Natalia G. Vargas / Iván Alejandro Hernández / Andrea Domínguez Torres / Jennifer Jiménez / Iván Suárez / Alicia Justo

30 de diciembre de 2020 22:14 h

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Los planes de futuro se vienen abajo cuando las personas que emprenden la ruta canaria sitúan al Archipiélago en el mapa. Verse dentro de pequeños territorios rodeados de agua a más de 1.000 kilómetros de la Europa continental ha empujado a miles de personas a la decepción, agravada por el bloqueo y la crisis en la acogida que ha atravesado Canarias este año. Las Islas no han sido solo protagonistas por el aumento en la llegada de migrantes desde África. También lo han sido por hacinar a 2.600 personas en un muelle precario, por dejar a cientos durmiendo en el suelo sucio de un almacén portuario y por ser la puerta más mortal hacia el continente. En agosto de 2019 llegaron las primeras advertencias de que la ruta canaria se había reactivado. Estas alertas no se escucharon en Madrid, que llegó un año más tarde a dar respuestas. La solución: siete campamentos de emergencia, deportaciones y bloqueo. 23.000 historias y 1.800 muertes después, hablan quienes han vivido desde dentro la crisis migratoria de 2020 en las Islas. 

Huir de un matrimonio forzado y perder a una hija en el mar

No puede dar su nombre. Desde que huyó de Costa de Marfil con su bebé en brazos, para escapar de un matrimonio forzado con un hombre mucho mayor que ella, las amenazas se han sucedido en el tiempo. En 2019 emprendió el camino hacia Canarias, pasando por Marruecos. Allí continuó el infierno. Le habían dicho que iría a Europa en un barco grande, con comida y agua. Llegó la noche y con el sol se esfumaron las falsas promesas. También llegó la tragedia. Delante de sus ojos, una pequeña embarcación en la que ella y su hija tendrían que pasar un número incierto de días. Intentó echarse atrás, pero le golpearon la espalda y la obligaron a subir. “Había muchos hombres con cuchillos largos. Estábamos alejados de la ciudad. Tenía mucho miedo”. Después de varios días en una misma embarcación con muchos hombres que describe como “problemáticos”, respiró con alivio al ver a lo lejos tierra firme. La tranquilidad duró una milésima de segundo, cuando se dio cuenta de que la bebé que llevaba a su espalda atada con un pañuelo ya no estaba. Había caído al mar.

Ella sabe que su pasado no puede cambiarse, pero pese a todo muestra optimismo. Ahora ha encontrado un trabajo y ha encontrado en Canarias a muchas personas buenas que la ayudan. En Costa de Marfil su vida, como la de otras mujeres, se reducía a casarse y tener hijos. La marfileña explica que en su país, para conseguir un trabajo te exigen que te acuestes con los empresarios y “no tienes ningún derecho”. “Si lo cuentas, estás perdida”.

Cuando el paciente es un niño que normaliza la muerte

“¿No te daba miedo?”, preguntó Martín Castillo. “Sí, pero tuvimos suerte. En esta no murió nadie”, respondió Moussa*, un niño de 12 años que había interiorizado que en las duras y largas travesías en cayuco desde el África subsahariana hasta Canarias la supervivencia es una cuestión de azar, que la pérdida de vidas en alta mar no solo es posible, sino también habitual, un riesgo que se asume porque la alternativa es un futuro sin expectativas. Al pediatra le impactó la naturalidad con la que un niño hablaba de la muerte, de la experiencia límite que le había tocado vivir a tan corta edad simplemente por su lugar de nacimiento, pero también su plasticidad, su capacidad de adaptación a las circunstancias, incluso su alegría. 

Desde 2004 y hasta el pasado mes de marzo, Castillo había ejercido de forma ininterrumpida en la zona básica de salud de Vecindario, localidad grancanaria en la que conviven más de cien nacionalidades. En los primeros compases de la pandemia de COVID-19 fue 'reclutado' por la gerencia de Atención Primaria para formar parte del equipo de intervención domiciliaria debido a su especialidad en infectología pediátrica. Por sus manos han pasado en estos meses cerca de 2.300 menores migrantes a los que evaluaban y hacían la PCR a su llegada a la isla, con la ayuda de los intérpretes de las ONG y ciertas dificultades con aquellos que solo hablaban bambara o soninké.

