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Soledad, amenazas y recaídas: historia de una mujer sin techo

Lola tiene cincuenta y pocos, y ha pasado una decena de esos años en la calle

Yeray S. Iborra

“¿Puedo pasar?”. Esa noche de otoño Barcelona estaba tan fría que no parecía Barcelona. El cajero era ancho y Lola (nombre ficticio) ocupaba poco más que una esquina. El hombre insistió. A punto de dejar la puerta atrás, repitió: “¿Puedo pasar?”. Con un sonoro grito, Lola, lo rehuyó: “No, no, ¡fuera!”. Era la segunda vez que Lola se quedaba en la calle y las agallas ya pesaban más que los miedos.

Años después, Lola recuerda la anécdota, en posición incómoda –consecuencia de una silla bruta y, porqué no decirlo, de nuestra presencia– en el centro de la Fundació Arrels. Lo hace con un feminismo nada teórico, pero funcional. “No te puedes fiar de nadie en la calle, y menos de un hombre”.

Un episodio anterior puso a Lola, vecina del Raval, en alerta. Una amiga de la calle, una de tantas (ni siquiera recuerda su nombre), le contó que, una vez mientras dormía, tres hombres entraron al cajero donde pernoctaba. Y la violaron.

Lo explica con temple. Aunque algunos detalles le hacen apretar con fuerza su mechero –como si éste fuera a escaparse. El caso de su amiga anónima no es único. Las mujeres representan entre el 12% y el 20% de las personas que duermen en la calle y, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), un 24% de ellas han sido víctimas de agresiones sexuales. De hecho, según la Fundació Arrels, pese a que la mitad de las personas sin hogar han sufrido algún tipo de violencia, las agresiones sexuales en mujeres son una constante: las mujeres sufren episodios continuados de acoso, ofertas y chantajes sexuales. Esta es sólo una de las particularidades del sinhogarismo femenino. Pero hay más.

En la calle, además, las mujeres padecen más miedo y peor salud mental.

Eran muchos en casa. Tantos como 14 hermanos. Pero el quiosco lo centraba todo. Hasta tal punto que ella, con apenas diez años, tenía las manos tintadas de forma perpetua por el trajín de periódicos. Lola pasaba una infinidad de horas atendiendo a los clientes en la concurrida caseta familiar de la Plaza Castilla.

“¡Quiero salir con mis amigas!”. Esa era la frase que arrancaba la mayoría de trifulcas con su padre. Hasta que un día, con 1.000 pesetas bajo el brazo, cruzó la puerta de casa. Esa riña sería definitiva. Tenía 18 años; pasaría los dos siguientes en la calle. El mal ambiente en casa la condenó a vagar por Barcelona.

Con el tiempo se enteraría que sus padres se habían gastado el dinero ahorrado entre ella y su hermana y que, por el contrario, sus hermanos jamás sufrieron de las mismas restricciones que ella en casa. Lola no los culpa.

Tras unos meses, Lola ocupó un piso de la calle Valdonzella. “Con el consentimiento de los vecinos”. Allí conoció a su marido, el que sería padre de su hija. El hombre tenía contactos en la Costa Dorada: los tres iban a empezar de cero en Tarragona. Pero un buen día, de un infarto fulminante, él murió. “En paz descanse”, reza Lola.

Sin comerlo ni beberlo, el frío suelo de los cajeros le volvía a servir de colchón. Lola decidió entregar a su hija a una de sus hermanas y se separó de ella por años. A partir de ese momento, la calle sería, en otras dos etapas más, una incómoda residencia: las plazoletas, los cajeros... Lo conocía todo de los alrededores de la calle Pelayo.

La calle, una y otra vez. Según la Fundació Arrels, el caso de Lola no es aislado: las personas que pisan la calle por primera vez, aumentan las probabilidades de volver a ella de forma exponencial. “Muchos de ellos están en la calle por periodos: entran en programas de protección, salen, entran y salen”, constatan desde Arrels. En la entidad también hacen hincapié en la importancia del entorno. Sobretodo del nuevo entorno, el de la calle, un factor de peso para retomar las riendas con éxito.

En la calle, Lola se aferró a las personas que iba encontrando, no muchas y –como reconoce sin pudor– no siempre “las mejores”. Tampoco es casualidad: a diferencia de los hombres, que suelen tener una red social “más tupida” y presentan menos problemas para pedir ayuda, las mujeres en la calle sufren –como destacaba el responsable del estudio Diagnosi 2015 sobre sensellarisme a Barcelona, Albert Sales– “mayor vulnerabilidad”.

Lola hacía años que había abandonado el quiosco, pero no cambiaba sus rutinas: a las cinco y pico de la mañana –y cada día del mundo– algo le anunciaba que era la hora de ponerse en pie. Como un reloj suizo de precisión. Ya con cuarenta y pocos, Lola pernoctaba por el Poble Sec y, cuando se levantaba, simplemente vagaba.

No era una buena época, recuerda pasados los años. Pero la suerte jugó su papel en el momento oportuno. Una de esas “pocas” personas, pongamos por nombre Diego –Lola no repara en su nombre– y también en situación de sinhogarismo, se cruzó en su camino de forma crucial.

–¿No conoces Arrels? –le preguntó él, después de charlar un rato sobre cómo conseguir algo de comida.

Silencio.

Al cabo de unas semanas, Lola acudió a la Fundació Arrels. Había otras mujeres en la puerta, le sorprendió. “Yo no quería conocer a nadie, hasta que entendí que era bueno venir aquí, y estar con más gente”, explica Lola, con una medio sonrisa. Arrels le facilitó un piso compartido, y luego otro. Han pasado diez años desde que Lola cruzara la puerta de la fundación.

Lola vive ahora en otro piso, también compartido, pero al lado de la fundación. En pleno corazón del Raval. Paga un precio simbólico y se mantiene –“así, así”– con una pensión de 300 euros por la muerte de su marido. “En paz descanse”. A sus cincuenta y pocos, ve la calle como algo del pasado, aunque “nunca se sabe”. Gracias al tesón y al acompañamiento de Arrels ha estabilizado su vida.

Lola ha retomado el contacto con su hija.

“Quiere ser enfermera”, dice sobre “la pequeña”, de 24 años, mientras se le escapa alguna lágrima, que enjuaga con la misma mano que sostiene –menos tenso ya– el mechero.

“Me gusta trabajar... Si mis padres me hubiesen dejado a mi el quiosco...”. Lola no sabe parar quieta. No le gusta estar en casa, y menos en la calle. Es por eso que cada tarde ayuda, llueve o truene, en un comedor social de Arrels. A no ser, claro, que tenga visita con su hija: lo único que no se negocia.

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