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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La salida se llama derecho de la Unión

Vista general de un Pleno jurisdiccional del Tribunal Constitucional el 15 de diciembre de 2021 en Madrid
18 de diciembre de 2022 22:39 h

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La garantía del juez imparcial no solo viene reconocida en la Constitución española sino, también, en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y el Convenio Europeo de Derechos Humanos, normas de obligado cumplimiento en España.

La necesidad de imparcialidad es una garantía en cualquier sistema judicial democrático y esto el Tribunal Constitucional lo tenía claro, al menos cuando se dedicaba al derecho y no a la política.

El juez, cuando se aproxima a un tema, ha de hacerlo desde una posición de tercero ajeno al proceso y, como decía el propio Constitucional, quien ha de resolver cualquier asunto “no puede asumir procesalmente funciones de parte (...) y no puede realizar actos ni mantener con las partes relaciones jurídicas o conexiones de hecho que puedan poner de manifiesto o exteriorizar una previa toma de posición anímica a su favor o en su contra” (STC 140/2004, Fj 4).

Para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) garantizar el derecho al juez imparcial es clave que el juez no sólo sea imparcial, sino que también tiene que parecer que lo es; esto lo manifiesta reiteradamente el TEDH citando el adagio inglés “justice must not only be done: it must also be seen to be done” o, como ha dicho en su sentencia del caso Delcourt contra Bélgica, 17.1.1970, parágrafo 31: “No sólo debe impartirse justicia; también ha de verse cómo se imparte”.

En el fondo, la imparcialidad la podemos resumir como la ausencia de prejuicio, también de interés en el resultado del pleito cuyo conocimiento le es sometido a consideración, y, todo ello, visto desde la perspectiva de un observador objetivo y razonable, desapasionado y con la distancia suficiente.

Con estos criterios en la mano, resulta más que sorprendente que el Tribunal Constitucional pretenda revisar los recursos planteados tanto por el Partido Popular como por Vox en contra de las reformas ya aprobadas en el Congreso y pendientes de su tramitación en el Senado; al menos en lo que respecta a aquellos magistrados que se ven directamente afectados por esas reformas.

En un caso como este, un observador imparcial debería hacerse, como mínimo, la siguiente presunta: ¿cómo se compatibiliza el derecho al juez imparcial con el interés personal del juez si la materia sobre la que se tiene que pronunciar le afecta directamente incluso respecto a su propia condición de Juez?

Dicho más claramente: ¿puede sostenerse que se cumple con el criterio, como mínimo, de apariencia de imparcialidad si quien ha de resolver sobre la constitucionalidad o no de una determinada norma es, al mismo tiempo, el afectado directo de la norma en caso de aprobarse?

Creo que cualquier observador objetivo, razonable y desapasionado dirá que en un caso así no se cumple, como mínimo, con el criterio de la apariencia de imparcialidad.

Basta ver las prisas que le ha entrado a un sector del Constitucional de cara a resolver la solicitud de medidas cautelares planteadas por el PP frente al más de un año que lleva sin pronunciarse sobre el caso de Alberto Rodríguez, también pendiente de, entre otras cosas, medidas cautelares.

Sería razonable que antes de pronunciarse sobre las cautelares del PP lo hiciese respecto de las de Alberto Rodríguez ¿o es que Alberto tiene menos derechos que el PP a los ojos del Constitucional?

El Constitucional, a la vista de estas inusitadas prisas, no parece estar por la labor de cuestionarse su propia falta de imparcialidad pero, al menos, debería tratar de guardar las formas y, por ello, tendría que iniciar, de oficio o a petición de parte, un diálogo entre tribunales y realizar una remisión prejudicial el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) para que por este órgano se dictamine la compatibilidad de su futura decisión con las normas de Derecho primario de la Unión Europea.

Las preguntas y sus derivadas son múltiples, especialmente porque todas afectan a la forma en que se han de aplicar las normas nacionales para no colisionar con las garantías recogidas, entre otros, en el artículo 47 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea en relación con lo previsto en los artículos 258, 259 y 260 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, entre otras normas de la Unión de obligado cumplimiento también para el propio Constitucional.

Un planteamiento de cuestiones prejudiciales como el que propongo -que sería de obligada tramitación según establece el artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (“cuando se plantee una cuestión de este tipo en un asunto pendiente ante un órgano jurisdiccional nacional, cuyas decisiones no sean susceptibles de ulterior recurso judicial de Derecho interno, dicho órgano estará obligado a someter la cuestión al Tribunal”) suspendería la tramitación del recurso y de la solicitud de cautelares planteadas por el PP hasta que las prejudiciales fuesen resueltas por el TJUE, cosa que no parece ser la intención de un sector del Constitucional aferrado al asiento y al sueldo, así como a los compromisos políticos contraídos con quienes les han designado para el cargo.

La pregunta que entonces surgiría, en el supuesto de negarse a cumplir con tal obligación, sería de mayor relevancia aún: ¿están dispuestos, el PP y un sector mayoritario del Constitucional, a arrastrar a España a un procedimiento de infracción con las consecuencias que ello tendría? Seguramente sí pero es un buen momento para que se definan sobre cuán patriotas son y cuánto de lo que hacen solo tiene sentido desde una perspectiva tanto personal como partidista.

No estoy de acuerdo en cómo se ha hecho la reforma, tan cuestionada por el PP y en vías de sabotaje por parte del Constitucional, pero mis discrepancias, que son técnicas, no pueden llevarme a pensar que sea correcto que un poder del Estado, carente de cualquier contrapeso, secuestre las competencias de los restantes poderes del Estado y se termine de cargar lo poco que de democracia queda en España.

Las disfunciones sistémicas son muchas y las vengo denunciando desde hace mucho tiempo, clamando en el desierto, y lo que ahora está sucediendo puede ser, si así lo quieren aquellos que ostentan la gestión de la mayoría parlamentaria, que no el poder del Estado, un punto de inflexión para abordar, con serenidad pero sin pausa, las reformas necesarias para que ningún poder del Estado carezca de los necesarios contrapesos que permitan que todos nos sintamos cómodos y seguros en un Estado absolutamente desbalanceado, como se está viendo en estos días.

La salida de la encrucijada constitucional en la que se encuentra España está escrita y se llama derecho de la Unión; encontrarla ya es cosa de voluntad política y, sobre todo, de valentía y compromiso con los valores democráticos.

 

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