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Hay que decir basta ya

Archivo - El presidente del Senado, Pedro Rollán.
19 de enero de 2024 22:39 h

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El Congreso de los Diputados y el Gobierno tienen que plantarse y decir basta ya al fraude constitucional que está cometiendo la mayoría absoluta del PP en el Senado. 

El bicameralismo español es un bicameralismo imperfecto. Se entiende por tal aquel sistema bicameral en el que las Cámaras no tienen la misma posición respecto del ejercicio de las “funciones parlamentarias”, que, como recordaba en 'Democracia parlamentaria y el caso de los ERE', son tres y nada más que tres: potestad legislativa, potestad presupuestaria y potestad de control de la acción de Gobierno. El bicameralismo perfecto es aquél en el que las Cámaras tienen la misma posición.

El bicameralismo español es sumamente imperfecto. Y lo es porque el propio constituyente estaba avergonzado de incluir en la Constitución una decisión que habían adoptado las Cortes del Régimen del general Franco en la Ley para la Reforma Política. El Senado constitucional es un engendro. Es un órgano contradictorio en su propia definición constitucional, ya que en el apartado 1 del artículo 69 es definido como “Cámara de representación territorial”, para constituirlo mayoritariamente en el apartado 2 con base en la Provincia, única circunscripción territorial que carece de legitimación democrática directa. Añadiéndosele en el apartado 3 un estrambote en representación de las Comunidades Autónomas con el que se ocupa el lugar del estrambote de los senadores de designación real de la Ley para la Reforma Política. 

Si a esa carencia de legitimidad democrática por la propia carencia de dicha legitimación de la circunscripción territorial que se toma como punto de referencia, se añade que a cada Provincia se le atribuyen cuatro senadores independientemente de su población, la quiebra del principio de igualdad no puede ser mas obscena. Una provincia con menos de cien mil habitantes tiene el mismo número de senadores que otra con seis millones. El Senado constitucional está en contradicción con el principio constitutivo del propio Estado constitucional. 

Como esto era inocultable, el constituyente intentó paliar ese desequilibrio en la legitimidad democrática articulando un bicameralismo sumamente imperfecto, en el que la prevalencia del Congreso de los Diputados sobre el Senado en el ejercicio de todas las funciones parlamentarias es aplastante.

En lo que a la potestad legislativa se refiere, el Congreso de los Diputados puede definir el contenido de la ley sin contar con el Senado para nada, si decide hacerlo así. Incluso en el caso en que el Senado ejerza la iniciativa legislativa. Una proposición de ley remitida por el Senado al Congreso puede ser admitida a trámite o no por el Congreso. El Congreso no tiene ninguna obligación de deliberar sobre el contenido de la proposición de ley aprobada por el Senado. Es el Senado el que únicamente podrá deliberar sobre su propia proposición de ley, si el Congreso ha decidido tomarla en consideración y aprobarla. El Senado solo puede debatir stricto sensu sobre lo que ha sido previamente debatido y aprobado por el Congreso. 

En los demás casos de iniciativa legislativa –proyecto de ley del Gobierno, proposición de ley del Congreso de los Diputados, proposición de ley de los Parlamentos de las Comunidades Autónomas o de la iniciativa popular–, es el Congreso de los Diputados el que decide acerca de la tramitación parlamentaria de la iniciativa y de su aprobación. Una vez aprobada, la ley se remite al Senado, que puede hacer tres cosas: aprobarla en los mismos términos, enmendarla o vetarla. En el primer caso, la ley se da por aprobada y se pasa a la fase de la “integración de la eficacia de la norma”: sanción, promulgación y publicación, que son actos reglados. En los otros dos casos, la ley vuelve al Congreso que puede admitir o rechazar las enmiendas por mayoría simple o levantar el veto por mayoría absoluta de manera inmediata o por mayoría simple transcurridos dos meses.

