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El relato desaforado

El jefe del Estado, Francisco Franco posa con toda su familia durante la primera comunión de su nieto Francisco Franco Martínez Bordiú. En la primera fila, Merry, José Cristobal, Francisco, Mariola y Carmen. EFE

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Los tiempos políticos oscilan entre dos “polos” sin que esto signifique necesariamente “polarización”, sino solo que Heráclito tenía razón. Esos tiempos pueden ser de atonía y depresión, cuando todo da igual y no se espera ninguna mejora. Tiempos zombies.

Un ejemplo fue el tiempo histórico de los caciques, cuando el turnismo imperaba y los ciudadanos, salvo cuatro inconformistas rebeldes, vegetaban. Otro el renovado turnismo del PPSOE, que imitando el tiempo de aquellos condujo a la misma corrupción y a la misma decadencia dando por asumido (parte del catecismo) que cualquier rebeldía resultaba poco aceptable y poco posmoderna. “No hay alternativa”, se nos decía.

Pero también hay tiempos de atención, participación y esperanza, cuando se atisba la posibilidad del cambio y la mejora. Ahí situaríamos el momento de ilusión y esperanza del 15M. Se ha intentado desacreditarlo diciendo que era un movimiento de “indignados”, como si fuera raro o poco aceptable indignarse ante situaciones penosas, que sería lo mismo que decir que no procede una respuesta inmunitaria ante la agresión de un agente patógeno. Esa respuesta, al contrario, indica que hay un remanente de salud.

Lo cierto es que fue (y sigue siendo) un momento de esperanza que desplegó todo un abanico de propuestas de reforma. Puede añadirse a esta dialéctica entre opuestos estados de ánimo, una tercera etapa de humor negro, cuando tras pasar por la segunda fase volvemos a la primera. Las consecuencias de esta última etapa, en que el humor (y además negro) es el único lenitivo, siempre son inciertas. Sin embargo, este lenitivo como último recurso no es satisfactorio.

No podemos tirar la toalla. Renunciar a la crítica es renunciar a la esperanza de mejora. Tras décadas de adocenado turnismo, observamos en nuestro país cierta falta de costumbre. Se nos predica a diario que no es buen momento para la crítica y esto lo llevamos escuchando desde hace décadas porque siempre estamos en crisis.

Nuestra crisis se ha vuelto perpetua. Y aunque -se nos dice- no es buen momento para criticar nuestra situación, los mecanismos y procesos que generan y encadenan esas crisis (que es la misma crisis) siguen en marcha, indiferentes a todo y a los efectos que provocan. El “chivo expiatorio” es una constante de nuestra historia y se ha recurrido a él en todas aquellas encrucijadas que nos han puesto ante un espejo y nos han hecho retroceder (quizás de espanto).

Es el resultado de un mal diagnóstico que fatalmente conduce a un pésimo remedio, cuyos efectos secundarios se arrastran luego por largo tiempo. Por lo general implica la desviación de una responsabilidad que deja en muy mal lugar al poder o “sistema” constituido. Esta responsabilidad propia, imposible de soportar y de ocultar, se traslada por arte de birlibirloque al chivo, y sacrificado este se dice y se anuncia al pueblo que el problema ha quedado resuelto. Como ven, se trata de una performance que une la religión con la magia.

Es sorprendente y llamativo (puede llegar a ser incluso un pasatiempo jocoso) observar día tras día cómo a un político como Pablo Iglesias, que a efectos prácticos aún no ha tocado balón -si acaso bola- se le ha hecho responsable directo de tantos males, y de hecho de casi todos los que hoy nos afectan, que no son pocos, y cuya génesis data de un tiempo en que este político era no solo un imberbe, sino un auténtico desconocido. Hay aquí por tanto un problema de cronológica y una distorsión temporal de la historia. Una gran desmemoria, tantas veces deliberada, a la hora de poner en relación las causas y los efectos.

Por la inquina y emoción que muchos ponen en este ataque “al de la coleta” (otros lo hacen con cálculo frío y descreído, ya que el fin justifica los medios) pareciera que lleva gobernando España 40 años durante los cuales habría acaparado todas las palancas del poder y cumplido su programa máximo. De ahí el desastre actual en el que todos (aquí sí) coinciden. ¿Hay algo más alejado de la realidad que este cuento fantasioso? Lo que sorprende es que todas estas maniobras de manipulación burda en las que se pone tan poco esfuerzo (se fabrican y se venden a granel) resulten eficaces. Si lo son lo dirá el futuro, pero mucho nos tememos que en este caso el dicho popular “muerto el perro se acabó la rabia” no es de aplicación segura, sobre todo porque el malestar es profundo y la gente ya no está para cuentos de vieja.

En cualquier caso, dichas maniobras, si atendemos a su ramplonería y escasa elaboración, no parecen tener en gran consideración ni estima a los receptores de las mismas, a los que deben considerar inermes ante mensajes machacones por burdos e infantiles que sean. Vemos aquí dos concepciones enfrentadas sobre la naturaleza del receptor de estos mensajes: una pesimista, que lo considera sugestionable y moldeable a capricho, y otra optimista, que lo considera reflexivo y con criterio propio.

No es cuestión de traer a colación aquí una vez más las técnicas comunicativas y pericia propagandística de un Goebbels por ejemplo (un tópico de la cuestión), pero lo cierto es que lo cómico del asunto deviene un poco más serio cuando el desarrollo de los hechos y sus resultados nos recuerdan a otros hitos de manipulación de la mente colectiva.

Estoy pensando -por poner un ejemplo- en aquella película de propaganda antisemita “El judío eterno”, de Fritz Hippler, con la que el régimen nazi fue preparando el terreno a la negación y supresión de cualquier dignidad humana o civil de una parte importante de la población alemana. Trabajo propagandístico que luego nuestro fascismo aprovechó para aquello otro de la conspiración judeo-masónica. Si no la han visto, véanla. Lo merece. Es una buena vacuna contra lavados de cerebro, no del todo impertinente ahora que vuelven a aparecer entre nosotros extremistas y descerebrados afirmando una vez más que “el judío es culpable”. Como si de Hitler para acá no hubiera ocurrido nada digno de reseñar en esta materia.

En el magnífico libro de Gerald Brenan 'La faz de España', en que a través de un viaje de reencuentro en los albores de los años 50 el gran hispanista hace un breve recorrido por la España de postguerra, uno de nuestros compatriotas entrevistados a la vera del camino por “don Geraldo”, echa la culpa de la triste situación del país a los ingleses (Gerald Brenan lo era), por acabar con el fascismo en Europa pero no en España. Habría bastado -dice nuestro compatriota- que los ingleses chascaran los dedos para que Franco desapareciese. Pero no lo hicieron. Otra de esas encrucijadas decisivas en que fuimos a caer del lado equivocado de la Historia.

Mientras el resto de Europa dejaba atrás el fascismo, nosotros nos quedamos en él 40 años más. Y eso, como diría “el Gran Wyoming”, no sale gratis. En esto como en tantas otras cosas los españoles nos parecemos mucho a los rusos. Ambos pueblos arrastramos la edad media hasta bien entrado el siglo XX, y luego, perpetuando nuestra mala suerte, fuimos a caer del lado malo de la Historia: ellos con la dictadura de Stalin y nosotros con la dictadura de Franco. Y sin embargo los problemas tienen solución. Únicamente no hay que perder la esperanza ni dejar que nos la arrebaten. 

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