Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Cuentos de Navidad
Ella se llama Remedios, o Rosa, o María, o cualquier nombre que queráis ponerle. Tiene muchos años y cada uno de ellos está marcado en los surcos de su cara y en las arrugas de sus manos. Es pequeñita, con esa fragilidad del papel de fumar, suave y delicada, que se rompe en unos dedos retorcidos por la artrosis. Me sonríe de vez en cuando al pasar con la bolsa de la compra mientras anda despacito, como si el mundo fuera a romperse con cada uno de sus pasos.
Un día cualquiera de este invierno me la encontré sentada en un banco del parque. Se acercaba la Navidad y aún no hacía ese frío que te cala hasta los huesos. Tenía los ojillos cerrados y una media sonrisa en la cara, iluminada por ese sol que ya no calienta lo suficiente. Desde pequeña me han gustado las personas mayores; mis padres me cuentan que me solía sentar a su lado en la plaza cuando no estaban mis amigas, dispuesta escuchar las mil y un historias que acumulan en sus espaldas dobladas por el tiempo.
Remedios también tenía ganas de contar y, como una Sherezade de voz ajada, me susurró su vida en aquel banco. Tenía dos hijos, mayores ya, que vivían fuera desde hace tiempo. Tres nietas como tres soles que le hacían reír con sus cucamonas en las escasas videollamadas que le hacían cuando a sus padres les remordía la conciencia. Y tuvo un marido porque, como dice ella, en su época no podías hacer otra cosa que casarte o quedarte para vestir santos.
Se casó joven, más por salir de casa que por amor. Su familia andaba muy corta de recursos y una hija menos también era un plato menos en la mesa. Nunca estudió y aprendió a leer y a escribir lo justito para que no se le olvidaran las cosas al ir al mercado o para poner su firma donde su marido se lo pedía. Cada vez que le menciona una sombra cruza sus ojos hundidos. Con esa curiosidad que a veces mata gatos le pregunté por aquel Antonio que ya no ocupaba su presente.
Remedios conoció lo que significa el amor el día después de su boda. Su recién estrenado esposo le cruzó la cara de una bofetada porque el café del desayuno estaba demasiado caliente. Aprendió pronto cómo le gustaban las cosas a fuerza de golpes e insultos: la ropa recién planchada encima de la cama para que se vistiera como un señor al irse a trabajar a la tienda, las zapatillas al lado de la puerta de entrada para que se pudiera descalzar nada más entrar, un vaso de vino en las comidas –ni muy saladas ni muy sosas- y los niños controlados para no molestar al hombre de la casa. Tantas órdenes que perdió la cuenta.
Le hizo dos hijos varones, hermosos y terribles como el padre. Pronto aprendieron que de su madre podían esperar cuidados y servicio y de su padre golpes e ira si no se apartaban a tiempo. Crecieron silenciosos, solo libres cuando salían de aquel hogar regado con violencia y secretos.
Remedios aguantó, por sus hijos, porque no sabía que tenía elección. Solo una vez, en aquella ocasión que Antonio la pegó más fuerte que de costumbre, salió corriendo al cuartelillo. Estaba de guardia un conocido del pueblo y la mandó para casa a pedir perdón a un marido que casi la mata con un martillo. Aprendió que estaba sola muy pronto y se fue encogiendo para que nadie la viera.
Ahora Reme, que me ha dicho que le gusta que la llamen así, sonríe en un banco del parque. Antonio murió el año pasado después de 40 años de palizas e insultos. Falleció de un cáncer, le dijeron, pero ella sabe que fue toda esa maldad concentrada la que se lo terminó llevando. Sus hijos apenas la visitan porque no entendieron que hace algunos años les dijera que se quería separar de su padre. Ellos, que habían vivido a la sombra del monstruo.
Pero no le importa; de hecho ya nada le importa demasiado. Vive sola, con la única compañía de sus recuerdos. Recuerdos elegidos por ella porque el mismo día del funeral de Antonio tiró sus cosas, las fotos y hasta las toallas que él usaba para secarse esas manos que tantas veces la hirieron. Ahora ha decidido sentarse cada día al sol de invierno en el banco del parque después de comprar el pan y esperar a alguien como yo: una mujer distinta cada día, para poder contarle cual Sherezade que si entra en su vida un Antonio corra lejos, tanto como sus pies se lo permitan, tanto como ella quiso alguna vez correr y no pudo.
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