“Cuando llegan están cansados, no se pueden mover. Se les intenta hidratar, nutrir, pero cuando están tantos días sin comer y sin beber tienes que darles raciones pequeñas, porque si no, no lo toleran”, explica el pediatra. Los días de travesía son un factor determinante. Los menores que salen de Senegal o, en algunos casos, de Costa de Marfil o de Guinea Conakry, llegan, por lo general, en peores condiciones por la mayor duración del trayecto. Junto a la deshidratación y el cansancio, la afección más común entre los menores son las úlceras que sufren como consecuencia de permanecer tanto tiempo en la misma posición en la embarcación. “La inmensa mayoría no sabe nadar, van aterrados, agarrados al asiento”, relata Castillo. En el caso de los menores magrebíes, la expectativa de un viaje más corto hace que se preparen menos y sufran con mayor virulencia los embates del mar cuando la embarcación se desvía de la ruta o el GPS se rompe y la travesía se complica y se prolonga. 

De estos intensos meses recuerda infinidad de historias que le han marcado. Entre ellas, la de Prince*, nigeriano de 14 años que estuvo dos semanas escondido en el timón de un mercante. Cuando llegó, “no se tenía en pie”. También la de Amin*, un joven marroquí de 17 años que sobrevivió 15 días en alta mar, desde el cuarto o el quinto sin comida, y vio morir a 16 compañeros de viaje de hambre y sed. O la de Sally*, “un caso flagrante”, ya que a sus 15 años permaneció una semana sola en el Muelle de Arguineguín en un momento en el que se hacinaban en el denominado campamento de la vergüenza cerca de 2.000 personas.  

*Nombres ficticios

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El niño que baila y sueña dentro de una biblioteca

La silueta del pequeño Modou (nombre ficticio) atraviesa danzando las calles de Puerto Rico, al sur de Gran Canaria. Sus brazos y sus piernas bailan al ritmo de Dieu Merci, una canción del rapero francés Dadju que suena a todo volumen en sus auriculares. “Haz las maletas. Vamos a salir de la calle. Vamos a obtener un beneficio que invertiremos en África”, dicen sus versos. Mueve la cabeza de un lado a otro sin escuchar a nadie y a su paso deja una estela que da un poco de luz a las 6.000 personas migrantes albergadas en los hoteles que bordean la zona. 

Modou tiene 16 años y vivía en el pueblo pesquero de Mbour, que se ha convertido en 2020 en uno de los puntos de salida de los cayucos que parten desde Senegal hacia Canarias. Las aguas de Mbour engulleron los sueños de al menos 140 personas, que murieron en el naufragio de una embarcación con destino al Archipiélago. A Modou no le da miedo la muerte. “Prefiero morir que volver a Senegal en este momento. Cuando tenga trabajo y una vida mejor, volveré”, cuenta. Su herramienta para conseguirlo será el fútbol y, para él, España es el mejor país para ser un deportista de éxito. La idea de viajar a Europa invadió su mente cuando era aún más niño, cuando escuchaba en la playa las historias de sus amigos mayores que se preparaban para partir. Pero el 18 de noviembre algo le dijo que era el momento de lanzarse al mar. 

Salió de la escuela a las seis de la tarde. A Modou le gusta estudiar y, sobre todo, aprender francés. Pasó por su casa a toda prisa para coger la ropa del entrenamiento de fútbol. La metió en su mochila y se dirigió hacia la playa de Mbour, a pocos metros de su hogar. Mientras se ponía los calcetines, algo en la costa capturó toda su atención. Un grupo de jóvenes se preparaba para zarpar a bordo de un cayuco de colores. El sueño de toda una vida se plantó frente a sus ojos, y debía tomar una decisión. “Es el momento”, pensó.

Antes, tenía que despedirse de su madre y de sus dos hermanas pequeñas. En casa, su madre, que trabaja limpiando pescado, preparaba la cena:

-Mamá, me voy a España. 

-¡¿Qué?! 

Ella paró de cocinar y comenzó a llorar. Él le aseguró que estaría bien. “Confío en ti y por ti rezaré”, le prometió un poco más tranquila. Modou echó a correr y alcanzó el cayuco. El viaje fue improvisado, por lo que no había pagado, pero nadie le puso impedimento. “Me dejaron subir y allí pasé días y noches con poca agua y poca comida. Los más mayores compartían conmigo lo que tenían”. Ahora vive en Canarias y se aloja en uno de los recursos del Gobierno regional. Su lugar favorito del centro es la biblioteca, donde pasa horas entre libros. Por la mañana y por la tarde sale a correr a la playa. Por la noche, cuando el mundo duerme, la música le recuerda de dónde viene y a dónde volverá.  

