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'El hotel a orillas del río', bellísima reflexión sobre la imposibilidad de aprender a decir adiós

Un poeta coincide con dos jóvenes en un hotel a las orillas del río Han

Francesc Miró

Con la reciente y reluciente Palma de Oro en Cannes por Parásitos, Bong Joon-ho ha reafirmado la buena salud del cine surcoreano en el panorama internacional. Es la primera vez que su país se corona como la máxima galardonada en el festival de cine más prestigioso del mundo. Y aunque el Oscar a Mejor Película de habla no inglesa aún se le resiste a Corea del Sur, talento exportable no le falta.

Entre sus filas, Kim Ki-duk abrió la veda en festivales de todo el mundo con Hierro 3 y Samaritan Girl y Park Chan-wook cuenta con una legión de fans en todo el mundo gracias a obras de culto como La doncella y Oldboy. El propio Bong Joon-ho se ha hecho un hueco muy relevante en el mainstream con Okja y Rompenieves -de la que Netflix y TBS preparan una serie-, mientras Yeon Sang-ho -Tren a Busan- o Lee Chang-Dong -Burning-, se apuntan sus respectivos tantos.

Y sin embargo el más prolífico -últimamente estrena dos películas al año-, de todos ellos es, por lo que sea, el menos mediático. Su cine parece tener alergia a las grandes producciones, escaparse de las líneas de distribución de sus compatriotas y hasta evitar de forma consciente sus estilos narrativos y sus lenguajes visuales. Hablamos de Hong Sang-soo, que acaba de estrenar El hotel a orillas del río, una magnífica obra en la que aborda la incapacidad expresiva en el terreno emocional, el desarraigo familiar y la dificultad de detectar cuando hay que despedirse.

Porque decir adiós nunca es fácil

Un hombre de avanzada edad siente que su vida se acaba. No tiene ninguna enfermedad, ni padece ninguna dolencia que le impida seguir con su vida como lo había hecho hasta entonces, pero siente que algo no encaja. Tiene una certeza.

Abandonó a su familia hace muchos años y, aunque hoy es un reputado poeta y todo el mundo le respeta, siente la necesidad de reencontrarse con sus hijos. Así que acuerda verse con ellos en el hotel en el que lleva viviendo un tiempo. Allí volverán a cruzar sus vidas e intentarán reconciliarse.

Al mismo tiempo, una joven a la que ha abandonado su pareja llega al hotel. Tiene una misteriosa herida en la mano, producto de un accidente del que se sabe poco o nada. Espera en su habitación a una amiga íntima que llegará para hacerle más llevadero el proceso de ruptura y de cura de -heridas internas y externas-.

La nueva película de Hong Sang-soo plantea, desde su sinopsis y su protagonista, una historia llena de lirismo. Una metáfora que, desde el minuto uno, juega a mostrar y decir ciertas cosas, y callar lo que realmente resulta relevante al espectador. Entre conversaciones triviales, los personajes perdidos de su película afrontan sus traumas e intentan aceptar los cambios que la vida les ha propuesto.

En El hotel a orillas del río los caminos de un poeta y una joven se cruzan, conviven y se alteran. El caudal del Han, cubierto de nieve, bordea el impersonal edificio en el que han decidido reconstruir sus vidas, o más bien pararlas. Ponerlas en punto muerto.

Entre pasillos enmoquetados y paisajes de un blanco puro pero inerte, el realizador surcoreano traza un maravilloso mapa de emociones soterradas que luchan por emerger. Y que cuando se manifiestan, son de una sensibilidad que desarma y arrolla como un torrente al espectador.

En su juego lírico, El hotel a orillas del río gusta de crear imágenes de un potencial narrativo brillantes y, sin embargo, aparentemente sencillas. La pericia como creador de metáforas visuales del realizador surcoreano es al mismo tiempo muy evidente y muy intuitiva.

Cuando conocemos al poeta, por ejemplo, lo descubrimos tomando un café y quejándose por un helecho que necesita urgentemente que lo rieguen con agua. Pero cuando se vuelve a encontrar con sus hijos, después de años sin verlos, resulta que su mirada también se vuelve constantemente hacia la planta -fuera de plano- y no hacia sus vástagos. Detalle baladí que, realmente, nos habla de una relación tan muerta como una planta a la que jamás han prestado atención.

Lo sorprendente, en cualquier caso, es que estos pequeños juegos de rimas pareadas o libres no dificultan ni empañan el desarrollo de las principales tesis dramáticas del relato. No se trata aquí de maquillar una trama que no se sostenga o un desarrollo errático. Al contrario, suma capas de lectura de una forma tan afortunada como elegante.

Sang-soo, un Bergman moderno y coreano

Alejado en esta ocasión de cualquier juego metanarrativo como los que realizaba en Ahora sí, antes no -en la que gustaba de repetir las mismas escenas cambiando diálogos y alterando el devenir de la trama-, aquí todo fluye con una naturalidad que lleva de forma orgánica a un clímax que, de repente, parece sorprendente.

Y lo parece porque en su narrativa la pausa, la relajada cadencia en el diálogo y la concatenación de escenas, ofrece no solo aire a los personajes, también espacio para la reflexión del espectador.

En sus formas y temáticas casi obsesivas en torno a las relaciones humanas, sus pulsiones y sus ocasos, encontramos rastros del Bergman de Fresas salvajes, El silencio o Como en un espejo. Pero también una sensibilidad acorde con los cuentos de las cuatro estaciones de Rohmer y su manejo de la casualidad y lo efímero como lo más significativo de esta vida.

Inteligentísima en la construcción de su discurso, planteado en torno a distintos temas pero entre los que siempre subyace la imposibilidad de una despedida digna en cualquier relación afectiva, Sang-soo regala con El hotel a orillas del río una obra llena de emoción pero también magníficamente narrada.

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