Pronto se cumplirán catorce años de la gran manifestación celebrada en Barcelona (y en ciudades de todo el mundo) contra la guerra de Irak. La participación en la protesta fue tan numerosa que la ciudad se convirtió en un símbolo contra la invasión decidida por el presidente de Estados Unidos, George Bush, con la complicidad de los gobiernos de José María Aznar y de Tony Blair (El Trío de las Azores). La Guardia Urbana habló de más de un millón de personas en la calle el 15 de febrero de 2013, la manifestación más numerosa de la historia de la ciudad. De unas dimensiones que no se volvieron a ver hasta las recientes concentraciones independentistas del Onze de Setembre. El propio Bush declaró que manifestaciones como la de Barcelona no lo harían cambiar de opinión.
La historia ha dado la razón a aquella multitud de Barcelona, y a los millones de personas que se manifestaron en todo el mundo contra la guerra de Irak. A pesar de tener razón, la protesta no pudo detener la invasión y todas sus dramáticas consecuencias. Pero, al menos, los ciudadanos que participaron en las manifestaciones tienen la conciencia de haber alzado la voz contra un inmenso error que acabaría costando cientos de miles de vidas.
En los últimos tiempos, vivimos hechos que merecen movilizaciones como aquella. La crisis de los refugiados, con casi 4.000 muertos ahogados en el Mediterráneo en sólo un año y con familias que huyen de la guerra atrapadas por el invierno en campos y fronteras europeas.
Hasta ahora se han producido protestas testimoniales. El coraje de los voluntarios que han ido a las islas griegas a salvar vidas (la ONG Proactiva Open Arms es un gran ejemplo) y a salvar la dignidad de todos nosotros. Y las administraciones, tanto la Generalitat como muchos ayuntamientos, empezando por el de Barcelona, han reclamado, sin éxito, que el Gobierno les dejara acoger refugiados. Pero no ha existido la presión ciudadana. El Gobierno de Mariano Rajoy no ha sentido la contestación en la calle y ha incumplido con impunidad sus compromisos internacionales a la hora de recibir refugiados.
Al día siguiente de tomar posesión Donald Trump, medio millón de mujeres se manifestaron en Washington. Y la protesta tuvo réplicas por ciudades de todo el mundo. En Barcelona sólo 700 personas participaron en la protesta. Gracias a ellas (la mayoría eran mujeres) al menos Barcelona ha salido en el mapa de la protesta contra el machismo y la xenofobia del nuevo presidente de Estados Unidos.
Los dos desafíos, el de la ignominia que representa la muerte de los refugiados a las puertas de Europa y el de las actitudes fascistas de Trump, nos interpelan como sociedad civilizada. No es posible el silencio. Hay demasiado en juego. No podemos decir que la respuesta es sólo una cuestión de las Administraciones. O que tenemos otras prioridades como país. Barcelona fue un símbolo en 2003. Y ahora es necesario que vuelva a ser una referencia en el combate global en favor de los derechos humanos, de la dignidad y de la democracia. El día 18 de febrero tenemos ocasión de recuperar aquel espíritu. Está convocada una gran manifestación con el lema 'Volem acollir’, incluida en la campaña 'Casa nostra, casa vostra' que agrupa a más de 900 entidades y colectivos implicados en la solidaridad activa con las personas refugiadas e inmigradas. Tenemos ocasión de volver a lanzar un mensaje de solidaridad a Europa y al mundo cuando es más necesario que nunca.