Fotografiar las heridas a un kilómetro de distancia

A Quique Curbelo, fotoperiodista de la agencia EFE, le temblaban las piernas antes de hacer la foto que ha dado la vuelta al mundo. El retrato de esta crisis migratoria: miles de personas hacinadas en el muelle de Arguineguín y dos embarcaciones entrando al puerto. Para tomar esa imagen, tuvo que pedir prestada una lente a un colega y “buscarse la vida”, ya que en las puertas del campamento los obstáculos eran diarios. Un día un furgón policial. Otro, una valla a un kilómetro de distancia. Sus compañeros Elvira Urquijo y Ángel Medina se han encontrado con las mismas dificultades. A pesar de ello, entre los tres, han encontrado la manera de contar muchas de las historias que han marcado 2020.

Urquijo recuerda sus primeras fotos en el CATE de Barranco Seco. Era de noche y, al bajar de la guagua, los migrantes se sentaron en el suelo bordeados con vallas. “Parecía Guantánamo”. Tampoco podrá borrar de su memoria todas las veces que ha fotografiado la llegada de cadáveres. “Cuando los bajan hay un silencio sepulcral que impacta mucho”. Medina se queda con dos momentos. El primero, la llegada de fallecidos en una patera a Arguineguín. “Ahí no estábamos tan lejos. Veías las personas en camilla delante de ti, sus caras, cómo te miraban, cómo sujetaban a los sanitarios”. El segundo, la llegada de Mace, la niña que viajó sola.

Para Ángel Medina las trabas a su trabajo son intencionadas. “Te hablan de dignidad y del protocolo COVID. Luego cuando viene un ministro entran todos en manada a hacerse la foto. Cuando vino el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, se me caía la cara de vergüenza. Ese día nos pusieron más cerca de la valla, y él ni miraba para el lado donde estaban los inmigrantes”. Quique Curbelo insiste en que lo único que quieren es hacer su trabajo y contar bien las cosas. “Hay días que volvemos a casa frustrados”. Todos ellos han vivido un antes y un después. “Mi padre fotografió el accidente de Los Rodeos desde la pista. Yo entré a un barco donde viajaron polizones desde África a Canarias. Luego no supe más de ellos. Todo eso ahora es impensable”, concluye Urquijo.

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La lucha contra la vulneración de derechos y la dura ley de Extranjería

Las personas migrantes no pueden estar retenidas más de 72 horas. Sin embargo, se trata de un máximo legal de privación de libertad que se ha vulnerado en esta crisis migratoria en Canarias. Farhana Mahamud es vicepresidenta de la Asociación de Mujeres Africanas en Canarias (AMAC) y abogada especializada en Extranjería. Explica que personas migrantes a las que ha asesorado en estos meses en Gran Canaria no disponían de esa información ni conocían otros de sus derechos fundamentales. “Existe mucha confusión, piensan que si se marchan pasados tres días podrán tener problemas después para quedarse en el país”. También desconocen otros derechos como quiénes pueden pedir asilo. Es el caso de las personas llegadas de Malí, país en guerra. Pero no es el único motivo por el que puede solicitarse esta protección. Uno de sus representados, recuerda, solicitó el asilo porque sufría una amenaza por parte de un familiar.

¿Se han vulnerado otros derechos en esta crisis migratoria? La abogada tiene claro que la separación de madres de los menores nada más llegar a las Islas por el protocolo seguido por la Fiscalía fue un claro ejemplo de ello, a pesar de que se haya solucionado. La posibilidad de que puedan ser devueltos a sus países de origen tras un largo y arriesgado viaje es el mayor temor al que se enfrentan las personas migrantes. Viven con el miedo de decir o hacer algo por lo que sean devueltos. “Cuando les preguntan:¿pagaste por tu asiento en la patera? tienen miedo de contestar, porque no saben si les beneficia decir que sí o que no”. 

Farhana Mahamud condena que la policía haya vinculado inmigración con delincuencia al afirmar en sus solicitudes de internamiento en los CIE que “los inmigrantes que quedan en libertad y no disponen de recursos acaban delinquiendo para subsistir”. A su juicio, se está generando una “alarma errónea” ya que la persona que tiene el problema es la que emigra, porque ha dejado atrás su vida y las condiciones con las que se encuentra son muy difíciles a su llegada.  La abogada defiende que habría que actualizar las leyes de extranjería, de manera que se adapten a la situación real. 

