Cuando nada vale nada
“Cuesta distinguir la realidad cuando la vida no vale nada, cuando nada vale nada ya. Perdóname, porque yo he sido uno más, yo he sido otro más de los que su vista apartó, al pasar por tu lado quise disimular como si no fuera nada conmigo”. Es la sentencia que corona una canción que el grupo Soziedad Alkohólika dedica a las personas cuya habitación la constituye la acera, iluminada a la luz de un portal.
“Toda mi juventud trabajando para verme aquí ahora mismo. Y cómo pasa la gente, y te ignoran. Pasas por las instituciones tanto públicas como privadas y te ignoran”. Se trata del lamento de Javier, quien a sus 52 años compartía hasta hace unas semanas junto a su compañera, Antonia, de 51 años, el día a día en una situación de calle, pernoctando en la vía pública. Ambos encontraron una alternativa habitacional, donde se hospedan actualmente, una vez Javier encontró un empleo con el que sufragar los gastos. Este es un cuadro sobre la pobreza, la desigualdad, y el poder de las voluntades individuales cuando operan en sinergias colectivas, representado sobre el lienzo que soporta la experiencia de dos personas empujadas a la indigencia durante más de seis meses.
Pudiera parecer que lidiar con la pobreza, en el día a día, “como si no fuera nada con nosotros”, sirviese como un desinfectante que ataja de raíz la supuración de la herida provocada por el daño que se inflige a sí misma la sociedad, en su desigualdad. Una inveterada forma de alivio para relativizar ese daño que recae sobre las personas cuando nos damos cuenta, al echar una mirada a la calle, de que la dignidad no está ni mucho menos protegida, y que su condición está muy lejos de alcanzar la inmunidad. Pero para derribar con contundencia esta noción, que tiene efectos no más que paliativos, basta echar una mirada a los números. Tal y como se refleja, con datos del período 2007 a 2013, en el Informe sobre desarrollo y exclusión social en España de la Fundación Fomento de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada (Foessa), el Archipiélago se sume en un contexto de emergencia social dentro del período de crisis en el que se encuentra el país:
- La población de Canarias en su conjunto, así como los sectores excluidos, sufre en mayor medida los problemas relacionados con la privación de bienes más básicos que la población de España.
- En Canarias, más de siete de cada diez personas (el 73,7%) muestra algún indicador de exclusión.
- La situación general de privación material severa y de personas en situación de empobrecimiento se ha duplicado.
- La privación material severa afecta al 8,5% de los hogares en Canarias.
- Se ha producido un incremento de la desigualdad en Canarias del 11,1%, superior a la de España, donde se ha incrementado un 8,6%.
- Canarias tiene una de las rentas más bajas del Estado y registra una tasa de pobreza y exclusión del 35,5%, una de las más altas de España.
- La incapacidad para afrontar gastos imprevistos afecta a más de 6 de cada 10 hogares en Canarias y no poder ir de vacaciones al menos una semana al año afecta al 54,8%.
- Más de 603.000 personas se ven afectadas por procesos de exclusión social, es decir, el 28,6% del total de la población de las Islas (cerca de 212.000 hogares). De ellas, 230.000 personas (el 38,1% del total de la exclusión) se encuentran en la exclusión severa (más de 80.000 hogares).
- Mientras que Canarias representa el 4,5% del total de la población de España, su población en situación de exclusión social representa el 5,1% del total de la población excluida de España. Su población en exclusión severa representa el 4,5%.
- El 15,1% de los hogares ha tenido retrasos en el pago de gastos relacionados con la vivienda principal.
- El 42,4% de los hogares de Canarias dice sufrir dificultades para llegar a fin de mes.
- Un 33,5% de la población de Canarias se encuentra afectada por problemas de vivienda.
- España y Canarias se están acercando, de forma sistemática, a los límites de desigualdad más elevados para los países más desarrollados.
