durante la rebelión de los Bóxers.  

La impostura en China puede llegar a ser profesión. Nadie se escandaliza por ello. Lo más atrevido que me contó el argentino fue el día en que lo mandaron a recibir con un ramo de flores a una mujer asiática en la terminal de llegadas del Aeropuerto Internacional. Lo hizo en calidad de diplomático, con la ayuda de un traductor. ¡Qué más daba que fuera cierto o no, si la ruleta seguía girando!

Hace unos días viendo una vieja entrevista al juez José Antonio Vázquez Taín, el instructor del Caso Asunta, le escuché unas palabras que aún resuenan en mi cabeza. Decía al periodista: “Para mí la novela negra es hiperrealismo, en el sentido de que yo describo la sociedad tal y como es. Pero no ”tal y como es“, como la veis vosotros, sino ”tal y como es“, como la veo yo, que tengo el privilegio de verla en vivo y en directo. Es que la sociedad que veo, yo sí que la veo desnuda. Imaginaos: Todo lo que vemos en la calle es una pose. Nosotros, los jueces, cuando pinchamos un teléfono o hacemos un registro, vemos la realidad”. 

No solamente los jueces son capaces de quitarle el ropaje a la impostura. La desnudez, en diferentes grados y desprovista de coartada, también es visible para otros. Quizás a eso se refería el diputado Íñigo Errejón al admitir en su ambigua carta de dimisión que ha llegado “al límite de la contradicción entre el personaje y la persona”. La nada nueva bicefalia humana: el balcón y la trastienda. El doctor Jekyll y el señor Hyde. Lo que decimos que somos frente a lo que realmente somos. Sin ánimo de enervar la presunción de inocencia del ya exportavoz de Sumar en el Congreso, hay trastiendas imposibles en la vida y en la política. 

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