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“Ya es momento de salir de Canarias”

Fate pasea cada tarde por uno de los centros comerciales de Puerto Rico junto a su amigo y compañero de habitación. De padre senegalés y madre maliense, este joven se percata de las duras miradas que le arrojan algunas personas locales con las que se cruza en su paseo diario. “Ya es momento de salir de Canarias. Aquí no son amables, lo veo en sus ojos. Hablan de nosotros cuando nos cruzamos con ellos. Y aunque no entiendo qué dicen exactamente, sé que es algo malo”, se lamenta este joven pescador de Dakar de 18 años. Las duras condiciones de vida en Senegal, donde su padre, un hombre dedicado a la pesca al que la edad ya no le permite salir a faenar cada día, y los trabajos esporádicos de su madre como empleada del hogar, animaron al joven Fate, de ojos limpios y voz tímida, a emprender el viaje a Canarias desde Gambia, de donde asegura haber partido con otras 60 personas.

Para sufragar los gastos tuvo que incluso vender su teléfono móvil. Por eso, en Gran Canaria pasa los días sin esta herramienta que lo mantendría comunicado con su familia. Pero gracias a su amigo y compañero, habla con sus padres y su hermana de vez en cuando. Como los otros jóvenes que se adentraron en esta aventura migratoria, Fate ha venido para “buscar trabajo y ayudar a la familia”. Se le ilumina la cara cuando habla de su “hermanita”, quien está ya cursando bachiller y a quien pretende apoyar para que continúe sus estudios. “Sabes que en África la situación de la mujer es difícil y yo quiero que ella estudie”, confiesa.

Amine también pasea por Puerto Rico. A través de un traductor online, pregunta con desesperación cuánto cuesta un taxi hacia el aeropuerto. En el bolsillo de su chaqueta guarda su pasaporte en vigor y un billete de avión rumbo a Granada. Ese mismo vuelo desató los bulos de la derecha, que aseguraba que el Ministerio del Interior estaba impulsando derivaciones a la Península en secreto. Amine, pese a tener su documentación en regla, no superó el control policial. “Yo tengo pasaporte ¿Por qué no me han dejado subir?”, se preguntaba. Su intención de reencontrarse con su tía, que vive en Huelva desde hace 20 años, se truncó.

Como también la COVID-19 desplomó los ingresos de su familia. Amine tiene 23 años y partió de Marruecos hace dos meses. Allí su familia dependía directamente del turismo. Su padre trabajaba en un hotel, pero Amine se ríe ante la pregunta de si era el propietario. “Si fuera el dueño, yo no estaría aquí”. Cuando la propagación de la COVID-19 alcanzó Marruecos, el complejo hotelero cerró durante seis meses y él, que hacía pequeños trabajos en la calle, también vio agravada su pobreza.

Canarias no es racista

Marcial pasea tranquilo junto a su hija por el charco de San Ginés, en Lanzarote. A través de sus ojos percibe un mundo sin fronteras, donde la tierra sea una sola y no haya muertes en el mar. Ella lo mira con admiración. Natural de Órzola, un pequeño pueblo del norte de la Isla, se convirtió en un héroe la noche que le salvó la vida a 28 personas de una patera que volcó en el mar que le vio crecer. Es feliz por haber rescatado los sueños de decenas de migrantes, pero en su recuerdo permanecen los ocho que murieron en el intento. “Yo los vi. Eran chavales”. Marcial estaba en el muelle, observando el desembarco de una patera rescatada en La Graciosa. De pronto, vio bengalas a lo lejos y escuchó los gritos de gente en apuros. Él y otros vecinos no lo dudaron y se lanzaron en su búsqueda iluminados por las luces de los móviles y confiando en su conocimiento del lugar.

Su reacción contrasta con los brotes de xenofobia que han surgido este año en algunas Islas. Lanzarote tampoco se salva. “Algunos me decían que por qué no los dejaba ahí ahogándose”, recuerda. También le preguntaron si no sintió miedo de contagiarse de la COVID-19. “Solo pensaba en salvarlos ”. Marcial describe las miradas de los jóvenes supervivientes con los que pudo comunicarse, entremezclando el inglés, el francés o el alemán. Ellos pensaban en sus familias, y estuvieron en shock al darse cuenta de que muchos de los hombres con los que viajaron al menos cuatro días en la patera habían muerto.