Y sin embargo, al trascender las estadísticas se alcanzan las cuestiones humanas, las historias personales. “No olvidemos nunca que las personas pobres son personas, y que a mí me parece que eso a veces en las cifras, en los programas, en los despachos, lo podemos olvidar sin mala voluntad pero con cierta facilidad”, como concluía el párroco del barrio madrileño de Entrevías, Javier Baeza, tras una mesa redonda en la que participó para el programa de La Tuerka Distrito Federal sobre exclusión social.
Javier y Antonia cogieron lo poco que tenían y desplegaron la caseta de campaña junto a una alameda, cerca del cementerio de Vegueta. Cuando llegaron, “había mucho toxicómano, estaba lleno, hace seis meses”, apunta ella. “Era una danza de agujas y de droga”, dice él. Entonces se pusieron manos a la obra para limpiar la acera, hoja de palma en mano, y se instalaron con la esperanza de encontrar con prontitud una solución digna para su situación. Frente a la tienda de campaña, en el muro que da cauce a los jardines de la avenida peatonal que los contempla, una caja con un pequeño monto de metales, principalmente cobre, da testimonio de la precariedad que sufre esta pareja. Él los utiliza como fuente de ingresos en sus eventuales intercambios con las chatarrerías del Polígono Industrial del Sebadal. Otra caja con algunos alimentos imperecederos, legumbres y comida enlatada, y una garrafa ya desgastada por su constante reutilización de la que se vale él para su aseo personal redundan en aquella sensación. Antonia, que ya a su paso por Galicia había vivido más de tres años en la calle, acude “de vez en cuando” a la casa de un familiar para disponer de una ducha caliente. Una amiga les lava la ropa.
“Nuestro calvario comienza en el edificio Astoria, en (el barrio de) Guanarteme. Nosotros nos vimos abocados a la calle casi desde el minuto cero de nuestro encuentro, porque ella tenía una pareja maltratadora”, un hombre que “estaba fuera de sí”, rememora Javier. “Yo perdí un trabajo, un proyecto que tenía y bueno, no tardó en venir una orden de desahucio, ni siquiera venía a nuestro nombre, venía a nombre de una empresa que la creo ficticia”, continúa. “El piso era de alquiler, a nombre del maltratador, nosotros dos estábamos de ‘okupas”, apunta Antonia. Él tuvo que “ponerlo en la calle” ante la situación. “El maltratador marchó y dejó de pagar y sobrevino el desahucio”, explica ella.
Javier plantea una alternativa a su situación: “Si hubiera algún colectivo que nos ofreciera trabajar en una finca cuidando plantas, animales o lo que fuese, nosotros cambiamos nuestro trabajo por techo, una ducha, una ropa limpia. No pedimos tanto, porque esto no es vida, esto es un papel (señala la caseta). Esto un día a cualquiera se le ocurre tirarnos un bote con alcohol y una cerilla y se acabó, y que nos coja durmiendo. Encima tenemos que tomar pastillas para poder dormir, porque a ver quién es capaz de dormir en la calle plácidamente”. Ella pide una oportunidad para encontrar una alternativa habitacional a cambio de “echar una mano”.
En este sentido, el antes mencionado cura de Entrevías, Baeza, subraya que “la urgencia se tiene que atender. Las personas y las instituciones no nos podemos relacionar desde las dificultades. Los ciudadanos, aunque sean pobres, tienen un montón de necesidades, pero” también “un montón de potencialidades. Yo creo que hay que ayudar a redescubrirlas y hacerlas emerger”. Para ello aboga por que “las políticas sociales sean más comunitarias, porque si no, lo que seguiremos haciendo es seguir fragmentando la ciudadanía”. Y es que se trata de “un problema social y socialmente tenemos que hacer frente a él”.
Y rubrica su argumento con una reflexión: “Claramente tiene que haber un cambio económico”, otra orientación. “Escuché la cifra de 78.000 millones de euros en paraísos fiscales” o “el informe anual de ayudas públicas, que dice que le Estado ha prestado a los bancos de cada español 2.990 euros”.
