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Resurrección

Foto: Daniel Díaz Trigo

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Es fácil llegar hasta aquí caminando, lo difícil es marcharse, regresar a ningún lugar. Ni siquiera sé cómo se llama el lugar. Tenemos a lo largo de la vida algunas muertes y resurrecciones. Ella dijo que el amor era eso, lo que te lleva más rápido a la muerte, no a lo muerto, y de ahí a la resurrección.

Se encontraba a gusto solo en los hospitales. Entorno a ellos había creado todo un vocabulario, techos de cielo, paredes de nieve, suelos de plata, el iglú de luz, la cámara azul. En los hospitales no hacía frío ni calor, los velos, la casi desnudez, la muerte y la vida luchando como dos pájaros en el aire, arrendajos caídos del negro de los arcoíris. Solo en los hospitales encontraba esa paz nocturna de los goteros y de los pilotos encendidos marcando el ritmo del alma aún dentro de un cuerpo. Algunos de esos cuerpos emitían una luz anaranjada, el corazón de los locos era un sonajero azul. Solía decir que el alma está hecha de viento. Ánima viene de ànemos, y ese viento solo se puede sentir en las cosas que roza o remueve. El silbido azul se oye al pasar por las horcas secas y los estrechamientos. 

Nevaba, no dejaba de nevar en su infancia, en su vejez solo llovía, el barro del rostro que se seca al sol. Ella escribía contra la muerte, la despistaba con palabras que se inventaba. Todos nos hemos convertido en el cristo del amor solía decir, cuando volvíamos unos días, casi siempre a finales de marzo al lugar de Berrocalejo, huyendo de la Semana Santa. Acompañada casi siempre de su amiga Simone Weil. Muchas mañanas subían juntas al cerro Cabeza Nebrosa, y en aquel lugar de enebros, de estrellas y árboles frutales en flor, donde la completa permanencia y la extrema fragilidad proporcionan por igual el sentimiento de la eternidad. Fue Simone la que dijo que la belleza es la armonía entre el azar y el bien. El desenlace, los nudos, no podemos imaginar un perro sin piel expuesto al sol de la crueldad, eso no debería escribirse siquiera, no pasa nada por dejar zonas en blanco y lugares mudos. No podemos imaginarlo todo, como tampoco podemos comérnoslo todo. No comemos gaviotas, cigüeñas o cuervos. Hay aves prohibidas. Un poema ayuda, es en sí mismo un lugar para el bien. Ella decía que éramos leños destinados al fuego. En los poemas se ha eliminado la carga retórica en favor del ser, deberíamos desaparecer en ellos. ¿Y cómo se llamaba el lugar al que siempre volvíamos para no ver las crucifixiones? ¿La ejecución del ángel? ¿Cabeza Nebrosa? ¿El cerro de los locos? ¿Cabeza Bermeja? Está escondido en la boca, como el amor se esconde en las vísceras y en las piedras.

Cada uno tiene su Calvario, pero no un Gólgota. El Gólgota no es para todos, está dentro de lo que somos. También somos un espacio que se va cerrando al abrirse. El Calvario de cada uno es un cerro o un monte, un otero o muela desde la que vernos ¿divisarnos? No, creo que solo para ver en lo que nos hemos convertido, un espacio que se va abriendo al cerrarse. Esa altura podría estar llena de cascotes, o solo ser un deshecho de cascajales o un monte de hierba verde a principios de abril. Una peña rocosa ¿con precipicio o ladera cortada? Hasta un simple llano o monte truncado al que se accede por un camino que caracolea por el cielo. A tú edad atrochas para culminar, eliges la fatiga de una ascensión directa. La altura te proporciona la salvación de ti mismo, de tú contigo mismo, de todos, si sabemos ver lo que nunca se divisará.

El paisaje cambia muy poco a lo largo de los años, nosotros muy poco al atravesar todas nuestras edades. Desde mi Calvario particular, quizás demasiado elevado, lleno de protuberancias cubiertas de musgo, salidas como verrugas en un macizo granítico, ya desmochado, veo acaso que me encontraría mejor en una de las motas arcillosas que hay a los bordes del valle, en aquellos campos de retamas empobrecidos por la fuerza del sol. Finalmente puedo verme a lo largo y ancho del espacio. Soy todo esto, como tú eres todo eso. Aquí nunca termino de divisar lo ensoñado, siempre se me escapa algo. Para llegar a la cima he atravesado todas las edades, un tabique tras otro, un tiempo de aire tras otro. Nada he cambiado, solo la máscara con la que me cubro el rostro sufre las alteraciones, solo los pasos son más cortos y lentos. Ni siquiera diviso ese lugar donde tierra y cielo se juntan.

