El origen geopolítico de los festivales de cine: Venecia era fascista y la Berlinale ya censuró a los rusos
“La Academia excluirá las películas rusas de los Premios del Cine Europeo de este año y brindamos nuestro apoyo a cada elemento del boicot”. Con estas palabras, la Academia de Cine Europeo (EFA) se convertía en una de las primeras instituciones cinematográficas en posicionarse sobre el conflicto de Rusia y Ucrania. Desde grandes compañías de Hollywood como Disney, Warner y Sony, que no distribuirán sus producciones en Rusia, hasta entidades más pequeñas como la Filmoteca de Andalucía, cuya decisión de cancelar una proyección de Tarkovsky ha causado indignación en redes sociales, ningún engranaje del mundo del cine permanece ajeno a una batalla que también se libra en el plano cultural.
Esto incluye a Cannes, Venecia y Berlín, los tres grandes festivales de cine dentro del circuito competitivo o de Clase A. La organización del evento celebrado en el sur de Francia declaró la semana pasada que “no será bienvenida ninguna delegación rusa ni se aceptará la presencia de nadie vinculado con el Gobierno”, lo que no afecta a directores críticos con las autoridades rusas como Kirill Serebrennikov (Leto y Petrov's Flu), quien en enero logró autorización de Moscú para viajar a Hamburgo pese a la prohibición de salir del país durante tres años por una supuesta malversación de fondos. Venecia ha optado por un gesto simbólico, organizando proyecciones gratuitas de la película Vidblysk (Reflejo), del ucraniano Valentyn Vasyanovy; es su segundo largo sobre el conflicto del Donbás tras el drama postapocalíptico Atlantis, estrenado en 2019.
Más comedida ha sido la reacción de Berlín, que acaba de celebrar su 67 edición. “Nosotros —trabajadores del festival, artistas o cineastas— pensamos con cariño en nuestros amigos de Ucrania y estamos a su lado en un llamamiento a la paz”, expresaba la organización en un comunicado difundido el pasado jueves, donde aseguraba que el evento “siempre ha tenido la oportunidad de mostrar películas relacionadas con la historia y la cultura ucranianas en todas las secciones”, además de recordar que “como escaparate del mundo libre, la Berlinale siempre ha puesto en el centro la noción de libertad y la voluntad de tender un puente entre Oriente y Occidente”.
Los matices en las reacciones de los tres festivales más relevantes del mundo no son casuales: la enérgica condena de Cannes, el gesto simbólico de Venecia y la alusión de Berlín a su rol como puente entre Oriente y Occidente son extrapolables a la forma en la que la geopolítica ha moldeado cada uno de estos eventos. El nacimiento de Venecia, Cannes y Berlín estuvo influenciado por las agendas de las potencias que participaron en la II Guerra Mundial, una relación estudiada por académicos de varios países, destacando el trabajo de la holandesa Marijke De Valck. “Los festivales de cine actúan como una ventana metafórica hacia el mundo. Poseen un potencial único para establecer agendas e intervenir en la esfera pública”, afirmaba la investigadora en Film Festivals: From European Geopolitics from Global Cinephilia (2016), una obra clave para entender el recorrido histórico de estos tres festivales y su origen como instrumentos geopolíticos.
Venecia y la legitimación del fascismo
La Mostra Internazionale d'Arte Cinematografica, hoy conocida como Festival Internacional de Cine de Venecia, fue el primer festival de cine que se organizó de manera regular, celebrando su primera edición en 1932. El nacimiento de La Mostra está ligado a los esfuerzos propagandísticos de Mussolini quien, entre 1928 y 1932, decidió reconvertir la Biennale, un evento bianual que desde 1895 funcionaba como expositor artístico para las élites europeas, en un espacio que atrajera a la nueva clase media que representaba una audiencia potencial para la propaganda fascista. Esta política cultural formaba parte de una estrategia más amplia en la antesala de la II Guerra Mundial: el régimen ya estaba consolidado, pero Mussolini quería que el Partido Nacional Fascista impregnara la cultura de masas, y el cine era un buen medio para lograrlo.