El tiempo ‘robado’ por la Administración: ‘burorrepresión’
“En su sentido extenso y blando, la ”burorrepresión“, pretendiendo controlar la potencial disfuncionalidad de sectores sociales que están inmersos en procesos de empobrecimiento y exclusión, adopta la forma de trabas burocráticas o legales que se convierten en graves impedimentos funcionales para los individuos y colectivos afectados”. Así se esboza este concepto desde los colectivos Yo Sí Sanidad Universal y la Plataforma por la Desobediencia Civil. Es lo que han padecido Javier y Antonia: “Nosotros hemos hecho una danza por todos los servicios sociales, Guanarteme, Cabildo, Ayuntamiento, con una carpeta (señala con las manos la gran voluminosidad de los documentos). Al final, casi nos ofrecen lo que yo llamé caridad burguesa”, describe Javier. Y continúa: “El trabajador social de Guanarteme me dijo que más bien es esto, lo que yo entendí como una caridad burguesa”, y él le dijo que “quiero que sepa, caballero, que yo no vine aquí a buscar caridad burguesa. Tengo a mi compañera con una enfermedad crónica dividida en cuatro pautas distintas, un trastorno ansioso-depresivo recurrente con el que no puede concentrarse ni en las cosas domésticas de la vida. Parece que unos se afeitaron para arriba y otros se afeitaron para abajo”, indica.
Javier acudió al Cabildo con el mismo problema de indigencia a resolver, a Cáritas y a la Cruz Roja, y se encontró, en cada caso, “con el agravante de que te dicen que ‘tienes que traerme papeles”. Y así, “todos esos papeles me hacen viajar, entrar en internet e ir a los bancos, gastar mucho tiempo que necesito para buscarme la comida del día a día. Yo me sostenía recogiendo metales por los contenedores, con una bolsa, recogiéndolos para ir corriendo al Sebadal y conseguir dinero para la comida del día a día y una garrafa de agua para la higiene”, una cantidad de 20 ó 30 euros al mes, especifica,
A los tres meses aproximadamente, aún sin respuesta, regresó otra vez a ese peregrinaje preguntando por su solicitud de alojamiento en los centros de acogida de la ciudad y la de alternativa habitacional. Ahora, a los seis meses, “volvemos a empezar” con el peregrinaje, prosigue Javier. En ese periodo de tiempo, tan sólo una trabajadora social de Cruz Roja visitó a la pareja en la calle. Y por fin, hacía una semana, apareció una trabajadora social del centro de acogida capitalino Gánigo de la calle Miguel Rosa, número 21. “A las alternativas que nos ofrecen en ese momento, prácticamente nosotros no podemos hacerles frente. Ellos nos hablan de pagarnos dos meses de alquiler, y nada más”, indica Javier. Tras seis meses, desde Gánigo se les ofrecía esta alternativa habitacional de 250 euros mensuales, que el centro sufragaría económicamente durante dos meses, lo que “nos parece demasiado escatimado para dos personas con una pauta como la que tenemos”. Ambos enfermos crónicos y sin ingresos. Él tiene un problema medular, de desplazamiento de cervicales y toma pastillas para el dolor. Ella padece un trastorno mental.
“Yo tenía medicación y esta trabajadora social (la de Gánigo) me venía a mí de madrugada a despertarme en torno a la una o a las dos de la mañana, cuando tengo tratamiento siquiátrico”, cuyos medicamentos obtiene a través de la Seguridad Social, como expone Antonia. “Esto es una injusticia por parte de los servicios sociales del Ayuntamiento”, denuncia él. “Yo no duermo”, dice ella. Ambos apenas logran conciliar el sueño tres o cuatro horas al día por las exigencias horarias que requiere la toma de pastillas de Antonia. “Yo un poco más y quiero hasta morirme, no quiero vivir”, reconoce ella.