No es la primera tragedia con la que se ha encontrado Marcial. Estuvo presente en la muerte de doce migrantes en Los Ancones y de otros 20 en Los Cocoteros. Si le preguntan si volvería a participar en un rescate su respuesta es clara: “Seguro que sí”.

Identificar, escuchar y cuidar a mujeres víctimas de trata

Cuando una persona llega a las costas canarias lo primero que encuentra son personas, no administraciones ni instituciones. Así lo afirma S. S., una joven trabajadora social que se dedica a la atención de personas migrantes. “Son personas las que ayudan a salir de una embarcación en la que han pasado días, quienes ofrecen un poco de calor o comida. La administración viene después y puede ayudar o no”, defiende. La tinerfeña trabaja en un centro de Santa Cruz de Tenerife y en los últimos meses ha percibido un aumento en el volumen de usuarios. También ha notado cambios de perfil. Antes había más mujeres, ahora la mayoría son hombres. Las primeras personas a las que atendió S. eran de Costa de Marfil. Ahora predominan las personas de Gambia o Senegal.

La labor de una trabajadora social con las mujeres migrantes es mucho más “intensa y global” que con los hombres. Entre los propósitos de su labor figura la identificación de posibles víctimas de trata.  Esto “no significa que a los hombres no se les haga un trabajo intenso”, pero el trabajo con las mujeres más profundo porque son más perseguidas. La mutilación genital o el matrimonio forzado hacen que el trabajo sea más continuado con ellas. S. S. apostilla que “la empatía entre mujeres es más sencilla”, por lo que es más fácil para ella realizar su trabajo. Sin embargo, no es cosa de un día. Más bien es un proceso de “consulta tras consulta”, para conocer qué realidad hay detrás de cada persona.

También trabaja con niños y niñas. “Son vida. Cuando ves que te sonríen después de haber pasado por tanto, te alegran la vida”. S. los describe como ciudadanos constantes que quieren luchar por conocer la cultura de España, por aprender su idioma. Para definir este año S. utiliza dos palabras: “superación y admiración”. “Me han puesto su vida en mis oídos, sobre la mesa, sobre mis ojos, sin conocerme de nada”. Después de sobrevivir a travesías de días enteros en el mar, S. afirma que al llegar a España “han pasado lo más doloroso, pero no lo más difícil”. Por eso, siempre se despide así de ellos: “Feliz vida”.

El reto de atender y acoger a 23.000 personas

El último viaje que realizó desde Madrid José Sánchez Espinosa antes del primer estado de alarma fue a Canarias y el primero, una vez se levantaron las restricciones, también. El subdirector para Migraciones de Cruz Roja, englobado en el departamento de Inclusión Social, recuerda que la preocupación de la ONG por el incremento de las llegadas por la ruta canaria creció desde septiembre de 2019. “Sabíamos que había reabierto y que íbamos a tener un 2020 de bastantes llegadas, aunque quizá no esperábamos este aumento”.

Gracias a los voluntarios con los que cuenta Cruz Roja en las Islas, la ONG fue capaz “de dar una respuesta inmediata”, recuerda Espinosa, a la par que se reforzaban y daba formación a equipos y otros se incorporaban desde otras provincias. “Un incremento tan repentino de volumen siempre supone un reto de respuesta ante una situación de emergencia”, explica. Con 21 años en Cruz Roja a su espalda, ya contaba con la experiencia en la gestión de la coordinación de 2018, cuando la principal vía de entrada eran el Estrecho y el Mar de Alborán; pero reconoce que la situación en las Islas ha tenido un factor inédito: “La pandemia le añade un componente más complejo”.

Los equipos de primera acogida, cuando prestan una atención básica a las personas una vez llegan a tierra -dando ropa o alimentación-, sufrieron en primera persona las consecuencias de la falta de plazas y del aumento constante de las llegadas, sobre todo, en el muelle de Arguineguín. Un servicio que debía prestarse durante “unas horas” se compaginó con otra función de la ONG: la atención humanitaria, que incluye asesoramiento legal o atención psicológica. Y todo en un espacio de 3.800 metros cuadrados en el que llegaron a hacinarse más de 2.600 personas. 

