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Recientemente hemos vivido una nueva etapa electoral. En este caso nos llamaban a las urnas a toda la ciudadanía europea. Se realizó el cambio en el Parlamento y se decidió qué eurodiputados queríamos que nos representaran en estos 5 años.
Lo más llamativo de estas elecciones, como siempre, es la baja participación que hay en nuestro país. Un 49 por ciento votó frente al 51 por ciento que se abstuvo. Cifra preocupante porque es más de la mitad de la población y soy de las que creen que habría que plantearse un análisis posterior para ver la(s) razón(es) de esa abstención. En nuestro caso es una constante y son de los comicios que menos gente participa.
Según los colores que han quedado en los asientos, pinta una etapa convulsa y complicada. Convulsa por los partidos ultras que han seguido tomando fuerza y, complicada, por el efecto e impacto que ha supuesto para algunos países del entorno. Imaginarse una Francia con la extrema derecha como vencedora es difícil de digerir. Sobre todo, porque fue la cuna de las revoluciones sociales y los cambios en siglos pasados, además de los precursores de la Unión Europea.
Hoy día, ese nacionalismo acérrimo de algunos partidos, enfermizo como un cáncer para los tiempos en los que estamos, son un caramelo envenenado para la ciudadanía. ¿Por qué? Vivimos en un mundo de Estados supranacionales, donde las relaciones que se establecen entre los mismos se basan en una economía y sociedad global. Es decir, ni estamos aislados a lo Robinson Crusoe, ni el modelo económico nos permite que lo estemos, por tanto, para mejorar esas relaciones entre países, cedemos una parte de nuestra soberanía a ese conjunto.
Posiblemente, algunos penséis que esto de Europa nos queda lejos, no obstante, es mucho más importante que cualesquiera otras elecciones, porque tal como se decidió en 1985, haciéndose efectivo al año siguiente, España sería parte de ese proyecto.
Como demócrata convencida creo firmemente en la unidad de los pueblos y, por ende, en el proyecto europeo. Y, más allá de las diferencias que podamos tener entre los ciudadanos del entorno, Europa es una aspiración conjunta y compartida por todos los países miembros, esto es, por todos nosotros; un proyecto de estabilidad para poder mirar al futuro. Porque más allá de los posibles pactos y “cordones sanitarios” que puedan acordonar el populismo para que la siguiente legislatura no se convierta en un “caldo de cultivo” tenemos que seguir creyendo en Europa, así como lo hicieron sus precursores hace casi un siglo.
Echando la mirada atrás, los padres fundadores de Europa tenían un objetivo claro: la cooperación y la unión para hacer frente a los devenires del siglo XX. Como diríamos coloquialmente, “la unión hace la fuerza.” Una fuerza para poder resolver conflictos a mayor escala.
Tened en cuenta que la Unión Europea se fragua en época de guerras, concretamente tras la II Guerra Mundial, y lo primero que surgió fue una unión económica, la llamada Comunidad Europea del Carbón y del Acero formada por Alemania, Francia, Italia, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo.
Más tarde, de cara a mejorar las relaciones entre países, se fueron fraguando diferentes tratados en el que se fueron adhiriendo cada vez más estados: Dinamarca, Irlanda, Grecia, Portugal o España. Así hasta nuestros días, donde somos 27 países que compartimos ideas y medidas para hacer frente a nuevos retos que se presentan en la actualidad.
Si uno se acerca a las directivas que implementan y que son de obligado cumplimiento para nuestro país, podrá ver que hay gran variedad de materias afectadas por el ordenamiento europeo, como puede ser laboral, financiero o de medio ambiente. Es decir, atraviesa la legislación de nuestro país y afecta de manera directa a nuestro día a día. De ahí que sea tan importante que seamos partícipes en los comicios y del seguimiento del Parlamento.
Gracias a Europa, nuestro país ha vivido un desarrollo espectacular. Para aquella ciudadanía que ha podido vivir ese cambio, podrán recordar la España de los años 1970, cuando daba coletazos la dictadura, o la de los años 1980 con el comienzo de la democracia.
El impulso que ha supuesto la entrada de España en la comunidad europea ha facilitado nuestro crecimiento para que seamos de los países más avanzados en materia económica, social o sanitaria. En temas educativos, gracias a las becas europeas, los estudiantes pueden continuar estudios universitarios en aquello que les apasiona y gracias a esos fondos tenemos planes de investigación.
Si ponemos el foco en las infraestructuras de nuestro país, la red de comunicaciones que tenemos es de las mejores de Europa y siempre en comparativa con otros países del entorno. Una inversión que ha supuesto que se multipliquen la mejora de las carreteras, autovías y autopistas.
Si nos vamos fijando en nuestro día a día, Europa está mucho más cerca de lo pensamos. Los fondos Next Generation, aportan fondos adicionales a otros programas o fondos europeos, como el Fondo Europeo Agrario de Desarrollo Rural (FEADER) y el Fondo de Transición Justa (FTJ) que son fundamental para nuestro crecimiento y garantizan la continuidad económica y social. Sin ellos, España no sería lo que es hoy.
Europa ha beneficiado a nuestro país, nos ha facilitado poder estar más cerca de otros países vecinos, mejorando las relaciones entre los mismos, y, por supuesto, ha hecho que avancemos y consolidemos la democracia. Al fin y al cabo, ha reducido las fronteras que tantas veces se han querido levantar.
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