Petitet, el gitano que llevó la rumba al templo de la ópera: “No quiero a los mejores músicos, sólo buenas personas”
Al llegar al rellano, la puerta espera abierta. En el recibidor, presidiendo la entrada, lo único que da la bienvenida es una gran foto de su boda con Nuri, la mujer con la que ha compartido la vida desde que tenía 16 años. Ambos jóvenes y guapos; él, delgado y altísimo, haciendo honor al mote sarcástico que le acompaña desde adolescente: Petitet (pequeñito).
La casa está en penumbra, puesto que la luz molesta a unos ojos cansados y achacados de miastemia gravis, una enfermedad que debilita los músculos y que, por ende, dificulta también la respiración y el habla. Nadie contesta a los saludos y, como el hilo rojo de Ariadna, es el sonido del respirador y el ritmo de unas palmas lo que guía hacia la butaca en la que este rey de la rumba catalana reposa.
Hijo del palmero de Peret, Petitet ha mamado rumba desde que nació hace sesenta años en la calle de la Cera del barrio del Raval de Barcelona, donde este estilo musical resonaba en cada esquina. La rumba catalana es hija de “la hermandad de gitanos y payos”, cuenta. Él, percusionista, voz y artífice de canciones que, como 'Sarandonga' de Lolita, han animado centenares de veladas, ahora apenas habla en susurros.
La miastemia ha alejado su cuerpo de la música que tanto ama, puesto que sus músculos ya no soportan el esfuerzo que supone tocar ni cantar. Pero su alma sigue siendo rumbera y él continúa componiendo. A pesar de que nunca estudió música y no sabe leer partituras, la melodía “se me aparece en la cabeza. La proyecto en las paredes”, explica con un hilo de voz.
La enfermedad se apoderó de él hará unos cinco años, después de la muerte de su madre. Esa pérdida le afectó tanto que vendió su piso del carrer de la Cera porque no podía soportar los recuerdos. “Estuve tres meses en cama. Creían que estaba loco, pero no lo estaba. Tampoco estaba deprimido, simplemente es que no entendía qué me estaba pasando después de morir mi madre”, recuerda.
“La vida te la tienes que tomar como viene”, dice, en uno de esos arranques de filósofo que le caracterizan. Su madre le enseñó, muchos años antes de que la palabra resiliente se pusiera de moda, a no quejarse por las cosas que no puede cambiar. “Tienes que ser amigo de la enfermedad. Yo lo soy, porque soy muy listo y sé que es más fuerte que yo. Mi enfermedad me habla y, si me dice que no haga algo, yo no lo hago. Porque si no le hago caso, sé que acabará conmigo”, sentencia.
El gitano que llevó la rumba al Liceu
Al hablar de su madre, la serenidad y la lucidez sobre el sentido de la vida desaparecen para dejar paso al lloro. Un pañuelo de papel sale a escena diversas veces durante la conversación para recoger las lágrimas ocultas tras sus gafas de sol. “Yo lloro mucho. Casi cada mañana. Es lo mejor que hay, ojalá pudiera haberlo entendido antes”, reconoce este gitano que, hoy, libre de complejos, se siente libre de llorar cuando se le antoje.
Petitet es un hombre sensible y fiel a los suyos y a sus tradiciones. “Los gitanos somos señores. Siempre vamos guapos y siempre cumplimos nuestras promesas”, dice. Y fue una promesa, nada más y nada menos que a su madre, la que marcaría uno de los mayores hitos de su carrera. Le juró en su lecho de muerte que llevaría la rumba catalana al Liceu, uno de los teatros de ópera más prestigiosos e importantes del mundo.
Parecía imposible juntar a los gitanos del Raval y esa música que les nace de la sangre y no de la academia, con artistas formados en conservatorio, acostumbrados a lo solemne de las piezas más clásicas. “Era muy complicado; en esa orquesta faltaba salsa por todos lados. Miraban sus papeles, pero la rumba no está en las partituras, sino en el corazón”, recuerda Petitet, con la tranquilidad de los éxitos logrados. “No quería tocar con los mejores músicos del mundo. Eso me daba igual. Tenían que ser buenas personas y sentir la rumba. Si fallaban en cualquiera de las dos cosas, se iban por la puerta”.
Parecía una pareja de baile imposible, pero Petitet logró que funcionara. Unió la clásica con la rumba, el caos con la disciplina, la pasión con la técnica. Y funcionó. En pie, sobre el escenario, dirigía a un conjunto de ochenta músicos frente a un público distinguido que, lejos de lo que se suele hacer con Verdi o Puccini, se levantaron a bailar, rendidos a unos gitanos que irrumpieron en el palacio de la ópera para interpretar a Peret o el Gato Pérez. “A la tercera canción, me giré y les dije 'ya son nuestros'”, recuerda Petitet.
