“Con la muerte de Luis algo se rompió dentro de mí y no puedo llorar”
Tiene miedo a volver a releer ‘El Principito’ y no llorar, porque siempre que ha cogido en sus manos esta famosa obra de Saint-Exupéry, que han sido muchísimas veces, le ha resultado imposible reprimir el llanto. “Si ahora lo leo y no lloro, me sentiría muy mal, pero es que con la muerte de Luis algo se rompió dentro de mí”. Luis es Luis Cobiella, un hombre excepcional con el Concha Capote tuvo el privilegio de compartir 52 años de su vida y que el 24 de junio de 2013 se fue físicamente dejándole un enorme vacío que no logra llenar. “Tengo ganas de llorar, de gritar, de poder soltarme, pero estoy como cerrada a las lágrimas, y eso me está haciendo daño; me vendría muy bien poder llorar, llorar, llorar…”, ha confesado a LA PALMA AHORA en la terraza en la que todas las mañanas desayunaban juntos, con el Atlántico al fondo y el sol despuntando en el horizonte, pero en la que Concha ya no come porque, sin su compañero, aquel luminoso espacio le produce inquietud. “En la terraza solo estoy cuando viene mi familia o mis amigos, y siento que Luis, de alguna manera, también está presente, pero sola, nunca; es muy fuerte para mí”, asegura.
Solo ha podido llorar en dos ocasiones. “Cuando Luis estaba de cuerpo presente y llegó César, con el que tenía una gran relación por la música; al abrazarlo, como la música era tan importante para él -tanto, tanto, tanto- pude desahogarme un poquito, pero no lo que yo quisiera, necesito mucho más; también lloré, cuando escuché su música, en el homenaje que le rindieron en la iglesia de Las Nieves”.
Luis Cobiella, un humanista licenciado en Ciencias Químicas, compositor, primer Diputado del Común, Premio Canarias de Bellas Artes e Interpretación, Hijo Predilecto de Santa Cruz de La Palma, que ha dejado a los canarios una sobresaliente producción artística, era, sobre todo, un hombre bueno y tolerante que adoraba a Concha Capote y que vivió enamorado de ella hasta el último instante de su vida. Siempre la complacía y no entendía la vida sin ella. “Luis me llenó en todos los sentidos, me dio libertad, y eso lo quiero destacar, porque yo venía de una familia tradicional, maravillosa, a la que le agradezco muchísimas cosas, porque mis padres eran muy generosos y solidarios, y mi hermano también lo es, pero Luis me dio libertad total, nunca tuve que preguntarle si podía hacer esto o aquello, iba a la playa, trabajé, hacía lo que quería, y él siempre me apoyaba en todo”, recuerda. “Fue un privilegio y un lujo compartir mi existencia con él; dio gracias a Dios, a la vida y, sobre todo, a Luis, por haber tenido esa suerte”.
Cuando se conocieron, Concha tenía 18 años y Luis 35, y no hubo una declaración de amor expresa porque “nunca fuimos convencionales en nada”. “A él le gustaba yo, y a mi padre le encantaba la música; Luis hacía tertulias musicales en su casa y quería que yo fuera, pero a mí lo que me gustaban eran los futbolistas, los luchadores…”, reconoce Concha, que en su juventud participó en actividades de Acción Católica junto con Luis. “Un día Luis organizó un cursillo en el que dijo cosas tan bonitas, que me llegaron tan hondo, que me enamoré de él; después me llevaba a su casa a escribir cosas a máquina y, estoy convencida que después que yo me iba las rompía y las escribía bien, porque él era un perfeccionista y yo un desastre total”.
Se casaron el 1 de enero de 1960 y fijaron su residencia en La Dehesa, en una casa donde “iba a parar todo el mundo, siempre estaba llena de gente”. “Allí venían los hippies, que incluso se quedaban a dormir, y también hacíamos reuniones en la época del franquismo; en una ocasión, el padre de una chica llamó para decirnos que nos disolviéramos porque había oído decir que la Guardia Civil estaba por allí”, rememora Concha, y añade: “Muchos años después yo le decía a Luis: ‘¿Cómo me aguantaste, cuando a ti lo que te gusta es la soledad, la tranquilidad?’ Nunca jamás me dijo ‘Concha, ya está bien’. Tuvo conmigo una tolerancia total”. Las discrepancias en esta singular pareja eran pocas. “En política, a veces, no estábamos totalmente de acuerdo, porque yo era más radical”.
De Luis Cobiella, por encima de todo, Concha destaca “su bondad” y también “el ser un maestro, porque enseñaba mejor que nadie, y de forma poética; a mí me explicaba la atracción de los átomos poniéndome como ejemplo el amor”. “En él siempre existió un deseo de comunicación; hace poco leí su libro ‘Comunicación vivida’ y me sigue sorprendiendo lo didácticas que eran esas clases, atípicas, nada convencionales; siempre decía que él quería hablar con los alumnos que no sabían, no con los que sabían”.
Luis era un sabio, un ser superior, pero, paradójicamente, a pesar de vivir en un mundo intelectual indescifrable para la inmensa mayoría de los mortales, también era un hombre terrenal, de andar por casa, por esa necesidad de comunicar. “Yo vivía a tope con Luis, él me leía lo que escribía, me sentaba a oír lo que componía, y, aunque no alcanzaba su nivel, disfrutaba con su obra; de todos modos, él intentaba hacer todo sencillo y comunicarlo”, subraya.
Con 50 años, Luis sufrió varias anginas de pecho y a partir de ese momento Concha ya siempre vivió pendiente de él. “Me preocupaba de que no se disgustara, de que lo pasara bien, de que todo fuera agradable”. En los últimos meses de su vida, cuando se deterioró notablemente su salud, su entrega fue total. “Lo que quería era estar a su lado siempre, cogerle la mano, sentarme en su cama, donde yo comía en una bandeja porque él ya no podía ir a la terraza”.
Y cuando llegó la muerte, todo cambió. “Estoy vacía, y él no quería que viviera en ese vacío; pero es extraño, porque al mismo tiempo lo tengo al lado, sé que está conmigo, hablo con él, le digo cosas; su amor por mí fue hasta el último instante; me dijo que sonriera, que no perdiera nunca la sonrisa, y eso sí que me está costando, pero lo intento”. “La vida está vacía de él, pero tengo a mis hijas, a mis nietos, amigos buenísimos, amigas de Amnistía, amigas de antes, gente que me quiere, y lo noto, y gente que me quiere por Luis, pero no me compensan su pérdida, aunque sí me ayudan a vivir”. “Yo necesito su presencia física, porque algo se rompió dentro de mí con su marcha”. Sí, la ausencia de Luis está en el rostro de Concha. Es una huella indeleble.