En este punto, es de recibo mencionar cómo se desenvuelve un trabajador social en su trato con las personas en situación de calle. Miguel Pérez Santana es educador de calle de Cáritas Diocesana y trabaja acompañando a las personas que se encuentran en la indigencia. Acompaña a voluntarios en el acercamiento a estas personas para generar una especia de relación, de vínculo con ellas, con el fin de facilitarles orientación, acompañamiento e información sobre recursos específicos para personas sin hogar. En la medida que los afectados vayan proponiendo, necesitando o demandando algún tipo de cambio en su situación, “nosotros les vamos facilitando información, acompañamiento en el acceso a los recursos”, desgrana Pérez.
“A mí no me gusta nunca hablar de perfiles, parece se puede generar un estereotipo de persona. Lo que sí define a todas las personas que están en esta situación es que detrás de cada una hay una situación distinta, una persona con una historia que posiblemente ha tenido situaciones traumáticas, desde encontrarse en un momento dado sin un trabajo, o que en algún momento haya habido algún tipo de separación o alguna o varias situaciones traumáticas que conducen a una situación así”. Detrás, expone, hay situaciones de salud mental, que o bien han conducido a la persona a una situación así o bien a la inversa, que esto sea la causa de la enfermedad. En muchos casos se trata de problemas “relacionados con el consumo de alcohol y drogodependencia”, añade Pérez.
Las capacidades del educador de calle lo facultan para el acompañamiento, el dedicarle tiempo a escuchar a estas personas y de esta forma poner a su alcance los recursos sanitarios de la población general, poner al día la documentación necesaria para que puedan acceder a estos recursos, la gestión y la tramitación de la documentación personal de cada uno de ellos, “orientarlos y si es necesario acompañarlos”. También, en lo referente a “ayudas económicas y prestaciones, les informamos y acompañamos”.
“Llega un momento en que esta persona se encuentra en una situación de indefensión aprendida”, asegura Pérez, “ven cómo por ellos solos les es difícil salir de esta situación, consideran que no van a poder hacerlo, digamos que después de varias situaciones traumáticas e intentarlo muchas veces, ven que por sí mismos no son capaces”. Por otro lado, continúa, “aparecen obstáculos que se ponen por falta de recursos, de invertir en recursos para estas personas, y también porque muchas veces se ignora y se obvia la situación de estas personas y se mira para otro lado. Todo sigue funcionando como si este problema no existiera. No hay una preocupación por enfrentarse a esta situación real que hay en la Isla de Gran Canaria y en Las Palmas de Gran Canaria concretamente”, finaliza el educador de calle.
No hay, pues, un ellos y un nosotros. La frontera es difusa, los grados de empobrecimiento y enriquecimiento, de despojo y de acumulación son múltiples. Cualquiera puede verse forzado a luchar por subsistir. Esa es la cuestión. Si el Estado es el garante de la justicia social, el Estado, integrado por el colectivo, hace dejación de sus funciones.
Los centros de acogida e inserción sociolaboral
Los centros de acogida de Las Palmas de Gran Canaria “no están adecuados y menos para la enfermedad que yo tengo”, denuncia Antonia, que asiente cuando Javier menciona que la ayuda desde la Administración local para darles alojamiento estuvo jalonada de impedimentos, y que lo centros, en su labor son, “completamente nulos”. Según su experiencia, “lo primero es que no alcanzan (con las plazas de alojamiento), el servicio social se lava las manos diciendo que no alcanza, tampoco ninguna institución, ni ONG. No hemos alcanzado, nos dicen”, como atestigua Javier.
Empero, recientemente nos topamos con la aseveración del alcalde de la capital grancanaria, Juan José Cardona, de que, en la ciudad palmense, que tiene una media de 80 personas que pasan la noche en la vía pública, estos no adolecen de una falta de recursos de acogida, sino que “prefieren dormir en la calle”. Dijo, a su vez, que el Ayuntamiento provee de los “recursos suficientes para acoger a todas las personas que, en un momento determinado, se pueden encontrar, efectivamente, sin hogar”. La Unidad de Inclusión de la Corporación local dispone de tres centros para personas sin hogar, con 118 plazas en total.