Ni dinero ni fama, sólo rumba
El éxito en el Liceu es corroborado por el documental 'Petitet (Rumba pa'ti)' de Carles Bosch, que fue merecedor de un premio Gaudí en 2019. Un galardón que este músico tiene en su casa, pero no expuesto sobre una estantería, a la vista de las visitas. No, el Gaudí, como tantos otros premios que ha ganado, está en una habitación, olvidado. Literalmente. “Una vez llamé a Carles [Bosch] para pedirle el premio, que lo necesitaban los del Liceu para hacer unas fotos y ¡resulta que lo tenía yo y ni me acordaba!”, relata Petitet, ahogado por la risa.
Preguntado por qué, asegura que “estos premios pesan mucho”. ¿A qué se refiere? “Pues ¿a qué va a ser, filleta?. Que pesan, de pesar”. A falta de voz, toca las palmas para llamar la atención de Nuri y le pide que traiga el galardón, como quien pide una tapa de olivas para echar el vermú. “Mira cómo pesa”, insiste, una vez lo tenemos delante. “Para aguantar estos premios hay que estar fuerte. Por eso los tengo escondidos, porque si los saco al salón, igual se caen y me rompen algo. Yo no tengo estanterías para esto”, dice, entre risas, surfeando (conscientemente o no) entre la metáfora y la literalidad.
A Petitet no le gustan los premios, ni que le reconozcan por la calle. Tampoco le gusta el dinero. “El dinero va y viene, pero es la ruina de este mundo. Lo de no darle importancia me viene de mi padre, que con lo que ganaba de los bolos con Peret compraba oro. Eso lo puedes tener en un cajón hasta que lo necesites”, dice, acariciando los enormes no me olvides dorados que le envuelven el brazo. “El dinero es una ruina”, insiste. Por eso, quiso dedicar su última canción precisamente a este tema.
'La rumba dels calerons' es un encargo que le hicieron desde 11Onze, una banca ética catalana. Es uno de las tantas propuestas que le han hecho en los últimos años, de las que sólo unas pocas elegidas son aceptadas. “Ellos me gustaron porque no me hablaron de dinero. Me da igual cuánto me puedas pagar, porque si tomas las decisiones de la vida basándote en el dinero, acabarás cometiendo errores muy graves”, afirma.
Petitet asegura tener la conciencia tranquila, porque lo avalan dos de sus grandes consejeros. Por un lado Dios, que, a pesar de que no le contesta las plegarias, se comunica con él, dejándole entrever cómo le hacen sentir sus acciones. “Si Dios está triste, sé que algo malo va a pasarme. Si está decepcionado, es que me he equivocado”, explica, muy serio y convencido. El otro aval de su comportamiento lo encuentra en la cama. “¿Sabes donde está la verdad de la vida? En la almohada. Y, a mí, lo que me dice, me deja dormir tranquilo”, afirma Petitet.
Este rey de la rumba catalana sólo quiere paz. La que le trae la música y estar con los suyos. Aunque los suyos cada vez estén más lejos. En el Raval, que antes era un barrio gitano lleno de duende, cada vez se escuchan menos guitarras. “A penas quedan una o dos familias, que pronto se irán”, dice, recordando con nostalgia aquellas veladas a ritmo de cajón y cuerdas, con los grandes de la rumba presidiendo las largas mesas de los bares.
Pero en ese barrio “embalsamado” todavía quedan palmas. Las que él toca para llamar a su mujer, que son las mismas que le hicieron los coros a Peret y a tantos otros grandes nombres que ahora suenan a través de Spotify en las fiestas de barrio. Porque la rumba no muere, “va por dentro. La rumba es verdad, es amor, es paz y, sobre todo, es señora”, afirma, contundente.
“La rumba, como las cosas importantes de esta vida, requieren seriedad, respeto e ir bien vestido. Guapo como un gitano”, dice Petitet que, incluso de camino a un ingreso hospitalario, luce americana, camisa y corbata. Hoy, aunque esté sentado en su butaca, cansado y con una simple camiseta blanca, destila alegría y esa elegancia patriarca. “En la vida solo hace falta un techo y un plato. Y un poco de rumba”, sentencia mientras junta sus manos en ese gesto que comparten tanto beatos como palmeros.
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