No me he podido aguantar estos días de preguntarme por qué todos los partidos parlamentarios, de allá y acá, se abocaron con tanto despliegue en el Congreso de Diputados a un debate que sabían de antemano, con rara unanimidad, que no serviría de nada. Tras dedicar a mi pregunta unas horas probablemente excesivas de seguimiento informativo, lectura y reflexión, deduzco que lo hicieron porque les servía a cada uno para su campaña electoral, al margen de la inutilidad práctica sobre la cuestión concreta. Dentro de ocho semanas estamos convocados a las urnas, en el marco de las elecciones europeas, aunque de eso no habla nadie.
Los votos que la postura obstruccionista en el Congreso de Diputados puede hacer perder en Cataluña a los dos grandes partidos españoles, se verán compensados con creces por otros votos que su firmeza les hará ganar a lo largo de España, en la medida que las reivindicaciones catalanas se han preocupado poco durante las últimas décadas de fomentar la empatía suficiente más allá del río Ebro. En cuanto a los partidos catalanes, el cálculo es el mismo: sacar pecho y movilizar al electorado potencial de cada uno, al margen de la resolución cotidiana de los problemas concretos.
Todo ello podría ser un ejercicio retórico distraído, un debate de ideas eventualmente interesante si el gobierno del país –el de allá y el de acá— no tuviese excesivos problemas candentes por enfrentar. Pero resulta que el último despliegue parlamentario se produjo en un país que tiene el récord europeo en destrucción de puestos de trabajo y paro, que ha aplicado severos recortes a los servicios públicos básicos, que ha visto aumentar en pocos años las desigualdades sociales de modo acelerado, que ha rescatado a los bancos privados con una inyección multimillonaria de dinero público, un país gobernado por un partido con su tesorero encarcelado por haber acumulado 48,2 millones de euros en cuentas bancarias personales en Suiza durante los 26 años de ejercicio del cargo, y gobernado en Cataluña por otro partido con la sede social embargada para cubrir la fianza judicial en un caso de corrupción pendiente de sentencia.
El parlamentarismo no es el arte de surfear los obstáculos sin resolverlos, no es el arte de la palabra desligada de las soluciones, no es el arte de pasar la responsabilidad a los demás ni de arroparse con la bandera como principal argumento. Se precisan resultados, demostraciones del cumplimiento de la misión adjudicada por los electores. Lo que se juegan los diputados no es solamente su continuidad en el puesto, sino la credibilidad del sistema, la eficacia de la política que ocupa tantos espacios de la vida pública y tantos cargos profesionalizados.
Los nacionalismos de allá y de acá esgrimen el espantajo del enemigo externo para tapar la agresión interna. El anhelo de independencia no debe sepultar –pero lo hace— la depuración de responsabilidades externas e internas sobre la actual situación de los derechos de los ciudadanos, empezando por el de tener un trabajo que les permita vivir tan dignamente como se lo permite a cualquier parlamentario.