Las cabras, el cabrero y un yogur
A las cuatro de la tarde del viernes de semana santa de 2020, en Valsequillo no se movía el aire. A más de 25 grados, el azul del cielo y el verde de las montañas cantaban los colores para acompañar el silencio de un pueblo confinado. La primavera pide paso ajena a cualquier pandemia. Un paisano asomado a la azotea, con cachorro en ristre apuraba un cigarro a lo lejos. Pasó un todoterreno negro. El conductor con mascarilla ni miró al único ser humano que había en la escena. Estos días, todos vamos un poco a lo nuestro en una escenografía que tiene tanto de individual como de colectiva.
El periodista teldense Adolfo Santana clamaba porque la Canarias escondida hablase en los periódicos. Él pasó buena parte de su infancia en las laderas del pueblo por las que transitamos esta tarde. Hoy, diseminado de casas familiares, alguna segunda residencia, casas rurales, chalets vacacionales y extensiones agrícolas, fue hasta bien entrado el siglo pasado unas laderas que albergaban cuevas donde vivían valsequilleros. Aún está viva una generación que nació en cuevas, sin luz. Sin prácticamente acceso a la Educación. Muchas de ellas ahora están encerradas en las casas de este silencioso pueblo. El desarrollo económico los fue empujando hacia los núcleos urbanos pero, igualmente, mantuvieron una intensa relación con el mundo ganadero y agrícola como forma de sustento propio.
En una de esas laderas, en El Risco, tiene sus cabras Javier.
“¿Que cuantas cabras tengo? No sé, cuéntalas. Pueden ser 50 cabras y 15 o 20 baifos. Las baifas para criar, los baifos para matar”.
Su actividad principal era la venta de la leche de las cabras para hacer yogur. La venta de yogures ha bajado drásticamente con respecto al consumo que de este producto se hace con los colegios abiertos. “Y los que se consumen, no son con leche de aquí, así que estamos bonitos”, sentencia Javier.
“Hay algunos veterinarios que dicen que sequemos a las cabras. Que no queda otra. No, el animal da la leche y ya está. Si no se vende, se la beben las crías, si no se hace queso y se reparte y si no, se la echo a los cochinos. Pero secar al animal no”.
Se cayó hace dos meses podando unas parras a la entrada de la finca. Ahora, tiene un empleado que le echa una mano con la ordeñadora y el mantenimiento. Duda sobre cómo lo podrá mantener.
“Me entero del confinamiento porque no vendo la leche. Aquí hay que trabajar igual, de sol a sol y te vas porque te tienes que ir, porque siempre hay algo que hacer ¿me entiendes?”
Sus padres también tuvieron animales, como muchas familias de las medianías en una forma de vida que ha ido cayendo en desuso. Esos “animales” alimentaron muchas casas y dieron vida y trabajo.
“Hubo un momento que tuve que elegir entre la construcción o los animales y me quedé con los animales. Toda la vida. Esto lo ves tú crecer. Y tienes más libertad”.
Javier tiene plantadas algunas fanegadas. Hasta 80.000 kilos de papas ha cogido en un año. Maldice a la importadora que intentó meter papas de Israel hace unos días. Desconfía de que esas papas no acaben entrando.
“Van a entrar, claro que van a entrar. Ya lo verás. Pero si entran nos entierran. Mira, ahora están pagando el kilo a euro y pico. Normalmente está a 80 o 60 céntimos y yo las he llegado a vender hasta en 32 céntimos el kilo ¿Tú te puedes creer? Por ese dinero no merece la pena estar ahí doblado al sol cogiendo papas. Si en este momento que hay un buen precio para empujar meten las papas de Israel nos tiran todo abajo”.
También echa tomates, pero “al estilo tradicional, sin invernadero, con cañas”. Ha llegado a recoger 40.000 kilos en un año. Le gusta la tierra y habla de ella como si la saborease. Cada siembra, cada cultivo. Lamenta no plantar para recoger en verano porque en este momento no tiene claro que la recompensa justifique el trabajo. Además, el accidente lo ha dejado mermado y el coronavirus sospechando. Atisba una reconversión al queso, siempre un placer, con la socarronería asomando: “Y si no se vende, se hace y se madura”.
Aquellas cabras paridas y sus decenas de baifos saltando eran el único sonido incrustado en una de las laderas de Las Vegas de Valsequillo. Ni Zoom, ni WhatsApp, ni Netflix, ni trending topic. Allí el tema es el día a día, vivir, comer y tratar de vender algo. El campo observa la situación y piensa en cómo reinventar la forma de vida, mantener la importancia del suministro propio y encontrar fórmula para aterrizar en el mundo que viene.
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