Pinchazos, una vuelta de tuerca en la intimidación contra las mujeres
Cuenta Graciela Atencio en su libro Feminicidio. El asesinato de mujeres por ser mujeres una anécdota que atribuye a la novelista canadiense Margaret Atwood. Según parece, Atwood preguntó a un amigo por qué razón podían sentirse los hombres amenazados por las mujeres, y el amigo le respondió que temían que se riesen de ellos. Es decir que el peor temor de los hombres es ser ridiculizados por ellas. Luego, Atwood hizo la misma pregunta a un grupo de mujeres. Y ellas respondieron que temían que las mataran.
Cada una de las respuestas representa bien el resultado de los estereotipos con que se educa a los hombres –siempre fuertes, listos, poderosos, en definitiva, superiores— y aquellos con que se educa a las mujeres –siempre amables, sumisas, abnegadas, en definitiva, inferiores y subordinadas. De modo que ningún hombre debe ser cuestionado por una mujer, mientras que cualquier mujer puede ser sometida por un varón, incluso con la pena máxima, la muerte. Y a ello hay que sumar que los hombres ocupan el espacio público, mientras que las mujeres quedan relegadas al privado.
Algunos ejemplos: las mujeres quemadas en las hogueras por brujas, cuando, en realidad, eran mujeres libres, que vivían solas y que tenían conocimientos de hierbas aplicadas a los partos o a los dolores de muelas. Las adulteras de la Edad Media encerradas en cestos y sumergidas en el río hasta que se ahogaban. Las prostitutas de finales del siglo XIX en Londres asesinadas por Jack el Destripador. Las tres de niñas de Alcàsser, secuestradas, violadas y asesinadas.
Y es que la violación es otra forma de ejercer el terror y marcar los límites espaciales y temporales a las mujeres. Cuidadito con salir de noche, con ir a una discoteca, a una fiesta del pueblo, a un concierto… Lo que te puede ocurrir es lo que les ocurrió a las niñas de Alcàsser, a Laura Luelmo, a Diana Quer y a tantas otras.
Algunas consiguen salir con vida, como la muchacha víctima de la manada de Pamplona, o las de tantas víctimas de violaciones múltiples, que luego los agresores presentan como relaciones consentidas; pretenden que el imaginario del que se nutren ellos en las webs porno es también el de ellas. Y, lo que es peor, algunos jueces son capaces de creer que la víctima lo está pasando bien y que es un rato de jolgorio de una mujer joven con cinco hombres en una portería cochambrosa. Algunos jueces también tienen el cerebro embotado de tanto porno.
La pornografía incide una vez más en esos estereotipos citados al principio: dominación masculina y subordinación femenina. Por poner un ejemplo de entre los muchos descritos en Política sexual de la pornografía, de Mónica Alario: el 15 de octubre de 2019 se publicó un vídeo en el que, mediante un aparato de vacío, se dilatan los pezones de una mujer hasta convertirlos en un orificio en el que cabe la parte superior del pene, que se mueve como en un coito. Tenía 20 millones de visualizaciones.
Rosa Cobo en Pornografía. El placer del poder lo remacha diciendo que “en el porno, los varones extraen su placer de la vulnerabilidad de las mujeres y este es proporcional al grado de poder que ejercen sobre ellas”. La pornografía actual ya no es tanto sexo como violencia. O, para ser más exacta, es la erotización de la violencia.
No es de extrañar que una de las modas que estamos viendo crecer es la de la sumisión química. Poner una pastilla en la bebida de las chicas o, más frecuente aún, incitarlas a beber tanto alcohol que acaben perdiendo el conocimiento y se las pueda violar sin que opongan ninguna resistencia. ¡Qué mayor vulnerabilidad que una mujer sin fuerza, sin consciencia, como un pelele!
Un paso más allá en ese disciplinar a las mujeres son los pinchazos que han empezado a denunciarse en locales de ocio nocturno, fenómeno que ya se estaba produciendo en otros países europeos desde 2021 (en Inglaterra, 1.300 denuncias; en Francia, 1.000). Según un informe de la Cámara de los Comunes del Reino Unido, las consecuencias psicológicas en la mayor parte de víctimas son vergüenza, pérdida de confianza, autoculpa, trauma y, por descontado, voluntad de quedarse en casa.
Es decir que, suponiendo que los pinchazos no inyecten ninguna droga ni provoquen una infección seria, como hepatitis o VIH, son una forma eficaz de aterrorizar a las mujeres y marcarles un territorio del que no deben salir. Sin embargo, las mujeres ya no estamos dispuestas a pasar por el aro.
Desde Catalunya, el gobierno ha prometido mejoras en protocolos sanitarios y formación del personal de locales de ocio, y calles más seguras. La consejera de Igualdad y feminismos ha añadido que no debe generarse “alarma social”, ya que hasta ahora no se ha registrado ningún hecho delictivo vinculado a los pinchazos. Sorprende esa declaración, puesto que los pinchazos en sí ya son un delito.
O tal vez no es más que la expresión de un sentimiento de derrota. Porque no se pueden poner en marcha medidas para las víctimas. Es indispensable que no haya víctimas, para lo que se necesitan medidas preventivas. No podemos enseñar a nuestras hijas a protegerse, sino educar a nuestros hijos para que las respeten y las consideren sus iguales.
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