Españoles: Soria ha muerto
He recibido esta mañana casi una decena de llamadas de teléfono felicitándome por la “muerte” política y civil de José Manuel Soria como si yo hubiera sido co-autor del garrote vil. Todavía perplejo por la reacción ciudadana, parecida a la que suscitó aquel “Españoles: Franco ha muerto” de Arias Navarro entre la sociedad antifranquista de la época, nada más lejos de la realidad. Yo soy más bien otra víctima de Soria, no su verdugo. Forzó a dos editores a despedirme de sendos medios de comunicación en los que trabajaba si querían seguir contando con sus generosos patrocinios publicitarios y a punto estuvo de borrarme del mapa del periodismo parlamentario tras más de dos décadas de ejercicio profesional en este país. Entenderán por ello mi lealtad y admiración a Carlos Sosa: solo él recogió mis restos apaleados que arribaron a las playas canarias, ahora y entonces. Las víctimas son solidarias por experiencia propia con quienes padecieron abusos deshonestos desde el poder.
Tiempo habrá de contarlo todo con la precisión de un cirujano pero retengan mientras en la memoria aquellas largas colas que circundaban la Plaza de Oriente y como España se tornó demócrata de la noche a la mañana en cuanto el dictador estiró la pata. Hoy aquellos nostálgicos de la vela y el incienso son extraparlamentarios y ahora todos somos modernos. Es ley de vida. Mentiría si dijera que no me alegro de la dimisión de Soria –como de cualquier otro dirigente que haya usado su cargo en beneficio propio– pero aún más si alguien atisbara animadversión alguna hacia el personaje o su partido. De hecho, una buena parte de mi familia los ha votado en estos últimos años –y no es menos verdad que otra tanta los ha combatido– pero sin perder nunca la cordialidad, deportividad y tolerancia de la que la sociedad civil hace gala muy por encima de la que aún no ha entrado en la clase política. Y por culpa de la cual aún no hay Gobierno ni lo habrá. Pero nunca hubo inquina ni visceralidad contra ese atropello, muy entendible en clave de poder. Una vez leído a Shakespeare y sus tragedias de corte, contrastadas con la experiencia que supone haber conocido a más de 5.000 políticos de primer nivel durante 20 años, nada de lo humano me es ajeno, que diría Terencio, comediante romano. Los árbitros que estamos convencidos de nuestro papel somos así. No nos dejamos influir ni por quienes nos detestan, no digamos por aquellos que dicen admirarnos.
De toda la torrentera de artículos, a cual más lúcido, sobre la dimisión de Soria y su renuncia pública a la política, me han impactado especialmente tres. Los firman tres directores de diarios con los que he trabajado y creo que arrojan algo más de luz sobre un político que vino alumbrado por la madre esperanza y concluyó sus días como siniestro hijo de las tinieblas y la mentira.
Jesús Cacho: “La agonía de un ministro”: “Y yo trato de calmarle, de animarle porque es mi amigo, y de analizar el problema con cierta frialdad, lo que ha salido en los medios, las explicaciones que ha dado, lo que se puede hacer, pero en un momento determinado le lanzo a la cara la pregunta del millón, porque sus amigos necesitamos también saber el terreno que pisamos, más que nada para no hacer el ridículo, de modo que le pregunto a cara de perro, pero vamos a ver, José Manuel, respóndeme a una cosa, que hace muchos años que nos conocemos y soy tu amigo: ¿tú has tenido alguna vez firma en alguna empresa offshore tuya o de tu familia?” -¡No!, respuesta contundente“.
Cuenta Mateo Alemán en su célebre “Guzmán de Alfarache” que “Quien quiere mentir, engaña, y el que quiere engañar, miente”. Es el admirable capítulo en el que Guzmán describe lo que aconteció con un capitán y un letrado en un banquete que hizo el embajador y en el que narra la terrible cosa y el mal que sufre quien supone que a pesar del tiempo y su desengaño, puede darse a entender lo contrario de la verdad. Y que tintas, emplastos y escabeches nos desmientan y hagan trampantojos. Supe que Soria mentía cuando investigué el origen y ubicación de su famoso chalet en Santa Brígida por encargo de la revista “Interviú” –la misma cuyo director luego me despediría por orden de su editor al lograr documentar tamaño desaguisado– y ahí comprobé que quien no había leído a Mateo Alemán había sido yo: no me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos. Y así me fue como me fue. Al igual que a Jesús Cacho, que tanto me enseñó en “El Confidencial” y que terminó igualmente traicionado por aquellos a quienes creía servir.
