El neoliberalismo mantiene el poder y la riqueza de los privilegiados a través de las órdenes de los mercados que crecen destruyendo al planeta y sus habitantes, empezando por las personas excluidas. Los ricos y sus corporaciones aumentan sus beneficios robando por el incumplimiento de las leyes (no pagar impuestos, corrupción, explotación del medio ambiente) y de crear sus propias leyes (como el tratado TTIP que, entre otras cosas, acelerará la mercantilización de los bienes públicos, como la sanidad).
Las desigualdades aumentan a una velocidad vertiginosa, poniendo en evidencia que el neoblieralismo no es compatible con la vida de los excluidos, los que no pueden o quieren creer en el mito del desarrollo.
Ellos son los más afectados por las injusticias y la violencia del neoliberalismo: los sin trabajo o con trabajos mal pagados, los sin techo, los enfermos, discapacitados y dependientes, los ancianos, jóvenes y niños hambrientos, y los que han llegado aquí huyendo de la pobreza y de los efectos del cambio climático en otros lugares.
La nueva necropolítica no necesita armas para matar a los excluidos. Por medio de sus políticas, los excluidos viven muertos en vida o se les deja morir porque no son rentables. No sirven ni para ser esclavos.
Pero, ¿no es suficiente con dejarles morir sin acceso a comida, techo y atención sanitaria? ¿Por qué se desarrollan políticas y maneras de gobernar que aceleran su muerte, que aseguran que estén al límite de la vida con el “privilegio” de sobrevivir? Pues porque son una amenaza. Sin darse cuenta ni proponérselo, lo excluidos y los precarios ponen en evidencia, como cuerpos resonantes, como altavoces, todas las injusticias del neoliberalismo. Y eso, los poderosos, no lo van a tolerar porque podría inspirar solidaridad en el resto de la sociedad, solidaridad que se podría convertir en revuelta.
Por eso, a través de muchas formas de violencia discreta, se aplasta, una y otra vez, a los excluidos. Se les remata. Y se convence al resto de la sociedad de que participen en esa necropolítica, no solo asegurándose de que no haya solidaridad, sino también utilizando a los “incluidos” y a los expertos para mantener a los excluidos a raya.
El neoliberalismo se mantiene, en parte, gracias a esos “incluidos” que aún creen que están a salvo, los que aún creen falsamente que son libres y los que esperan que vengan tiempos mejores por arte de magia. Por eso urge, más que nunca, la creación de una empatía radical para amenazar al neoliberalismo.
Los espacios intersticiales en los que habitan los excluidos podrían ser el punto desde el cual el resto del 99% podría comenzar a desarrollar una empatía radical. No es cuestión de incluir a los excluidos en los movimientos sociales. Esa vieja estrategia paternalista ya ha mostrado su inutilidad. Ahora es necesario que los que piensan que son los “incluidos” dejen de creer las historias despolitizadoras, tranquilizantes y somníferas de los poderosos. Urge que se den cuenta de su propia vulnerabilidad, del silencio oficial, interiorizado y heredado de su sitio en la historia de los vencidos y que hagan su duelo y el de sus abuelos. Yque miren a la cara al excluido.
Esa cara descoloca y crea intranquilidad. Esa es la intranquilidad que se necesita para repolitizar, para despertar una empatía radical. Hay que poner el cuerpo y la mirada en los espacios intersticiales. Cualquier resistencia a participar en la necropolítica del neoliberalismo tiene que surgir de la claridad de poder ver todos, que todos somos vulnerables y excluidos.