El refugio se da en los Centros de Acogida Municipal Gánigo, que posee 30 plazas, y El Lasso, con 38, más las 50 plazas del Centro Municipal de Inserción Sociolaboral La Isleta. Si el primero se limita al acogimiento de personas sin hogar, el segundo avanza en las pautas de abordaje del problema de la exclusión con “un proceso individualizado de recuperación personal orientado a la superación de las dificultades personales y/o sociales”, mientras que el tercero acoge a “las personas sin hogar que han iniciado su proceso de inserción social de forma voluntaria en el Centro Gánigo” y “su programa de intervención se concreta en completar la formación, búsqueda de empleo, apoyo psicosocial, trabajo de autoestima y de habilidades”, como se especifica en la web del Ayuntamiento capitalino.
Javier y Antonia no sólo no encontraron respuesta a su intemperie indefinida desde el Consistorio, sino que su acceso al alimento se convirtió en una cuestión de supervivencia. Como se mencionaba anteriormente, Javier acude dos o tres veces al mes a cambiar por dinero los metales que recolecta “para ir escapando y no pasar hambre”, mas este sistema entraña el riesgo de acarrear una sanción administrativa: “Me encontré con que hay una ordenanza del Ayuntamiento que, como te pillen revisando un contenedor, te ‘empluman’ 300 euros de multa”. Es así que recurren a “los repartos que se dan en los supermercados”, donde recogen la comida caducada o estropeada que estos establecimientos deciden desechar. “No podemos hacer fuego para cocinar, como es lógico”, dice Antonia, “comemos a base de pan y embutidos”, añade Javier.
El deterioro de los servicios sociales: hacia el subdesarrollo
Ana Lima, presidenta del Consejo General del Trabajo Social (CGTS), planteaba en un encuentro organizado por eldiario.es para presentar el documental 1 de cada 5 sobre la pobreza en España, producido por la ONG Ayuda en Acción, que en base a una investigación en la que participaron 1.500 trabajadores sociales de toda España, se constata que hay una incremento de la demanda de servicios sociales del 74%, “un aumento generalizado que, cuando hablamos de prestaciones que tienen que ver con lo económico”, caso de la emergencia social en la demanda de alimentos, “sería de un 200% o más”, dependiendo de cada Ayuntamiento.
La trabajadora añadía que “detrás de esto hay familias que casi en un 50% de los casos ni siquiera habían acudido a servicios sociales, en algunos casos lo habían hecho de manera puntual y en otros nunca. Ni siquiera sabían dónde estaban situados o qué tenían qué hacer e incluso recurrían a internet para saber qué hacer, porque no sabían que tenían un trabajador social de zona en su Ayuntamiento y nunca lo habían necesitado”. Constataba, además, que el endurecimiento de los requisitos para la Renta Mínima de Inserción (RMI) conduce a una espera de hasta los ocho o nueve meses hasta poder recibirla. “No podemos hacer una buena intervención social porque la calidad no se garantiza”, aseguraba Lima, “estamos desbordados en una atención puntual cuando ya hay un problema y nos estamos olvidando de las causas estructurales de ese problema y de cómo abordarlo y de hacer prevención”, de “tener una estrategia desde el Estado del Bienestar para abordar esas situaciones”.
Koldobi Velasco, profesora de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC) y miembro de la Red Canaria en Defensa del Sistema Público de Servicios Sociales (Redesscan), participada por colectivos sociales y sindicatos y en marcha desde 2010, ahonda en esta dirección que habla del deterioro de los servicios sociales en la Comunidad canaria. Los activistas de Redesscan han participado en la llamada Marea Naranja, erigida en la defensa de la integridad de los servicios sociales por todo el Estado a través de reivindicaciones públicas.