Espinosa aclara que nunca fue un campamento de Cruz Roja: “Era un dispositivo policial donde prestábamos la atención humanitaria”, con doce carpas habilitadas. Se establecían turnos para que el personal estuviera de forma permanente en el puerto, incluso en horario nocturno y, en algunas ocasiones se hacían jornadas bastante más largas, de “días completos”. Ofrecer una cobertura básica fue posible “gracias al refuerzo del personal”, pero, sobre todo, al “trabajo desinteresado de los voluntarios”, relata. El esfuerzo realizado contrasta con las manifestaciones xenófobas acaecidas en los alrededores de los espacios en los que Cruz Roja presta el servicio de acogida “con la mayor dignidad posible”. La ONG llegó incluso a recomendar a los inmigrantes que no salieran a la calle. Espinosa mantiene la calma y entiende como “inevitable” que existan diferentes puntos de vista sobre un asunto complejo. Y destaca “la otra cara de la moneda”. “Hay algunas cosas que hacen mucho ruido y otras más discretas de personas que muestran la solidaridad”.

Trabajar con menores tras cruzar el océano con 17 años

Kane Coulibaly llegó a Fuerteventura en diciembre de 2002. Tenía 17 años y fue uno de los primeros menores subsaharianos en pisar las Islas después de atravesar el Atlántico. Con el objetivo de ayudar a su familia, dedicada a la agricultura y al comercio, partió de Malí rumbo al Sáhara Occidental con el dinero que le había dado su tío. Allí, sin conocer a nadie, salió en patera hacia las Islas. “Fue una ruta muy peligrosa, yo era menor y no lo pensé mucho. Ahora sí me doy cuenta, fue un suicidio”. Hoy, con 34 años, lleva dedicado más de una década a atender a menores no acompañados en el Archipiélago.

Su primera estancia en la isla majorera fue en un centro de adultos, hasta que comprobaron que tenía menos de 18 años y fue trasladado a un centro de menores gestionado por la Asociación Solidaria Mundo Nuevo. Saber francés y algo de inglés le permitió aprender “algo más rápido” el español y realizar varios cursos “de camarero” o “electricista”. “Yo no perdí el tiempo porque sabía por qué estaba allí”, señala. Su actitud hizo que Juan José Domínguez, presidente de la asociación, se fijara en él. 

Cuando cumplió la mayoría de edad, Coulibaly abandonó el centro y “gracias a Juanjo” pudo acceder a un centro de mayores en Las Palmas de Gran Canaria. “Vio que yo quería buscarme la vida y trabajar y me prometió que me ayudaría a hacer todo lo posible para que yo tuviera documentos y permisos de trabajo”. Dos años después, empezó en Mundo Nuevo. Desde entonces, hace labores de traducción y da clases de español en los centros de Tejeda, Ayagaures o Tafira, entre otras labores. “Yo no puedo conseguir los papeles de nadie, pero si me necesitan para cualquier cosa, estoy para ellos”.

“Vienen por necesidad, no por gusto, ni para joder a nadie, ni para salir de fiesta. Una vez tienes el deseo de venir en la cabeza, solo la muerte te lo puede quitar”, explica. Su ajetreada agenda se divide entre su trabajo con los chicos y el deporte. “Estoy todo el día ocupado, no tengo tiempo para llenarme la cabeza con tonterías porque tengo una meta”. Nunca ha dejado de tener en mente a su familia, a la que visita a menudo en Malí. Su pareja y su hijo están en África, a los que espera traer cuando se acabe la pandemia. Aunque echa de menos su tierra, Coulibaly no se quiere mover de Canarias: “Vivo en Las Palmas de Gran Canaria, es una ciudad maravillosa con gente estupenda. Tiene que pasar algo grande para que yo me quiera ir de aquí”.

De la historia de Mace al cayuco localizado al borde de una muerte segura

Esa tarde el muelle de Arguineguín era más cálido. No había doce carpas, ni miles de personas hacinadas. Tampoco furgones policiales obstaculizando la visión de periodistas y fotógrafos. El 18 de diciembre de 2019 Salvamento Marítimo desembarcó a 63 personas que llevaban al menos cinco días en el mar. Entre ellas, un número inusual de niños que no superaban los dos años. En ese entonces, el periodista José María Rodríguez todavía podía observar de cerca los entresijos de la primera atención que ofrece Cruz Roja a los inmigrantes que alcanzan el sur de Gran Canaria. Después de observar el protocolo de siempre, su mirada se desvió hacia una niña pequeña que salió de la carpa de la ONG en brazos de un agente de la Policía Local. Llevaba un cuento entre sus manos. Era un pequeño libro de los PJ Max, los mismos dibujos que ven las hijas del periodista y también delegado de Efe en Canarias. En ese momento un pensamiento atravesó su mente: “Debo contar esto de otra manera”. “Pensé que podrían ser mis hijas. Es nuestra obligación explicarle a la gente que a bordo de las pateras vienen personas con historias, familias, luces y sombras”, cuenta.