La ciudad parece borrada por la luz, el río una larga cicatriz. A ella le gustaba este lugar, este Calvario de granito sin cruces. Subía ligera, ninguna cruz o madero había en su cuerpo, ningún peso añadido por el sufrimiento vacío. Desde esas alturas señalaba con su mano la Plage des noyés. Uno de esos lugares a donde solíamos escaparnos a principios de Abril. A partir de ese momento lo escribiría todo con mayúsculas, menos un nombre, el nombre que amaba. Todos estábamos desnudos al sol, ningún rastro del Ku Klux Klan o estruendo de tambores cerca. Ninguna procesión a muchos kilómetros alrededor, ningún viacrucis. Días, otro día, y otro, otro más, mucho días más hacia el verano ¿Había otra manera de contarlos? Ella los descontaba, se tapaba los ojos con las manos -ya no quiero ver más- pero habría muchos días más, como ramas nuevas entre las viejas. Pronto sobre su fotografía posé una piedra. Le obsesionaba la forma del arpón, una palabra que entra hasta el fondo.

Ahora yo no sabría cómo describirla, incluso con el tacto te deja sin palabras. Te obligas a describirla y desapareces. Te obligas a olvidar toda forma partiendo de la forma del arpón. Estoy más inclinado a dibujarla con un lápiz –en esta misma hoja– que a decir como es. Para mí ya una forma roma e inútil. Para ti o para los otros ¿más incisiva o punzante? Te recordaría al relámpago clavándose en una encina, a algo que es lanzado contra algo y se clava, entonces ya no podrá desclavarse. Estaba más inclinado a dibujarla y así callar, pero me he olvidado del peso y del volumen, me he tenido que olvidar de mi para arrancar toda experiencia. La forma del arpón. Según ella, los cielos chinos se rompían de noche. Pero estos Calvarios o Gólgotas de Castilla, sin ser ya el lugar o montículo de las calaveras, tenían nombres dulces o misteriosos, nombres benignos, y desde ellos, lo que te invita a ir es la pereza.

El paisaje será el mismo, a través de largos e innumerables días. No habrá procesiones de sombras arrastrándose por la tierra, de cuerpos llevando piedras hacia la noche, solo tú, uno de tantos huérfanos de Dios con tu catálogo de dioses en la mochila. Es lo que te invita a ir. Deseas un paisaje más adusto, grave, en el que se note el abandono del hombre hace mucho. Un paisaje envejecido. Se te llenan los ojos de avidez, como de alguna manera se le llenan a los animales una vez han comido. El cielo allí abajo, pero también alrededor, encima. Se guía por influencias, confía el universo a otros ojos. Los muchachos jugando ya parecen viejos. Ahora has comenzado a escribir la palabra cielo en todas las lenguas, es la idea de una escalera. No nos vale con elegir el espino en flor si ya lo leíste en Proust como la flor de tu blasón. Será otra, sin duda, porque cada mujer u hombre tiene una asignada. He oído que la mía es el lithops. Ella me la quiso asignar por deficiencia o a causa de una boutade, contra mí mismo. Incluso fuera del camino de Montesclaros, mi infancia tenía sus propios caminos, reales, de tierra dura como la realidad, y allí, a las orillas estaban las achicorias y el diente de león, como se verá, flores que no salen de los árboles, sino de la misma tierra, flores de invierno junto al camino, flores de marzo y abril. Por consiguiente, le decía a él y a ella, lo importante para un escritor es la latitud y no la altitud, el horario real del sol en el momento de despuntar. El sol, como la flor que cada día revienta tras la infección nocturna de la noche, hinchada de sueños negros y grises. Revienta la pus del sol, y al abrir los ojos te sientes curado. Me siento curado de ti, de él, de ellos, de nosotros mismos.

Todos los tiempos llegan finalmente aquí, al lugar horadado, escarbado, un inmenso hoyo para que quepa una ciudad entera. “El lugar” no es más que ese lugar donde los tiempos se juntan y van hacia el centro. Una inmensa cavidad excavada, un valle artificial, como el de ¿Josafat? Todos los tiempos que te han atravesado, eso se contempla. Estás sobre el montículo o cerro más alto del lugar, era impredecible, pero ese excavar tan hondo procuró finalmente que manara el agua. Ahora que sales del agua, el aire te seca, el aire que se pega al cuerpo, que parece vestirte de luz. Ahora que sales del agua, en este día de aire racheado que aviva el sol ¿Podrías decir que ya no quieres volver más al agua? ¿Qué ha sido el último baño de tu vida? Solo hemos vuelto a resucitar en este día de abril. Hoy renaces.

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