Catalunya Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
La declaración de Aldama: “el nexo” del caso Ábalos apunta más arriba aún sin pruebas
De despacho a habitaciones por 1.100 euros: los ‘coliving’ se escapan de la regulación
Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

Vender Barcelona para ganar BCN

Hace casi un siglo Barcelona decidió potenciarse para generar turismo. Los años veinte fueron el primer escaparate que debía coronarse con la Exposición Internacional de 1929, evento reformador que inició el lavado de cara en el barrio gótico, donde aun hoy en día los visitantes se admiran del arco del carrer del Bisbe sin saber que de medieval sólo tiene el aspecto.

El maquillaje, piedra inaugural de un parque temático consolidado con las políticas del siglo XXI, sirvió para embellecer algo que ya lo era de por sí. Nos hemos acostumbrado a contemplar el centro atiborrado. Hablo con muchos ciudadanos y casi lo consideran normal desde una calma resignación hacia los invasores que llenan las arcas de Barcelona. Sin embargo, en los últimos tiempos crecen las protestas, y lo hacen desde una cuestión espacial porque nadie quiere perder la tranquilidad de vivir lejos del bullicio exclusivo que se expande como una inmensa mancha de aceite y amenaza los tejidos más modestos del vestido.

La concesión al turista de las zonas centrales es una dinámica propia de todo el continente europeo. Desde hace unos años también lo es popularizar los barrios para crear una especie de viaje alternativo que permita ofrecer al visitante otras maravillas que huyan de lo convencional. De este modo la experiencia es más cool y se presenta lo urbano desde una perspectiva diferente. La mayoría de capitales del Viejo Mundo que han aprovechado el filón la han usado para regenerar barrios en beneficio, aunque no siempre es así, del ciudadano, integrado en la transformación mediante una apuesta que combina conocimiento del pasado del territorio y mejoras para el presente.

¿Sucede esto en Barcelona? Nada lo indica. Hará cosa de un lustro mantuve una charla con una amiga italiana que vivía en la Barceloneta. Estaba encantada pese a pagar quinientos euros por una miserable habitación. El precio se justificaba por la cercanía del mar, sin que poco o nada le importaran los poco promocionados símbolos del lugar, entre los que cabría mencionar el segundo ensanche, con modernismo popular de primera categoría, su estructura vertical, el misterioso negre de la riba, la librería negra y criminal, la maravillosa cooperativa la Fraternitat o el mercado, despojado de su esencia con una horrenda restauración acorde con la tónica querida para este tipo de edificios, otrora puntos neurálgicos que caen, poco a poco, en la neurosis de la sociedad de veloz y frenético consumo sin siquiera contemplarse la posibilidad de comunicación entre los residentes.

Ello sucede entre otras cosas porque no interesan. No se quiere fomentar la dignificación histórica del sitio, algo que sí quieren sus habitantes, como demuestra el rebautizo de un tramo de la calle de Sant Miquel al descubrir el nombre que tenía durante la Guerra Civil en homenaje al miliciano Miquel Pedrola, fallecido en el frente de Aragón. Estas iniciativas demuestran, algo visible en otras latitudes barcelonesas, un sentimiento comunitario que tanto el Ayuntamiento como la empresa privada desdeñan porque lo importante es el beneficio inmediato.

La Barceloneta tiene 72 de los 604 apartamentos regulados de la Ciudad Condal a los que deben añadirse, sólo en el antiguo enclave de pescadores, cuatrocientos más que han generado estos últimos días una ola de indignación con manifestaciones que protestan por la situación y el inevitable auge del turismo de borrachera, fuente de incivismo, otra contradicción más de un consistorio que estableció un reglamento violado cada dos por tres por los foráneos. Los de dentro pagan el pato y la multa, culpables de la nada o, si lo prefieren, de tener un código postal barcelonés. Las fotos de unos italianos desnudos a las nueve de la mañana han hecho saltar la alarma y no deja de ser curioso si se tiene en cuenta que hasta hace bien poco era legal ir en cueros por la capital catalana. N’hi ha per llogar-hi cadires.

Barcelona tiene muchos Can Vies en ciernes. ¿Llegamos tarde para salvar los barrios? Ser zona de especial interés turístico, otra categoría en auge del catálogo, parece una de las siete plagas de Egipto. También lo es estar en la frontera de los mismos. El Ayuntamiento ha parado durante seis meses la concesión de licencias en zonas limítrofes como Poble Sec, Hostafrancs, Gracia, Camp de l’Arpa, Clot y Poblenou a la espera de completar una nueva normativa que alivie las quejas vecinales y se determine con exactitud la situación del problema.

El apogeo de la marca BCN en detrimento de la habitabilidad y la convivencia perjudica por la inflación galopante de cierto comercio, la calidad de vida y la sensación de expulsión de un gran núcleo que muchos abandonan porque en ciertos aspectos se ha vuelto insoportable. Quedan reductos vírgenes a los que no les importaría dejar esa condición si se propusieran una serie de condiciones óptimas enfocada a la calidad. Sepultar el aire a Lloret de Mar y alzar la bandera de las virtudes de cada barrio desde una óptica civilizada sería un buen modo de afrontar la cuestión, pero puede que primero debamos revisar bien el patrimonio municipal, donde muchos edificios fuera del centro están desprotegidos pese a su importancia histórica y arquitectónica.

¿Tanto nos cuesta? ¿Qué nos falta? Mientras se vende una cultura global de frivolidad y descaro resulta que quienes los ostentan de verdad son los poderosos, mientras que los de a pie son moscas inofensivas, candidatos a ser insectos kafkianos mediante unas políticas muy determinadas hacia su objetivo paradójico si se observa desde lo catalán, pues mientras se quiere despojar de identidad a los barrios se juega al independentismo con inusitado vigor. Quita la esencia y vende otra, así la fiesta estará en paz. No.

Hace casi un siglo Barcelona decidió potenciarse para generar turismo. Los años veinte fueron el primer escaparate que debía coronarse con la Exposición Internacional de 1929, evento reformador que inició el lavado de cara en el barrio gótico, donde aun hoy en día los visitantes se admiran del arco del carrer del Bisbe sin saber que de medieval sólo tiene el aspecto.

El maquillaje, piedra inaugural de un parque temático consolidado con las políticas del siglo XXI, sirvió para embellecer algo que ya lo era de por sí. Nos hemos acostumbrado a contemplar el centro atiborrado. Hablo con muchos ciudadanos y casi lo consideran normal desde una calma resignación hacia los invasores que llenan las arcas de Barcelona. Sin embargo, en los últimos tiempos crecen las protestas, y lo hacen desde una cuestión espacial porque nadie quiere perder la tranquilidad de vivir lejos del bullicio exclusivo que se expande como una inmensa mancha de aceite y amenaza los tejidos más modestos del vestido.