No hay genio tan genial como Will Smith para un 'Aladdin' de cartón piedra
La fábula de Aladino enseñaba que hay que tener cuidado con lo que se desea, porque la ambición no entiende de límites y el poder corrompe hasta los corazones más nobles. No sabemos si queda alguno de esos en los despachos de la factoría Disney, pero desde luego su nueva maquinaria de remakes se parece mucho a la Cueva de las Maravillas: un lugar peligroso, lleno de piedras preciosas y montones de dinero, donde es muy difícil resistirse a la codicia.
Esa, y no otra, es la razón por la que están desempolvando sus clásicos infantiles más queridos y volviendo a hacer caja con ellos dándoles una capa de tecnología CGI. ¿Les podemos culpar? Al fin y al cabo, es la empresa que mejor ha sabido explotar la nostalgia desde hace cien años. Lo que sí podemos exigir es que no hagan un ridículo espantoso con cada uno de sus lanzamientos. Aunque no siempre es posible, en el caso de Aladdin respiramos tranquilos. Eso no ha ocurrido (del todo).
Disney fichó a Guy Ritchie y le puso en sus manos la lámpara de los deseos. Al principio parecía que los había usado con cabeza: primero, pidiendo a Will Smith en el papel del genio; segundo, manteniendo al artífice original de la banda sonora de 1992; y, tercero, adaptando las partes más rancias del guion a la mentalidad de nuestra época.
Pero salió el tráiler y las redes enloquecieron con la versión azul e hinchada del Príncipe de Bel-Air y con una estética de Bollywood cutre que no tenía nada que ver con la versión animada.
Aunque está lejos de ser perfecta, esas dos primeras impresiones no son del todo justas porque en la nueva Aladdin juegan varios factores a su favor. Para empezar, la elección del casting.
La acción comienza en Agrabah, un país ficticio de Arabia donde se sobreentiende que la población no es de raza blanca. Sería una obviedad que la mayor parte de los actores fuera de ascendencia oriental si no estuviéramos en la era del whitewashing. Disney ha guardado el bote de pintura marrón y ha fichado a intérpretes de raíces egipcias, turcas, indias e iranís. Un reflejo fiel a la realidad que representa que, por desgracia, debemos seguir aplaudiendo.
No obstante, hay una cosa que sí chirría y es que cada uno de los personajes hable con un acento distinto. Mientras que los secundarios pronuncian un deje árabe impostado, todos los protagonistas tienen un perfecto inglés británico. En lugar de un té moruno, parece que en cualquier momento van a sacar un breakfast tea con pastas a las cinco. Es una forma bastante clasista de diferenciar los roles y que se carga el efecto heterogéneo del elenco que destacábamos antes. Lo oriental es de nuevo el complemento, la otredad.
Esa sensación aumenta con algunas decisiones de vestuario y de ambientación que se antojan una parodia Disney de lo árabe. Está bien, Agrabah no existe. Pero en muchas ocasiones su medina de cartón piedra, sus túnicas de colores vistosos y sus pétalos de flores cayendo sin ton ni son parecen el atrezzo de una fiesta de disfraces de instituto más que el de una producción millonaria y medianamente seria.
Por suerte, los actores que visten los trajes y pasean por el claustrofóbico set de rodaje salvan los muebles. La pareja protagonista, formada por Mena Massoud como Aladdin y Naomi Scott como Jasmine, no tiene una química que lance cohetes, pero aguanta los cambios de tono que le corresponden a cada uno. Desde el drama de la rata callejera y la princesa encerrada, hasta los giros cómicos y la furia final contra el villano.
Y, justo cuando los jóvenes actores empiezan a flaquear en pantalla, aparece Will Smith para recordarnos que muchas veces lo mejor de una película está en sus secundarios. Con permiso de Robin Williams, si no hay genio tan genial en toda la filmografía Disney hay que decirlo, celebrarlo y cantarlo. Desde su aparición en la Cueva de las Maravillas hasta la presentación del príncipe Ali en palacio, Smith alegra la vista y los sentidos con sus chistes, sus canciones e incluso con una trama romántica algo forzada pero fácil de perdonar.
Quizá lo más complicado de digerir son sus músculos azules creados por CGI, un mal que afecta a la película al completo y no solo al genio de la lámpara. Aladdin quiere ser tan fiel a la original en muchos aspectos que toma prestadas las mismas fórmulas de la animación. Hay persecuciones, panorámicas y elipsis temporales que sencillamente no funcionan en este live-action. Son excesivas y agobiantes, pero es ahí donde la pericia de los actores (y especialmente la del genio) nos devuelve a la trama.
En el otro plato de la balanza (porque siempre lo hay) está Jafar: el peor peón del elenco con mucha diferencia. El actor Marwan Kenzari no tiene el carisma necesario para todo el tiempo que aparece en pantalla ni la oscuridad para representar a uno de los mejores malos de la factoría. El guion, sin embargo, intenta equilibrarlo ofreciendo una subtrama paralela a la de Aladdin -como exladrón que escaló hasta visir a base de avaricia- que le reafirma como antagonista de carne y hueso. Una pena que la actuación no esté a la altura.
En cambio, estos brochazos funcionan mejor en el caso de la nueva Jasmine feminista. No se han roto la cabeza: la que fuera una princesa con carácter, pero débil en el fondo, ahora es una líder nata que se sabe lo suficientemente preparada como para ser sultana y no dejar su reino en manos de ningún hombre. Lo canta en Speechless, canción inédita creada por los letristas de La La Land y el compositor de la banda sonora de 1992, Alan Menken.
Porque si hay algo que no debe cambiar en los clásicos de Disney, esa es su música. Quizá nos cueste recordar tramas o líneas concretas de diálogo, pero las canciones forman parte de un imaginario común que se agarra al subconsciente y aprieta el botón rojo de la nostalgia. Un mundo ideal es más Aladdin que el propio personaje y, mientras eso quede intacto, los remakes tienen en sus manos el mejor comodín para llevarnos de vuelta a nuestra infancia en alfombra voladora.