Del “yonqui del dinero” a los gin-tonics
La primera de las condiciones de la corrupción es la condición humana, aquello que hace que ciertas personas no puedan resistir la tentación de aprovechar en beneficio propio algunos privilegios adquiridos en el desempeño de un determinado grado de poder. Marcos Benavent lo expresó con toda crudeza cuando en mayo de 2015 se confesó “un yonqui del dinero” tras una sonada comparecencia para declarar ante el juez en el marco de la investigación del caso Imelsa, uno de los retazos más escandalosos de la enorme maraña de corrupción en la que convirtió el PP valenciano su paso por las instituciones.
Un año y medio después, la empresa Divalterra de la Diputación de Valencia, sucesora de Imelsa, está de nuevo en el ojo del huracán. Con Benavent, cayeron Alfonso Rus y su red clientelar; se desencadenó un proceso, el del llamado caso Taula, que llevó a imputar a todo el grupo municipal del PP de la ciudad de Valencia y al propio partido, y se han abierto procesos que revelan el supuesto cobro de mordidas en los tres niveles de la Administración valenciana, el municipal, el provincial y el autonómico, con la empresa pública de construcción de colegios Ciegsa como uno de los focos principales de malversación.
Ahora, uno de los gerentes de Divalterra, Víctor Sahuquillo, está en cuestión por haber cargado a la empresa gastos que incluían gin-tonics y otras bebidas alcohólicas, en medio de un runrún nada edificante de irregularidades en algunos contratos relacionados con el asesoramiento jurídico de una compañía pública cuya gestión reciente es objeto de investigación judicial.
¡Vaya torpeza!, puede exclamar uno si no se fija bien en los detalles. Sahuquillo no es el primer gerente colocado por los socialistas al frente de la nueva empresa provincial. El primero fue José Ramón Tíller, que cayó el pasado febrero cuando José Manuel Orengo, entonces jefe de gabinete del presidente de la Diputación, Jorge Rodríguez, tuvo que dimitir al ser imputado precisamente en el caso Imelsa. Tan lejos como el pasado noviembre fue apartado José Luis Vera como jefe de los servicios jurídicos de Divalterra a causa de los poco claros gastos en abogados externos. Y Sahuquillo ha tenido que pedir que se revisen sus dietas para reintegrar los gastos que no correspondan de acuerdo con una normativa de la empresa, en vigor desde noviembre, que ha asegurado ignorar.
¿Normativa? El problema tiene que ver con la condición humana. Y esa, como hemos dicho, es la primera de las condiciones ante la corrupción. Después de la que ha caído y al frente de la empresa en la que lo han situado, Sahuquillo no debería necesitar normativa alguna para tener claro un criterio elemental en relación con la forma de estar en política: ejemplaridad absoluta. Sin embargo, ha dado pruebas de mantener costumbres poco acordes con tiempos de máxima exigencia.
Es verdad que, hoy en día, los auditores internos señalan hasta las más mínimas irregularidades de gestión que en tiempos no muy lejanos pasaban impunes. Y que la bicefalia de Divalterra, con Sahuquillo y la diputada de Compromís Agustina Brines como cogerentes, contribuye a impedir que nadie haga de la empresa su cortijo, como ocurrió en los tiempos de la mayoría absoluta del PP. Pero algunas de las cosas que han pasado en la renovada Imelsa no son tolerables. Y no es la menor el hecho de que se haya optado reiteradamente por encargar la dirección de una empresa sospechosa de haber sido utilizada para financiar irregularmente al PP a dirigentes encuadrados en el núcleo duro del aparato del PSPV-PSOE en la calle de Blanqueries.
Desde la presidencia de la Diputación, Jorge Rodríguez afronta el reto de disipar las sospechas, apagar las alarmas y demostrar de qué pasta está hecho su liderazgo. Se juega su futuro.