En el segundo Informe de la situación de los servicios sociales en Canarias de Redesscan, se plantea, a partir de una investigación de cómo están los indicadores del contexto social y económico y cómo están los indicadores de respuesta, “que en este periodo de emergencia social en el que estamos, con más del 74% de la población canaria con algún indicador de exclusión según la Fundación Foessa, se duplica la situación general de la privación material severa y el número de personas en situación de empobrecimiento”, afirma Velasco. Además, los activistas reflejan en su informe un aumento de la precariedad y un recrudecimiento del empobrecimiento, y que los servicios sociales públicos no están dando respuesta a las necesidades y los derechos de la ciudadanía más empobrecida, lo que “contribuye a aumentar la desprotección social y la desigualdad”, añade la activista.
En la investigación, se expone que hay un aumento en la demanda de servicios sociales en cada uno de los pueblos en Canarias del 40%, y que hay un recorte del 20% de las plantillas de este gremio, con la consiguiente reducción proporcional de los servicios. “Eso lleva a políticas asistenciales, residuales les llamamos, que no van dirigidas a toda la población, sino exclusivamente al colectivo de personas que tienen mayores grados de empobrecimiento, pero que ni siquiera llegan a todas las personas que tendrían derecho”, subraya la docente. En concreto y según Velasco, sólo alcanza para uno de cada 1.000 hogares que tendría derecho a la Prestación Canaria de Inserción (PCI). “Hay 58.000 hogares en Canarias, según el Consejo Económico y Social (CES), sin ningún tipo de ingresos y la PCI llega a unos 5.800”.
Denuncia la militante social que “los servicios sociales, en la actualidad, están siendo arbitrarios y de caridad y no se están desarrollando por justicia, que es como tendría que ser”, cuando los servicios sociales tienen la función de garantizar el acceso a los derechos a todas las personas, garantizar la satisfacción de las necesidades y la redistribución de la riqueza. “Lo que hemos visto, haciendo una investigación general, es que actualmente los servicios sociales llegan, según datos de 2013, sólo al 17% de la población canaria, y no llega sino a un tercio del número de personas en situación de exclusión social, una de cada tres personas que están en una situación de urgente necesidad de atención”, pormenoriza Velasco.
En cuanto a las proporciones (establecidas en el análisis para 2014), “hay un trabajador social contratado por cada 16.000 habitantes, cinco veces menos de lo adecuado, según los ratios a nivel de todo el Estado. En Gran Canaria, hay un trabajador social por cada 25.000 habitantes”. A esto se añade la precariedad laboral y falta de continuidad en el trabajo de los equipos: “De cada tres personas que trabajan con remuneración en los servicios sociales, una es de plantilla y dos son eventuales” detalla la profesora.
En general, se trata de un desmantelamiento del nivel comunitario de los servicios sociales, un rasgo propio, este, “que es la puerta de entrada al resto de las situaciones que pudiera necesitar la gente, de una atención más especializada a situaciones de personas sin hogar, a problemas con las drogas, a necesidad de ayuda a domicilio, atención residencial”. Según datos de 2013, “29 euros por persona es lo que se invierte en los servicios sociales de ámbito municipal a nivel de barrios y pueblos” en el conjunto de las Islas. Desde Redesscan alertan de que con la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración, a 31 de diciembre de 2015 ya se debe cumplir con uno de los aspectos de esta norma, que va a dejar a 60 municipios sin competencias en servicios sociales, de un total de 88 municipios, por tener menos de 20.000 habitantes. “Más de 430.000 habitantes en Canarias se van a quedar sin derecho de acceso a los servicios sociales, próximos y cercanos, que son los municipales”, advierte Velasco.
Se incumple la Ley
Otra denuncia que emiten desde Redesscan es que la Ley de Servicios Sociales de 1987, de cuño canario, se incumple totalmente en las Islas, así como la Ley de PCI. Además, alertan de que no se aplica la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia.