La Ley es el acto de las Cortes Generales, pero el contenido de la misma es definido por el Congreso de los Diputados, que, si quiere, cuenta con el Senado y, si no quiere, no cuenta con su opinión. El Congreso de los Diputados participa, además, exclusivamente en la “convalidación” del Decreto-ley aprobado por el Gobierno. 

Además, el Congreso toma la decisión de si la ley se va a tramitar o no por el procedimiento de urgencia y esa decisión tiene que ser respetada por el Senado. Los dos meses que la Constitución impone al Senado para pronunciarse sobre el texto de la ley que le ha llegado del Congreso se reducen a veinte días. El Senado acaba de tomar la decisión de reformar su propio reglamento para diferenciar entre los proyectos y proposiciones de ley, manteniendo la reducción para los proyectos de ley y conservando los dos meses para las proposiciones de ley. Es una maniobra para dilatar la aprobación de la ley de amnistía, que ya ha sido recurrida y admitida a trámite por el Tribunal Constitucional, pero que, dado que la decisión del Tribunal Constitucional llevará su tiempo, permitirá al Senado retrasar la aprobación de la ley. Ya ocurrió en 1996 con la tramitación de la ley de interrupción voluntaria del embarazo. El Senado presidido por Alberto Ruiz Gallardón se negó a tramitar la ley por el procedimiento de urgencia. Se disolvieron las Cortes generales y al ganar las elecciones en 1996 el PP, la ley no se aprobaría. En el año 2000 el Tribunal Constitucional declararía anticonstitucional la decisión del Senado.

La misma supremacía del Congreso sobre el Senado en el ejercicio de la potestad legislativa se reproduce respecto del ejercicio de la potestad presupuestaria. No hay nada que añadir a lo ya expuesto.

Con respecto a la tercera “función parlamentaria”, la supremacía del Congreso se expresa de múltiples formas, pero de manera no menos contundente. 

En primer lugar, es el Congreso de los Diputados el que decide de manera exclusiva sobre la investidura del presidente del Gobierno. Como consecuencia de ello, es también el Congreso de los Diputados el único órgano que puede ejercer el control del Gobierno con consecuencias jurídicas para la permanencia del candidato investido en la presidencia: la votación negativa de la cuestión de confianza por mayoría simple o la aprobación de la moción de censura por mayoría absoluta corresponde exclusivamente al Congreso de los Diputados. La investidura y la destitución del Gobierno son tareas confiadas exclusivamente al Congreso de los Diputados. 

En lo que al control de la acción ordinaria del Gobierno se refiere, también es materia atribuida al Congreso de los Diputados. El artículo 108 de la Constitución, primero del Título V, 'De las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales', lo dice con claridad meridiana: “El Gobierno responde solidariamente de su gestión política ante el Congreso de los Diputados”. No ante las Cortes Generales, sino ante el Congreso. No ante el Senado.

El Senado no puede decidir unilateralmente convocar Plenos para controlar la acción de Gobierno. No puede obligar a que el presidente del Gobierno o los ministros comparezcan para responder ante el Senado de sus decisiones. La pretensión del PP de que el Senado convoque tres Plenos al mes para controlar al Gobierno carece de fundamentación constitucional. El Gobierno tiene que plantarse y decir que no, es decir, que será él el que decida cuando está dispuesto a comparecer y cuando no. La definición por el Senado de un “calendario” de comparecencias es un fraude constitucional, que tiene que ser rechazado por el Gobierno. En este caso, en mi opinión, no sería el Gobierno el que tendría que acudir al Tribunal Constitucional, como ha hecho con la reforma del Reglamento del Senado, sino que debería limitarse a decir que no y que fuera el Senado el que, si lo considerara oportuno, se dirigiera al Tribunal Constitucional para que le reconociera la facultad que se ha autoatribuido de imponerle un calendario de comparecencias mensuales al presidente del Gobierno.

Hay que plantarse. La desvergüenza con que el PP abusa de la Constitución no se puede tolerar. Quien ocupa la presidencia del Gobierno tiene que hacerse respetar. 

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