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Hoy, al hilo no de la historia rancia sino de la actualidad más rabiosa, podemos apreciar dos clases de separatismo: uno folclórico y decimonónico, y otro posmoderno y neoliberal.
El neoliberalismo es al mismo tiempo (y aunque parezca paradoja) globalizador y separatista, un movimiento de convergencia disolvente, y un consenso ideológico que centrífuga y separa, enfrenta y polariza. El “centro extremo” y antisocial como vehículo de la regresión en marcha.
El separatismo folclórico es de inspiración romántica y toma excusa en la identidad y la diversidad cultural, una bella excusa que bien llevada equivale en el plano cultural a la biodiversidad en el plano biológico.
Tanto una como otra, la diversidad biológica y la diversidad cultural, constituyen una ventaja evolutiva y una garantía de futuro, un abanico más amplio de respuestas ante una realidad compleja y cambiante. De ahí lo bello y útil de la variedad en ambos ámbitos de la realidad, el cultural y el biológico.
En su implementación negativa y extrema, esta identidad cultural puede degenerar en nacionalismo estrecho y excluyente, es decir, en separatismo, o lo que es peor, en racismo y supremacismo. Vemos así que los primeros nazis gustaban de vestir ropajes folklóricos, con pantalones cortos, tirantes, y medias campestres, para acabar vistiendo botas militares, fustas, y símbolos cadavéricos.
De ese posible extravío ya advirtió Unamuno en su famoso artículo de El Sol de 30 de junio de 1932 (lo hacía como advertencia al nacionalismo vasco) cuyo título se reduce a un símbolo, la esvástica (“de significación tan fatídica y agorera en países de Centroeuropa” dice Unamuno), en principio símbolo solar, pero luego símbolo racista, supremacista, y de muerte. Siniestra deriva esta que lleva del folclore romántico y popular al holocausto racista. “Emblema racista, y del más bárbaro e inculto racismo, del racismo xenofóbico y antisemítico, es la esvástica, la cruz disimulada, en Alemania y en Austria, entre los pueblos germánicos”, decía en ese mismo artículo Unamuno.
El segundo separatismo, el de la posmodernidad neoliberal, toma su excusa en el individuo y su libertad (una falsa excusa y una falsa libertad). Por individuo este último separatismo entiende un ente sin dependencias, irreal e incorpóreo, que solo se concreta y hace real por su egoísmo y su codicia. Selvático, pero no en el sentido del “buen salvaje” ingenuo capaz de aprendizaje y contrato social, sino en el sentido truculento y posmoderno de la lucha por la vida a través de un darwinismo social mal digerido y peor entendido que incorpora como dignos de aplauso la trampa y el fraude: herbívoros, carnívoros, y el superhombre de Nietzsche, todo mezclado, confuso, y más allá del bien y del mal. Con lo que casa bien un feudalismo con nostalgia de la Edad media y sus creencias irracionales, en la que los individuos (como quiere Ayuso) no son iguales ante la Ley.
De ahí la apología del rey y del derecho de pernada, pero también la defensa de una ley para cada feudo. Atomizando y disgregando el Estado porque “el Estado es el problema” que se resuelve creando un Estado (un feudo) separado y exclusivo para Madrid. Como muy bien vio Goya, las “majas” se disfrazan de “populares” para sus fiestas particulares. Estos nuevos separatistas de la posmodernidad entienden por libertad el derecho (o el privilegio) a desentenderse del hecho colectivo (empezando por los impuestos) y a estafar a la sociedad como sujeto extraño y pasivo, ajeno a su linaje (su xenofobia es amplia).
En cuanto al 'linaje' sigue diciendo Unamuno: “Y cómo estas voces empezaron a usarse en ganadería, siguen teniendo un sabor de animalidad. Las concepciones racistas suelen ser concepciones zoológicas si es que no zootécnicas, de ganadería. Los racistas, quieras o no, a sabiendas o sin saberlo, consideran a los pueblos como ganado, como manadas. Generalmente de ovejas, a las que hay que esquilar”.
Reniegan del Estado y prefieren la selva, su pequeño feudo, la guarida del lobo, al menos en teoría, porque visto que la depredación que persiguen requiere de una Comunidad viva que les rescate con su “dinero público” (sus experimentos, en cuanto fraudes, fracasan una y otra vez), intentan no rematar del todo a la presa. Es decir, mantener la posibilidad de esquilar continuamente a la oveja. ¿Puede ser casual que la actual reactivación del separatismo catalán tenga su origen en los separatistas neoliberales de Cataluña (con sus desastres y remedios), paradigma de la corrupción autonómica, de la misma forma que el incipiente separatismo madrileño tiene su origen en los separatistas neoliberales de Madrid, paradigma de la corrupción nacional? La certidumbre de que ambos separatismos (el de los racistas y el de los golfos) resultaban malsanos y perniciosos para la comunidad civil y civilizada fue lo que dio origen al espíritu de las “Internacionales”. Y quizás la primera de esas Internacionales fue la del cristianismo, tan parecida a la socialista, como nos recuerda Unamuno, en el ya citado artículo.
No en vano, el socialista Fernando de los Ríos (un socialista de otros tiempos), para quien la economía debía estar sometida al interés público y a los imperativos humanistas, afirmaba (y no era un bolchevique) que para que el hombre sea libre la economía tiene que ser esclava. Muy distinto de lo que hoy vemos, en estos tiempos de “gran regresión”, en que se esclaviza al hombre para hacer libertina a la economía.
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