“Después de analizar los presupuestos históricos del Gobierno de Canarias y de las distintas Administraciones públicas, constatamos que es insuficiente para dar respuesta a la situación social, que ha sufrido en cinco años recortes de un 30% en las partidas de actuaciones de protección y promoción social. En el Gobierno de Canarias, cuatro de cada 1000 euros son para servicios sociales, y hay un descenso de 80 millones desde 2010 a 2015 en todos los programas: cooperación al desarrollo, atención a personas drogodependientes, ejecución de medidas judiciales, prevención e intervención en el área de infancia, igualdad de oportunidad para mujeres o fomento de calidad de vida de los jóvenes”.
Velasco apunta, así mismo, que “ha habido un descenso de las partidas. En los servicios sociales municipales hay una inversión de 170 millones menos respecto a 2010”.
En lo genérico, desde Redesscan requieren el respeto a una máxima: “A más desigualdad, más política social basada en el derecho y la justicia”. La exigencia mínima es que se cumpla la ley: “Hay una violación de los derechos sociales y en concreto de los Derechos Humanos que es impresionante. Estamos preocupados con el paso del Estado Social al Estado penal y con esta criminalización o responsabilización de la pobreza. En el fondo, es un discurso de castigo a las personas más pobres y una ausencia de responsabilidad del Estado, como que no tiene que hacer efectiva ni la redistribución de la riqueza ni la garantía de derechos. Es un neofascismo peligrosísimo. Nosotras exigimos que haya un planteamiento de dar respuesta a la realidad, cada uno según su responsabilidad. El Estado tiene que ser garantista, no puede dejar abandonada a la gente que está sufriendo más esta crisis”, dice Velasco.
Surge aquí la cuestión de cómo es posible contemplar la posibilidad de que la irresponsabilidad del Estado en este ámbito conduce hacia el subdesarrollo. “La desigualdad nos lleva a situaciones de discriminación, de explotación y de injusticia, que en los parámetros sociales nos sitúan en Canarias, en concreto, en un regreso a los indicadores de desigualdad de hace cuatro décadas”, concreta la activista.
En Redesscan proponen “que se cumplan las funciones de los servicios sociales”, esto es: “Que haya una redistribución de la riqueza”. Para ello, propugnan “una renta básica que comience por los hogares sin ingresos, universal y suficiente (así la promueve la Red Renta Básica desde 2001). Y alertan sobre la privatización de los servicios públicos en las atenciones a domicilio y en los empleos de vigilancia de los centros de atención y acogida. Las mutuas, ”que andan buitreando“, dice Velasco, como perceptoras de funciones en el primero de los casos; la concesión de los servicios de vigilancia a la empresa Grupo Ralons, en lo referente al segundo de ellos.
Es del saber popular que “lo que tenemos es de los pobres y sólo lo que les damos se torna nuestro”. No en vano, a pesar de todo, la solidaridad es un bien común e irreductible. Javier y Antonia lograron salir de la situación de calle en la que se encontraban, una vez él encontró un empleo. Ahora pueden sufragar un alquiler y dormir entre cuatro paredes y bajo un techo que los cobije. Su intemperie forzada terminó, pero su vida en común continúa con más fuerza, si cabe, dotados ahora ambos de un poder fruto de la solidaridad como último resorte de su agredida dignidad.
En los peores momentos, este apoyo mutuo mantenía sus corazones calientes en medio del frío invernal. “Él me apoya mucho, me he venido abajo. La autoestima la tengo por los suelos. La familia también te rechaza. Como que les da vergüenza. A mi madre e hijos les da vergüenza verme así. Eso te lastima mucho más”, confesaba Antonia. “Otro agravante más. La familia te mira de lado”, añadía Javier, que al escuchar a Antonia, replicaba: “Si no es por eso, ella no estaría conmigo, porque yo soy la chispa que la levanta a ella”.
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