Bajo esta premisa, el régimen animó a Antonio Maraini, secretario general la Biennale y director del Sindicato Fascista de Bellas Artes, y al Conde Giuseppe Volpi de Misurata, presidente de la Biennale, a experimentar con la exhibición y reconvertirla en un evento que personificara la identidad nacional y fascista. En un principio, la comunidad cinematográfica internacional reaccionó con entusiasmo. Incluso Louis Lumière fue parte del Comité de Honor, del que formaría parte Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del régimen nazi, en la edición de 1936. El punto de inflexión llegó en 1938, cuando los intereses de las potencias fascistas se hicieron demasiado evidentes en el palmarés: el gran premio, la copa Mussolini, fue otorgado ex aequo a Olympia, el documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 filmado por la conocida cineasta nazi Leni Riefenstahl, y a Luciano Serra, Pilota (Allessandrini, 1938), largometraje bélico producido por el hijo de Mussolini, Vittorio.
El favorito norteamericano, el primer largometraje de animación, Blancanieves y los siete enanitos (Morey, 1937), solo recibió un premio de consolación, mientras que la favorita francesa, La grande illusion (Renoir, 1937), un filme con un marcado carácter antibelicista, se fue con las manos vacías. Cuando se anunciaron los dos ganadores, los franceses se indignaron y se retiraron del festival. También lo hicieron los jueces británicos y norteamericanos, para protestar “por la idea de que la política y la ideología fueran capaces de menoscabar toda la expresión artística”. Según incide De Valck, “esta muestra de prejuicio de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini llevó el descontento de otros países participantes a un clímax”. Tanto, que propició que franceses, británicos y norteamericanos unieran sus fuerzas y fundaran un contrafestival en Cannes.
Poco rastro queda hoy de los días más oscuros de La Mostra, que fue celebrada tres veces tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, entre 1940 y 1942, bajo el control total del aparato fascista, e interrumpida entre 1943 y 1946. El papel de Venecia como instrumento legitimador del régimen de Mussolini no se puede borrar, pero la organización no tiene en cuenta los tres años celebrados durante la contienda al establecer el cómputo total de ediciones debido “a la presencia dominante de los miembros del Eje”. La propia web del festival reconoce, en su apartado histórico, “las películas italianas ganadoras entre 1937 y 1942 como trabajos propagandísticos, aunque fueran dirigidos por directores como Goffredo Alessandrini y Augusto Genina”.
Cannes: del antifascismo al auge de los festivales
En junio de 1939 fue anunciado en París el establecimiento del primer festival de cine en Cannes, pero la invasión de Polonia en septiembre de ese mismo año frustró todos los planes: la primera edición de Cannes no se celebraría hasta 1946, convirtiéndose en uno de los eventos más festivos de la inmediata posguerra, con la proyección de producciones norteamericanas que no habían podido estrenarse los años anteriores por el conflicto, además de la celebración de grandes eventos de gala. Tal y como apunta De Valck, “en un fuerte contraste con el futuro desarrollo del festival, la competencia no era el centro de Cannes en 1946, sino la cita”.
Casi todos los países participantes de esta primera edición recibieron algún tipo de premio, pero la ganadora de la Palma de Oro fue una cinta con un marcado carácter antifascista, Roma, Città Aperta, considerada una de las obras maestras del neorralismo italiano. La trama de la cinta dirigida por Roberto Rosellini se basa en una historia real, la del sacerdote Luigi Morosini, torturado y asesinado por los nazis tras ayudar a la Resistencia italiana. Fue censurada en varios países, entre ellos España, donde estuvo prohibida hasta finales de 1969, aunque nueve años antes tuvo un único pase en el Festival de San Sebastián.
