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Elogio de la demolición

Hace meses que venimos leyéndolo en la prensa: se ciernen sobre Canarias, una vez más, negras nubes cargadas no de agua, sino de cemento. La victoria electoral de las derechas en las pasadas elecciones autonómicas anticipa un nuevo impulso al alicatado completo de nuestro territorio, pasando por encima, como es tradición, de paisajes naturales y especies protegidas, para mayor gloria de unos pocos bolsillos. Si a ello le sumamos los destrozos que una transición ecológica gestionada por el sector privado y las grandes eléctricas ya genera en el archipiélago, no podemos sino llamar a la movilización y vigilancia permanente de la ciudadanía en este nuevo ciclo que, antes de empezar, ya se presenta complicado.

Sin embargo, no hace falta esperar a que los “buenos españoles” y sus adláteres regionalistas se hagan con el pleno control de la fiesta del ladrillo porque, a pesar de que, a principios de la pasada legislatura, con los vientos del “cambio”, se detuvo el disparate del macromuelle de Agaete (principal punto de fricción para constituir el “pacto de las flores” entre los partidos de la vieja política y la efímera renovación que representó Unidas Podemos en el Parlamento canario), en realidad la debacle no ha cesado en  ningún momento y, cuando lo ha hecho, ha sido únicamente gracias al tesón y la resistencia del activismo ciudadano, como pudimos comprobar en Tenerife, con las acciones y movilizaciones por la Tejita y por  Adeje. Durante los últimos años hemos visto que la especulación urbanística y los pelotazos inmobiliarios no se detienen con las medias tintas que el progresismo rosa incluye vagamente en su recetario político. De hecho, buena parte de las mayores tropelías ocurren en municipios gobernados por esa presunta izquierda que, cuando avizora el flujo de billetes, se olvida hasta de su nombre. Dicen que el ladrillo “da trabajo” y eso lo justifica todo. Así, donde quiera que pongamos la vista, el territorio de Canarias sigue siendo víctima de la acción atroz de las hormigoneras y quienes anhelamos otra política no podemos sino acusar una enorme decepción.

El filósofo Henri Lefebvre reivindicaba, en uno de sus textos más conocidos, el derecho a la ciudad como aquel derecho que tiene la ciudadanía para decidir el diseño de los espacios en los que habita, frente a la voracidad de un capital financiero que solo contempla el beneficio económico  a corto plazo, sin atender  criterios humanísticos ni medioambientales. Recientemente, algunos medios informativos se han hecho eco de la renovada lucha de los vecinos de Guanarteme, en Las Palmas de Gran Canaria, contra la construcción de varios mamotretos de diez plantas cuya inminente construcción culminará la actual fase de remodelación de Mesa y López, plan que no contempla espacios abiertos, ni arbolado, ni zonas verdes en general y condena, a quienes transiten sus calles, al sofoco y la claustrofobia. Ciertamente, las dos grandes ciudades de Canarias han sufrido secularmente los excesos de un  urbanismo cicatero, aplicado sin ningún amor por el desarrollo orgánico de la ciudad ni por el bienestar de sus habitantes, un urbanismo propio más bien de una colonia extractiva, donde el capital se encuentra de paso y  arrasa, dejando una tierra quemada, o como mucho una plaza dura, tras de sí.

Guanarteme, otrora barrio obrero capitalino, emplazado en un entorno de playa que aviva los apetitos especulativos más que ningún otro, se encuentra sometido desde hace años a una fortísima presión económica, que ha destruido buena parte de su fisonomía El auge de las viviendas vacacionales no hace sino echar leña a un fuego que va expulsando a la población local. El otro foco de gentrificación es la Isleta, donde ya hemos contemplado los recientes derribos de las antiguas casas portuarias en el entorno de la vieja Fábrica de Hielo. La suplantación de las edificaciones populares de baja altura por nuevos bloques impersonales en los alrededores de la Plaza Manuel Becerra retoma sin nombrarlo el viejo sueño especulativo de la Gran Marina, derrotado en los tribunales por los arquitectos. Eso sí, lo retoma despojado de oropeles y sin edificios-espectáculo (eran otros años). En este modelo de ciudad agobiante, aculturada y gentrificada, juega un papel insigne la terrorífica patronal de la construcción local, cuyo nulo interés ni respeto por la arquitectura popular y tradicional (recordamos, hace unos años, a su inefable representante, hablando de que había que tirar abajo todas esas “casas cochambrosas” del Puerto) resulta en verdad lamentable. El próximo martes 18 de julio, a las 19.00, quienes no acudan a la concentración de repulsa al franquismo en el Parque San Telmo, pueden sin embargo pasarse por la Plaza América, al final de Mesa  y López, para apoyar a quienes reivindiquen allí el derecho a otra ciudad. Ambas convocatorias coinciden y un espíritu afín las anima: al fin y al cabo, el fascismo golpista no es sino el brazo armado del capitalismo depredador.

Si bajamos la vista hacia el sur de la isla redonda, no podemos más que desear la demolición sistemática de una buena parte de cuanto lleva allí construido desde que la aristocracia local, enroscando el rabo y aplicando el infalible modelo levantino, abrió la veda turística, allá por los sesenta del siglo pasado. Los periodistas alemanes han dado buena cuenta de las consecuencias sociales de nuestro querido Massentourismus en reportajes televisivos que nunca veremos por estas latitudes. La destrucción del oasis de Maspalomas fue la guinda de aquella gesta civilizadora. De aquellos polvos del conde, los lodos de Kiessling en el Veril y las fiestas de 18 Lovas en Ayagaures. Nuestras élites locales siempre han dado lo mejor de sí por su tierra y su gente. Similar suerte han corrido en el sur de Tenerife, como bien saben quienes se organizan allí para resistir.