Francisco Suárez Álamo: “Lo hicimos entre todos”. “Soria se irá por la puerta trasera. Sin fiestas, sin homenajes y sin haber tocado esa gloria que él mismo creyó que tenía al alcance, cuando filtró en la segunda mitad de la legislatura que estaba a punto de ser nombrado vicepresidente económico porque Sáenz de Santamaría caía en desgracia, o más recientemente, cuando utilizó a su equipo de comunicación -uno de sus muchos errores, ciertamente- para extender el rumor de que él sería el futuro presidente del Partido Popular y que su amigo Luis de Guindos sería elegido presidente tecnócrata a última hora en un intento de evitar a la desesperada nuevas elecciones generales y salvar al país de la quiebra. Seguramente Soria se lo creía, pero es otra más de las historias que fabricó en sus sueños, que acabó haciendo suyas y que vendía con ese verbo contundente con que le dotó la naturaleza”.
Supe que Soria jamás comparecería en el Congreso para explicar sus tropelías cuando alguien me susurró que Soraya anidaba venganzas escondidas contra quien creía que había engañado con falsos embelesos al propio Rajoy. De ahí la importancia que inesperadamente cobró la casi inocente noticia del fact check de Ana Pastor en El Objetivo y que, según me dicen, fue el detonante de esta meteórica caída de quien todo ases en la mano tenía: Soria había engañado al de Pontevedra haciéndole creer que todo lo que rodeaba sus continuas causas políticas, civiles y penales era fruto de la inquina de un periodista canario, que para más desgracia, se había unido sentimentalmente a una jueza ahora diputada de Podemos. Ellos dos fabricaban pruebas, instruían sumarios, difundían maledicencias, publicaban falsedades… El presidente se lo creyó –o hizo como que lo creía, o le interesaba creérselo– hasta que una cándida periodista llamada Natalia Hernández telefoneó al TSJC y descubrió el ardid: Vicky Rosell nunca había instruido nada contra Soria, ni antes ni después de conocer a Sosa. “Mariano, no lo repitas más, creo que José Manuel te ha engañado”, fue la frase lapidaria. Espero que no me desmientan si, cuando vislumbré el posible alcance del “hallazgo”, el ya harto periodista canario apenas reparó en la noticia y me costó persuadirle de su novedad y publicación. El efecto “nacional” fue demoledor: era la primera vez que Soraya podía ir al “jefe” y contarle con pruebas que todo lo que Soria argumentaba eran cuentos de hadas. Y sus supuestos enemigos mediáticos en realidad quijotes contra gigantes disfrazados de molinos de viento, si acertamos a ver la antífrasis. Cuando al poco afloraron los “papeles de Panamá”, que Soraya ya conocía, el aludido volvió a usar sus viejas prácticas, pero esta vez no había periodista ni jueza de por medio, la excusa era más complicada. Entró entonces en ese laberinto borgiano de contradicciones que el dédalo de Ovidio señaló: las alas de cera se le derritieron por acercarse demasiado al sol y Soria se dio el batacazo de su vida. La época de la impunidad había terminado.
Carlos Sosa: “Soria siempre mintió así”: “Esta misma semana nos hemos enterado en Canarias Ahora cómo se redactó y cómo se sometió a un proceso forzado de envejecimiento el falso contrato de alquiler que fue presentado ante un juzgado para desmentir nuestras informaciones del caso chalet, aquellos 21 meses que la familia de Soria vivió de gorra en un lujoso chalet de Santa Brígida mientras le construían su actual mansión. Una empleada del empresario Javier Esquivel, propietario del chalet, lo pegó primero con cinta adhesiva a una ventana de las oficinas de OPCSA, y al comprobar que el proceso de envejecimiento era demasiado lento, optó por extender los papeles en el suelo de una terraza y sujetarlos con unas piedras para que el sol le diera de lleno y aquella falsificación adquiriera rasgos de antiguo”.
Aunque los métodos de manipulación y alteración de la verdad sean dignos de una película de Cantinflas, que ahora regresa con el actor español Oscar Jaenada –el eterno retorno de Poincaré en la ciencia, de Nietzsche en la filosofía o de Kundera y Madame Bovary en la literatura–, ese maldito chalet fue el origen y final de mis desdichas: cuando localicé el plano, la casa, las fotografías y hasta los compañeros de pupitre de quienes antes lo adoraban y luego fueron sus víctimas eólicas, nuestro ministro en funciones que ya no funcionan me juró odio eterno y vaticinó ante testigos mi fatal destrucción. Como lo consiguió forma parte de otra historia, pero baste apuntar que en sus delirios él deseaba que en ese imaginario partido donde él pretendía jugar con un equipo de champion y los demás con otro de segunda, yo estorbaba. Mientras todo fueran antagonismos insulares del típico “pueblo chico, infierno grande” nada habría que temer. Pero ocurrió que la UD Las Palmas subió a primera y el Real Madrid perdió la champion y la liga, entrando en liza un tercero llamado At. Madrid, que rompía el ancestral bipartidismo. Eso no entraba en las quinielas del aprendiz de brujo. Y hoy tenemos que, tras la inesperada derrota en casa con el modesto equipo amarillo, los socios y directivos del palco blanco han condenado a su presidente a galeras. Ojalá descanse en paz porque el destino, sin las herramientas de coacción que proporciona el poder, suele ser muy cruel con quienes lo desafían. Y la segunda transición, mucho me temo, acaba de comenzar.