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Una mirada tierna

Juan Capote

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Cuando sus hijas eran niñas, mi hermana Concha y su marido decidieron hacerse con un perro que diera cierta seguridad a la casa. Siempre es recomendable adquirirlo desde cachorro, pero determinadas circunstancias que planeaban sobre el entorno vecinal les hizo decidirse por un adulto. Relativamente cerca vivían un hombre y su atractiva amante, de quienes en el barrio se comentaba con insistencia que él la dominaba de forma implacable, e incluso la torturaba aprovechando su corpulencia y perverso carácter. Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que de ese tipo de individuos se conoce las barbaridades que hacen, pero no hasta dónde pueden llegar. Por tanto, mi familia se decidió por Ursus, un supuesto pastor alemán, el cual delataba su falta de pureza en el excesivo tamaño, y que se reveló como un verdadero lunático. Las noches en que el mar se manchaba perpendicularmente con la incuestionable luz de la Luna llena, dejaron de ser para ellos un periódico acontecimiento felizmente esperado, porque la preocupación los desbordaba ya que entonces el perro solía escaparse con un destino incierto.

Por lo demás, aquel animal hacía el mismo papel de guardián que un congénere disecado. Nos alegrábamos de que no supiera preparar café porque, en caso contrario, no hubiera dudado en invitar a quien entrase por la puerta, fuera o no con fines delictivos. Los visitantes, gente conocida o desconocida, lo miraban con admiración, recelo o aprensión, y a él le daba lo mismo. Inmutable, cuando no casi dormitando bajo una mesa o en la terraza, los observaba con una mirada tierna que desdecía el vigor de su mandíbula.

Un día por la mañana se encontraba el perro realizando sus cansinos periplos hogareños, cuando mi hermana, como tantas veces, lo perdió de vista. A los pocos segundos se oyó un grito aterrador en medio de unos ladridos poco habituales. Concha salió a la ventana y encontró a su famoso vecino apoyado contra un muro, blanco como el papel, mientras un transfigurado Ursus lo acorralaba enseñando los mismos dientes que había usado para desgarrar su pantalón.

Mi hermana estuvo mucho tiempo preguntándose a qué había podido deberse aquel brusco cambio de comportamiento de un animal tan noble. Lo cierto es que no andaba descaminado su instinto cuando percibió algo ininteligible para la mayoría de los humanos. Aquel desagradable personaje que despertara tantas sospechas en el vecindario, y tanta adrenalina en el torrente sanguíneo de Ursus, hoy en día está en la cárcel, convicto por haber asesinado y descuartizado a una mujer extranjera, y su pobre pareja, psíquicamente destrozada y físicamente inútil, convalece en un hospital de crónicos. Mi hermana sigue diciendo que nunca compró un pantalón más a gusto en su vida.

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