Brett Bailey es un artista reconocido y un antirracista militante. Nacido en Sudáfrica, 1967, conoce de primera mano lo que fue el Apartheid (y lo que queda de él). Brett Bailey, además, es blanco. Si apunto el detalle “étnico” es porque tiene alguna importancia en la polémica desencadenada por una obra suya en Londres, que ha sido ventilada recientemente en casi todos los medios.
La obra se titula Exhibit B y es una performance colectiva que ha pasado con éxito por varios festivales en una docena de ciudades. Exhibit B se inspira en los zoológicos humanos de la época colonial y consiste en la exhibición de una serie de personas de raza negra en situaciones de sumisión o dominación.
¿El objetivo? La puesta en evidencia de un racismo que persiste y que sigue utilizando –lo mismo en las colas de inmigración que en las del desempleo- mecanismos parecidos a los de la época colonial o el Apartheid. ¿El resultado? Una protesta encrespada contra el Barbican, centro cultural que produjo la obra antirracista, acusado ahora… ¡de racismo!
¿Y quienes protestan? Desde luego, no los críticos teatrales (que la habían elogiado), sino colectivos antirracistas, la mayoría de origen africano, irritados ante esta exhibición de personas negras por parte de un director blanco. Los activistas reniegan, además, de la coartada ideológica que justifica la representación y, asimismo, rechazan que la repetición de ese zoológico sea un vehículo efectivo de concientización.
Ya hablamos aquí, hace un año, del debate generado en Berlín cuando se expuso un judío con intenciones similares. Ahora, en Londres, las consecuencias han sido más rotundas, aunque sólo sea porque, debido a las protestas, los organizadores han desistido de inaugurar la obra. La discusión da para mucho, entre otras cosas en lo que respecta a la libertad de expresión y hasta donde es posible llegar desde ella.
Tampoco es la primera vez que el arte contemporáneo recurre a seres humanos vivos en una exposición. Bien con el objetivo de remarcar un estado de explotación, dolor o prostitución; bien con la intención de ofrecerles un altavoz del que no disponen; bien con el propósito de remover nuestra indiferencia. El caso es que todo esto forma parte, vale recalcarlo, de una mutación problemática del Ready Made de Marcel Duchamp. Sólo que ahora, en lugar de objetos, son los mismos sujetos los que son reciclados en museos o centros culturales.
Mas lo que resulta interesante, a los efectos de este artículo, no es lo que todo esto significa en términos de método artístico o en los límites de libertad que consigue tensar, sino el hecho de que la polémica provenga de aquellos que esta obra se proponía redimir.
“No me defiendas, compadre”, parecen decir aplicando el irónico proverbio mexicano, y dejando claro que el racismo, como el camino del infierno, también puede estar poblado de las mejores intenciones. (Hay, incluso, racismo de izquierdas).
Es, en este punto, donde muchas disquisiciones se vienen abajo, a la misma velocidad que lo obvio emerge para demostrarnos que, salvo en los estereotipos de académicos o paladines del arte relacional (juro que uso la expresión por imperativos del guión), los “otros”, los “sujetos subalternos” o los “sometidos”, son tan diferentes entre sí como aquellos que los encuadran en su presunciones.
Hace algún tiempo, sin duda harto de esas y otras teorías, el escritor nigeriano Wole Soyinka, Premio Nobel de literatura en 1986, se desmarcó de la negritud licuada por el multiculturalismo y optó por el término “tigritud”. Un tigre, venía a decir Soyinka, no se dedica a ir por el mundo ocupado en autodefinirse. Simplemente, actúa como tal: aguarda, salta, te devora, y es entonces cuando te enteras de lo que es un tigre. Te enteras tarde, eso sí.