La costa del municipio de la Oliva en Fuerteventura, también cuna de la más excelsa nobleza criolla, sufre los embates de otros tantos proyectos a cuál más ocurrente e innovador: el macromuelle en Corralejo, con capacidad para hospedar a los más populosos cruceros y arrasar los fondos marinos, y el fallido “centro comercial del cine”, junto a las dunas, son posibilidades siempre interesantes para muchos conspicuos gestores de lo público. Sin embargo, nuestros representantes también son gente que sabe proteger el patrimonio cuando es verdaderamente necesario. El patrimonio de la cadena RIU, por ejemplo, como demuestra la alucinante negativa de las más altas instituciones canarias a la demolición del hotel Tres Islas, infraestructura que lleva décadas ocupando un paraje natural de valor incalculable y lanzando vertidos ilegales al mar, teniendo ¡por una vez! todos los avales del estado para hacerlo. Protegen el trabajo, dicen con la cabeza gacha y la mirada huidiza de quien no tiene otra cosa que ofrecer que la consabida receta del monocultivo, aunque esté agotado. Algunos barrancos al sur de la isla más antigua también esconden con vergüenza los esqueletos a pie de playa de grandes urbanizaciones y restos de proyectos ilegales abandonados en entornos naturales, parados por alguna sentencia, proyectos a la espera de que una ley del suelo favorable y algún amigo en las altas esferas ayuden a desencallar la hormigonera. Edificaciones que nadie echa abajo, teniendo todas las razones imaginables para hacerlo.

Podemos mirar también hacia otras islas y el panorama es igualmente inquietante. En La Palma y el Hierro, los mayordomos del ladrillo amenazan con nuevos resorts con miles de nuevas camas, privatización de espacios naturales y destrucción paisajística garantizada. Eso sí, dará mucho trabajo, dicen una vez más, emulando los sofismas con que la ultraderecha seduce al mundo rural, porque la gente ha sufrido mucho con tantas erupciones terrestres y submarinas y hay que mover la economía. La solución para todo es la construcción de resorts, afirman, creyendo que nos cuelan por la escuadra el gol -o más bien el golf- sin que nos demos cuenta a estas alturas.

A menudo se acusa a aquellas personas que se suben a las grúas  para parar un atropello ambiental, aquellas que recorren y estudian los parajes naturales para señalar la existencia de patrimonio arqueológico o especies protegidas, aquellas que denuncian las tropelías de políticos y constructores y llevan los procesos hasta las últimas instancias judiciales, aquellas que se ponen detrás de las pancartas con el lema “Canarias no se vende. Se ama y se defiende”, se acusa a esta gente, decimos, de no proponer alternativas viables. Sin duda, la ciudadanía crítica no maneja la misma calculadora que constructoras y cadenas hoteleras, y habría que ver serenamente cuáles son las verdaderas necesidades de una población canaria víctima de tantos desmanes.  Otro trabajo es posible, podemos plantear. Siguiendo los pasos del colectivo de arquitectos n'Undo y su lema “No hacer. Rehacer. Deshacer” (nundo.org) nos atrevemos a considerar los innumerables puestos de trabajo que crearía, por ejemplo, una industria de la demolición en Canarias, una gran industria especializada, aplicada a identificar y demoler pieza por pieza todas aquellas construcciones obsoletas, fallidas e innecesarias que saturan el archipiélago, degradan el territorio y nos restan calidad de vida.

Hace meses que venimos leyéndolo en la prensa: se ciernen sobre Canarias, una vez más, negras nubes cargadas no de agua, sino de cemento. La victoria electoral de las derechas en las pasadas elecciones autonómicas anticipa un nuevo impulso al alicatado completo de nuestro territorio, pasando por encima, como es tradición, de paisajes naturales y especies protegidas, para mayor gloria de unos pocos bolsillos. Si a ello le sumamos los destrozos que una transición ecológica gestionada por el sector privado y las grandes eléctricas ya genera en el archipiélago, no podemos sino llamar a la movilización y vigilancia permanente de la ciudadanía en este nuevo ciclo que, antes de empezar, ya se presenta complicado.

Sin embargo, no hace falta esperar a que los “buenos españoles” y sus adláteres regionalistas se hagan con el pleno control de la fiesta del ladrillo porque, a pesar de que, a principios de la pasada legislatura, con los vientos del “cambio”, se detuvo el disparate del macromuelle de Agaete (principal punto de fricción para constituir el “pacto de las flores” entre los partidos de la vieja política y la efímera renovación que representó Unidas Podemos en el Parlamento canario), en realidad la debacle no ha cesado en  ningún momento y, cuando lo ha hecho, ha sido únicamente gracias al tesón y la resistencia del activismo ciudadano, como pudimos comprobar en Tenerife, con las acciones y movilizaciones por la Tejita y por  Adeje. Durante los últimos años hemos visto que la especulación urbanística y los pelotazos inmobiliarios no se detienen con las medias tintas que el progresismo rosa incluye vagamente en su recetario político. De hecho, buena parte de las mayores tropelías ocurren en municipios gobernados por esa presunta izquierda que, cuando avizora el flujo de billetes, se olvida hasta de su nombre. Dicen que el ladrillo “da trabajo” y eso lo justifica todo. Así, donde quiera que pongamos la vista, el territorio de Canarias sigue siendo víctima de la acción atroz de las hormigoneras y quienes anhelamos otra política no podemos sino acusar una enorme decepción.