Eso hizo. El 30 de marzo entró de lleno en la vida de Mace. Y Mace en la suya. Todavía se emociona cuando habla de ella y recuerda con nitidez la llamada en la que la descubrió. El fotoperiodista Ángel Medina estaba en el muelle reportando el desembarco y llamó a José María. “¡No te puedes creer lo que ha sido la patera de hoy! Han llegado al muelle todos cantando. Contentos de llegar a tierra. Hablaban por teléfono con sus seres queridos y gritaban ”¡Las Palmas!“. Al periodista se le dibuja una sonrisa en la mirada cuando recuerda la conversación, y describe la sorpresa con la que recibió la noticia:

-También ha llegado una niña sola.

-¿Pero cómo que viene sola? Vendrá con una tía, un hermano…

-No, no. Dice Cruz Roja que nunca han visto una cosa igual.

Rodríguez colgó. Minutos después la ONG le explicó que la madre de Mace había muerto y no se sabía muy bien dónde estaba su padre. Ella sola, con siete años, se subió a la patera. Ahora la pequeña vive con una familia canaria, maneja bien el español y ha descubierto un nuevo mundo en el colegio. El delegado de Efe en Canarias recuerda este caso como “su historia positiva del año”. Pero en unos meses en los que más de 1.800 personas han desaparecido en la ruta es inevitable informar también sobre tragedias. La suya fue un cayuco localizado a 800 kilómetros al oeste de El Hierro. “La nada más absoluta, una muerte segura”. “Me impliqué mucho en ese cayuco. La historia fue terrible”. Tres ocupantes murieron de sed y hambre y hasta cinco saltaron al agua por la desesperación. El periodista no es de “recrearse en el dolor”, pero insiste en contar los riesgos de la travesía porque se dicen “muchas frivolidades”. “Dicen que es una ruta regular, que hay barcos nodriza que los aproximan a la costa. ¿Que les acercan? ¿Por eso estaban a 800 kilómetros del hierro, a la deriva, sin agua ni comida?”, cuestiona.

Su lucha por informar con rigor se contrapone a la “falta de comunicación” por parte de las administraciones competentes. “¿De qué han informado? La comunicación de los ministerios ha sido mínima. Del cierre de Arguineguín nos enteramos a las diez de la noche porque los compañeros que estaban allí lo retransmitieron”, ejemplifica. Para José María, la primera mitad del año la ruta canaria fue contada solo gracias a Cruz Roja y a Salvamento Marítimo. “Ha sido un relato de barcos que llegan y voluntarios que acogen”. La crisis migratoria de 2020 ha hecho que se implique más en sus informaciones. Del pasado, solo se arrepiente de una cosa. “Caí en la trampa de quienes siembran el odio y criticaban que los inmigrantes estuvieran en hoteles. En mis informaciones añadí la coletilla de que no se les dejaba acceder a piscinas ni zonas comunes. Como si fuera vergonzoso. Como si tuviéramos que mantenerlos con una incomodidad razonable”.

Mame Cheikh y su recuerdo eterno de las siete personas enterradas sin nombre

Del aciago 2020 Mame Cheikh nunca olvidará la sepultura en un cementerio de Agüimes de siete de las 15 personas fallecidas en agosto en su intento de llegar a las costas canarias y de quienes sus cuerpos fueron encontrados en una embarcación a la deriva. “No sabíamos ni quiénes eran sus familias, ni cómo se llamaban, no sabemos si eran musulmanes o no, ni de dónde eran  y tuvimos que enterrarlos”, recuerda con tristeza.

A Cheikh (Louga, Senegal, 1988) es fácil encontrarlo en las distintas acciones vinculadas al movimiento migrante en Canarias, como fue la concentración antirracista de este año o durante las semanas duras del confinamiento repartiendo alimentos para las familias africanas afectadas por la pandemia. Es, además, el presidente de la Federación de Asociaciones Africanas de Canarias (FAAC). Su formación, experiencia e implicación con las personas migrantes le han dado una valiosa perspectiva a la hora de afrontar esta última crisis migratoria de Canarias, de la cual se pueden extraer posibles soluciones para el futuro. Sin embargo, el renacimiento de la ruta canaria también le ha proporcionado recuerdos amargos que serán difíciles de borrar.      