Con Cannes comenzó propiamente el auge de los festivales como fenómeno europeo —a excepción de eventos como el Festival internacional de Moscú, que tendría una primera edición en 1935 y no sería retomado por los dirigentes soviéticos hasta 1959, celebrándose de forma anual solo a partir de 1995— y como iniciativas para fortalecer la identidad nacional y la industria cinematográfica frente a la hegemonía de Estados Unidos. Cada vez más países decidieron seguir el ejemplo de Venecia y Cannes, y fundaron sus propios festivales. De forma coetánea o inmediata a Cannes, se organizaron eventos en Locarno (1946), Karlovy Vary (1946) y Edimburgo (1947). Después, llegarían Bruselas (1951), Berlín (1951) y Oberhausen (1954), ya en el contexto de la Guerra Fría.
Berlín como instrumento de un mundo bipolar
De Valck considera la fundación de la Berlinale o el Festival Internacional de Cine de Berlín en 1951 como un interesante caso de estudio, pues “puede verse, por un lado, como una reacción a la crisis de la industria cinematográfica alemana y, por otro, como resultado de la participación estratégica estadounidense en los asuntos culturales de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial”. En Film Festival Networks: The New Topographies of Cinema in Europe (2005), el investigador Thomas Elsaesser define a Berlín como “una creación de la Guerra Fría, planeada como un escaparate deliberado para el glamur de Hollywood y el mundo del espectáculo occidental, con el fin de provocar a Berlín Oriental y engañar a la Unión Soviética”.
Más allá de funcionar como catalizador de tensiones geopolíticas en un mundo bipolar, Berlín también nació como festival heredero del modelo cinematográfico de la República de Weimar, que desde 1917 y hasta la llegada del régimen nazi buscaba proteger los intereses domésticos contra la influencia de las películas norteamericanas y contribuir al desarrollo de un cine europeo que supusiera una alternativa a Hollywood. Sin embargo, tras la caída del Tercer Reich y el impacto de Goebbels en la industria cinematográfica alemana, poco quedaba de la idea de Berlín como prestigiosa capital de cine de los años 20. Fundar un festival internacional de cine en Berlín, una idea que se atribuye al funcionario norteamericano Oscar Martay, no solo respondía a los intereses de Estados Unidos, también era una oportunidad para recuperar el esplendor en la escena cinematográfica europea.
En 1951, Cannes y Venecia ya tenían una imagen de opulencia con la que los organizadores de la Berlinale sabían que no podían competir. Por eso, el festival se caracterizó desde sus inicios por su carácter político y popular, una imagen que sigue manteniendo hoy en día en contraste con el glamur asociado a Cannes y Venecia. La primera Berlinale, celebrada del 6 al al 17 de junio de 1951, fue un festival modesto, con un programa improvisado y un presupuesto escaso. En aquella primera cita solo fueron invitadas a participar las industrias cinematográficas de las democracias occidentales, con la idea de atraer al público de Berlín Oriental como consumidores culturales en lugar de golpearlos con propaganda política directa. Rebecca (1940), de Alfred Hitchcock, fue la película que abrió el festival, escogida por no haber sido programada en cartera alemana durante la II Guerra Mundial.
Durante años, ni las producciones soviéticas ni las de Europa del Este pudieron competir en el festival: la primera cinta de la URSS lo hizo en 1974, cuando el canciller Willi Brandt inició su Ostpolitik y se normalizaron las relaciones con la RDA. Al año siguiente, un representante soviético se sentó en el jurado internacional y Alemania del Este presentó su primera inscripción oficial, Jakob der Lügner (Jacob el mentiroso, 1974), del director Frank Beyer. La Guerra Fría aún no había terminado, pero podemos tratar de imaginar lo que sintieron los representantes de potencias enfrentadas al sentarse en la misma sala y ver juntos las mismas películas. Tal y como afirmaban el pasado jueves desde el Festival, en ocasiones el cine “permite disfrutar de una experiencia colectiva y alegre (...) aunque el mundo esté al borde de una gran crisis”.
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