Las enfermizas obsesiones de Hitchcock que Truffaut convirtió en arte

Cuenta la leyenda que Gabriel García Márquez huyó de la sala de cine en la segunda parte de Vértigo. Quizá fuese la carencia de realismo mágico o las perversiones mentales de Alfred Hitchcock las que le impidieron congraciarse con su libro de estilo. La retorcida escena del motel en la que Kim Novak se viste como la difunta novia de James Stewart se ha convertido en pura historia del celuloide. “Me permití una insinuación de necrofilia”, admite Hitchcock a François Truffaut en la conversación más épica que han escuchado las paredes de Universal.

En el Hollywood de mitad de siglo, la obediencia primaba sobre toda vertiente artística que desafiase a las mentes cuadriculadas y efímeras de la industria. Hitchcock adoraba convertir al espectador en voyeur de sus fetichismos, pero quiso pasar desapercibido ante los peces gordos de la industria por un puñado de dólares y un hueco en el star system. Aún así, en Estados Unidos le colgaron la etiqueta despectiva de “maestro del suspense”, como si su versatilidad solo tuviese cabida en ese género.

Mientras, en la Francia de la Nouvelle Vague, un joven crítico de la revista Cahiers du Cinéma soñaba con explicar al mundo todas las virtudes de su referente profesional. “Si respondiese de forma sistemática y rigurosa a un cuestionario, el documento resultante podría modificar para siempre la opinión de la crítica americana sobre Hitchcock”. Gracias a una carta que rozaba el fenómeno fan, Truffaut despertó el interés de un hombre cansado de esconderse. Accedió a hablar y desveló secretos que ni el adalid de la espontaneidad francesa supo cómo encajar.

El cine según Hitchcock, libro fruto del encuentro, es como el manual de instrucciones de un truco de magia. El genio británico no pretendía hacer un último relato confesional, ni escupir su desdén sobre aquellos que lo habían tratado con condescendencia. De hecho, en varios momentos pide a Truffaut que apague la grabadora para poder despacharse a sus anchas.

“No se puede decir que fuese un artista subestimado o incomprendido porque fue un cineasta conocido y además popular. A riesgo de sonar paradójico, añadiría que entre sus méritos se cuenta haber sido un artista comercial”, admitió el francés en la quintaesencia de su reunión. Entonces, ¿qué consiguió al abrir el mecanismo interno de todos sus filmes en 400 páginas?

“No hay cineasta vivo que no lo haya leído o, mejor, que no recuerde el momento preciso en que lo descubrió. Algo cambió en todo profesional del cine el día que se cruzó con él”, explica Kent Jones, director del documental Truffaut/Hitchcock -que se estrenó el viernes en nuestro país-. Un club de intocables de Hollywood y de la cinematografía europea recoge los argumentos hitchcockianos de Truffaut para justificar sus delirios salvajes y los del propio maestro.

De lascivia, tabúes y psiques

Un párvulo David Fincher descubrió El cine según Hitchcock en la biblioteca de su padre cuando apenas llegaba a encaramarse sobre la estantería. Medio siglo después, veneramos el salvajismo del El club de la lucha y aplaudimos la destrucción de los clichés policíacos en Seven. “Hitchcock nos radicalizó como cineastas”. Como él, Wes Anderson, Paul Schrader, Peter Bogdanovich y otros seis reconocen que Truffaut les mostró un mundo de posibilidades cuando la tramoya del cine era coto privado.

El compendio de 500 preguntas que el director francés preparó para Hitchcock no entendía de tabúes. Tan pronto abordaban el tema de la erección de James Stewart en la aludida escena de Vértigo, como reían de las investigaciones del FBI durante el rodaje de Encadenados, o se centraban en el minimalismo del vaso de leche en Sospecha. Sin embargo, hubo ciertas revelaciones que el británico no estuvo dispuesto a admitir frente al radiocasete y que ambos se llevaron a la tumba.

La primera fue cuando Truffaut alude a la falta de realismo y plausibilidad que se observa en cada una de sus cintas. “Un crítico que habla de credibilidad en el cine me parece un tipo aburrido”, contesta lacónico. El cine de Hitchcock ha sido considerado por muchos como una suerte de test de Rorschach, donde cada uno atisba lo más inquietante de su propia psique.

Sus fieles argumentan que lo más interesante de esta filmografía radica precisamente en sus miedos y fetiches, en sus terrores nocturnos y fantasías sexuales. Hitchcock sabía que algunos medios le tachaban de degenerado y por eso no hablaba de sus obsesiones en público. Pero tampoco las censuraba en el cine. “Hacía lo que quería y, de hecho, aquellos directores que se rinden ante lo socialmente aceptado terminan fracasando”, defiende Fincher.

De religión, misoginia y ganados

El segundo momento en el que Hitchcock solicita hablar off the record es cuando Truffaut le pregunta sobre las implicaciones religiosas de su cámara omnisciente. Como en el aterrador plano aéreo sobre la ciudad en llamas de Los pájaros o la cámara que desciende desde alturas imposibles hasta las llaves de Ingrid Bergman en Encadenados. El director se declaraba abiertamente católico pero, de nuevo, no quiso revelar la naturaleza de esos planos. En el documental, el también creyente Martin Scorsese recoge su testigo y explica que esa “perspectiva de Dios” pretende infundir miedo.

Sus elocuentes silencios, sin embargo, no siempre le salvaron de sus declaraciones más polémicas. “Quiero mujeres con aspecto de maniquí, auténticas damas, que se convierten en verdaderas putas cuando ya están en la alcoba”, dijo Hitchcock haciendo alarde de su retorcido sentido del humor. Como su colega Billy Wilder, el de Londres fue acusado con frecuencia de misoginia incluso por sus propias actrices. Es de sobra conocida su turbulenta relación con Tippi Hedren, protagonista de Los pájaros. “Hitchcock tenía una mente incomprensible. Era malvado, pervertido, casi peligroso”, declaró la que fue su nueva musa después de Kim Novak y Grace Kelly.

Los personajes femeninos de Hitchcock eran extremadamente pasivos y vulnerables, lo que invitó a muchos a especular sobre el deseo del hombre por conquistar la sexualidad oculta de estas mujeres inaccesibles. Hay otros que, por el contrario, encuentran en sus películas un atisbo de feminismo, como declara el director James Gray en el documental. Eso sí, estas interpretaciones se hacen sobre el conjunto de toda su obra porque, como en todo, hay excepciones y matices.

Lo mismo ocurre con el supuesto desprecio de Hitchcock por sus intérpretes, sin distinción de género. “Los actores son como ganado”, le dice en una de las cintas magnetofónicas a Truffaut. No podemos olvidar que Hitchcock comenzó en la época del cine mudo, cuando los actores se llevaban todo el rédito de los medios y la crítica. Delante de la cámara, el director consideraba a los actores como meros objetos y desdeñaba los diálogos largos. “Pero no era despectivo. Llegó a fraguar relaciones muy fructíferas con sus protagonistas”, concluye Scorsese.

En definitiva, una miríada de interpretaciones de los que vinieron y los que vendrán gracias a un joven francés que supo ver más allá del suspense. “En Estados Unidos le llamáis Hitch. En Francia le llamamos Monsieur Hitchcock. Allí le respetáis porque filma escenas de amor como si fueran de asesinato. Aquí le respetamos porque filma escenas de asesinato como si fueran de amor”.