Como por ejemplo, las imágenes del muelle de Arguineguín, donde llegaron a dormir 2.600 personas en un espacio para 400, sin duchas y alimentándose con tres bocadillos diarios durante dos semanas. “Ya sabemos que a los chicos que llegaron ahí se les vulneraron los derechos humanos. Y ver la impotencia de los chicos, cómo te miraban, la inquietud que tenían, que no sabían qué hacer… Esas son imágenes que se han repetido en mi cabeza”, se lamenta.

El racismo que se ha experimentado en Gran Canarias le sorprende. Confiesa haber sentido a lo largo de este año una mezcla de impotencia y tristeza. “Yo llevo 13 años aquí y Canarias es un lugar acogedor, las personas entienden el fenómeno de la migración porque lo han vivido. Pero ahora con todo lo que está pasando ni reflexionan”. “Canarias debería aprender bastante porque creo que con el tema de la migración y de la pandemia, los canarios se han dado cuenta de que están muy lejos de España y muy cerca de África”, enfatiza. Cheikh insiste en que las políticas de integración deben contar con los saberes y experiencias de los africanos, pero también incluir a los nacionales “para conseguir un mundo mejor”.

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Los días eternos dentro de un barco de Salvamento

El 30 de noviembre, el delegado sindical de Confederación General de Trabajo, Manuel Capa, volvía a su casa exhausto después de un mes como marinero a bordo de la Guardamar Polimnia. “Fue una locura”, recordaba en un puerto al sur de Gran Canaria. En solo un fin de semana llegaron a las Islas más de 2.000 personas rescatadas por la entidad dependiente de Fomento o sus propios medios. “Salimos a las doce de la noche y llegamos a las ocho de la mañana a puerto con 200 personas a bordo, tras rescatar a varios grupos”. 

Este 29 de diciembre volvía a la Isla tras descansar con su familia, con “las pilas cargadas” y “contento” de que las reivindicaciones sindicales hayan sido atendidas. Esta vez, Capa y los otros siete tripulantes de la Polimnia estarán 14 días en lugar de un mes y Gran Canaria cuenta con cinco unidades (dos salvamares y tres guardamares), a diferencia del mes anterior, cuando eran tres embarcaciones. “Se reparte el trabajo un poco más” y “aunque haya una sobrecarga durante una semana o incluso dos, es llevadero” al estar menos tiempo embarcado. “Un mes acabas exhausto psicológicamente y físicamente”. En total, suman más de 30 tripulantes. “Estamos a expensas de ver como funciona el sistema”, dice Capa, quien en principio aprecia “una reducción en las llegadas” que achaca al mal tiempo, “aunque ha habido un despunte el último fin de semana”.

El marinero, que durante 2018 trabajó como liberado sindical en Algeciras cuando la mayor parte de las llegadas a España se producían a través de la ruta del Estrecho y el mar de Alborán, ha percibido una imagen “negativa” de Salvamento similar a la de aquel año. Capa rememora que en 2019 Vox presentó una proposición no de ley en el parlamento andaluz con la que decía que su presencia en el mar como “salvadores” puede poner “en grave riesgo la vida de los inmigrantes”. Se les acusaba incluso de “estar actuando como auténticos taxis por el Mediterráneo”. La Cámara rechazó la propuesta por unanimidad. Ahora, cree que se está produciendo algo similar en los alrededores del muelle de Puerto Rico, donde la Guardamar Polimnia atraca: “Algunos compañeros no quieren salir con la ropa puesta” para que no se les reconozca como trabajadores de Salvamento.  

Gráfico: Toni Ferrera

Los rostros que se tragó el mar

Al otro lado de las 23.000 personas que llegaron, están las más de 1.800 que murieron. Según el colectivo Caminando Fronteras, la ruta canaria ha visto morir a 1.871 migrantes, un 85% del total de víctimas que se han cobrado las fronteras españolas este año. Solo se ha recuperado un 5% de los cuerpos, por lo que 2.082 cadáveres han sido engullidos por el mar. El dolor de las familias se agrava ante la falta de puntos de información a los que acudir para saber si sus seres queridos están vivos o muertos. 

Gráfico: Toni Ferrera

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