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Un siglo queriendo cazar la Luna: la fascinación por nuestro satélite en 11 fotografías

José Antonio Luna

Endimión era un solitario pastor que siempre dormía mirando a su única compañía: la Luna. Sin que él lo supiera, la diosa celestial Selene también estaba enamorada de él. Cada noche bajaba a la tierra y se recostaba junto a su cuerpo desnudo con cuidado para no desvelarle. Pero una vez le despertó. Fue entonces cuando ambos se confesaron el profundo amor que sentían y el ovejero pidió un deseo: poder de dormir con los ojos abiertos para poder admirarla cuando esta cruzaba el cielo nocturno.

El mito griego de Selene y Endimión es solo uno de muchos ejemplos de la fascinación causada el satélite de la Tierra a lo largo de la historia. De hecho, como homenaje a esta historia, Endymion es el nombre de uno de los cráteres más reconocibles de la parte noroeste. No importa el periodo ni la cultura, la fascinación por el astro siempre ha estado presente. Toth era el dios de la Luna para los egipcios, Coyolxauhqui para los aztecas y Chang O, desterrada en un palacio de cristal en la Luna, lo es para los chinos.

De esta manera, con motivo del 50 aniversario de la llegada del hombre a la Luna con la misión Apolo 11, la Galería Nacional de Arte de Washington DC ha aprovechado para inaugurar una exposición disponible hasta el 5 de enero que sirve como homenaje visual del astro. La luz de la Luna plateada: un siglo de fotografías lunares presenta 50 instantáneas que van desde el siglo XIX, cuando todavía se luchaba contra la máquina fotográfica por obtener buenos resultados, hasta la era de la exploración espacial en la década de 1960.

100 años mirando el manto celeste dan para mucho. Y es que, desde que la fotografía apareció en 1839, documentar los misterios de la Luna ha sido un reto para quienes se situaban tras el disparador. Hasta entonces los astrónomos solo tenían una opción: mirar por el telescopio al mismo tiempo que dibujaban con lápiz y papel. No era la técnica más cómoda, ya que, como explicó a eldiario.es la astrofísica Almudena Alonso Herrero, “no era un trabajo de una noche, sino de muchas”.

Las primeras fotografías detalladas del cuerpo celeste no aparecerían hasta 1850, fecha en la que los profesionales ya podían emplear capturas para mapear con mayor precisión la superficie lunar. Es el ejemplo del astrónomo británico Warren de la Rue, uno de los primeros en lograr imágenes apropiadas. Incluso creó una instantánea estereoscópica (3D) al seleccionar dos vistas durante fases similares y poner una al lado de la otra a la misma distancia que hay entre los ojos humanos. Posteriormente, solo bastaba utilizar unas gafas especiales para unir aquellas tomas y conseguir una sensación 3D del satélite. Era algo rudimentario, pero fue un éxito entre el público. Otros especialistas, como Henry Draper, John Payson Soule o Joseph L. Bates, tampoco perdieron la oportunidad de crear su propia Luna tridimensional.

Era cuestión de tiempo que la tecnología permitiera realizar un atlas detallado, y este llegó de la mano de Maurice Loewy y Pierre-Henri Puiseux. Los astrónomos franceses aprovecharon las bondades del telescopio situado en el Observatorio de París para identificar cráteres y otras áreas visibles. El resultado fue un álbum publicado en 1886 en el que se apreciaba al satélite con todo lujo de detalles, incluyendo hasta zonas en sombra. Además, el registro se fue ampliando: durante los 14 años siguientes aumentó hasta alcanzar más de 80 fotograbados. Así nació la primera obra que consiguió bajar del cielo aquella misteriosa esfera luminosa para llevarla a las librerías.

 

La habíamos visto, pero había que pisarla

La inquietud por el astro no acabó con inmortalizarlo a través de la lente. La Guerra Fría entre EEUU y la Unión Soviética estuvo marcada por las demostraciones de poder, dando lugar a una carrera espacial entre ambas potencias cuya meta estaba clara: la de llegar a la Luna antes que el rival.

El 12 de abril de 1961 los rusos consiguieron colocar al primer ser humano en el espacio, Yuri Gagarin, pero seguía sin ser suficiente. La imagen de una bandera en superficie lunar era demasiado potente, y la competición no iba a acabar hasta que uno de los dos bloques la consiguiera. No se luchaba a favor de la ciencia, sino por demostrar la superioridad del capitalismo sobre el comunismo o viceversa.

No es de extrañar, por tanto, que la misión que tenía como objetivo el alunizaje mantuviera pegada a más de 500 millones de personas a la televisión en todo el mundo. Las imágenes que veían del comandante Neil Armstrong y Buzz Aldrin eran en directo, pero no uno demasiado riguroso: la señal llegó cuatro días después, el 20 de julio de 1969. Además, tuvieron que ser tomadas con una cámara diseñada para resistir los cambios de temperaturas extremos y conectarse a gran distancia vía satélite a la Tierra.

El hallazgo no pasó desapercibido en ningún rincón del planeta. Ni siquiera en Vietnam, donde estaban destinados miles de soldados norteamericanos. EEUU se encargó de difundir un hallazgo que en teoría ejemplificaba su supremacía en el campo tecnológico, y el presidente Richard Nixon, con solo seis meses en el cargo, se aseguró de estar presente cuando los astronautas cayeron en mitad del océano Pacífico.

Los enviados en el Apolo 11 no solo se dedicaron a recolectar muestras de polvo lunar. También llevaron consigo una cámara especial para capturar la superficie en 3D que, al igual que las transparencias estereoscópicas de 1850, buscaban crear una sensación de inmersión en los espectadores. La experiencia era mucho más satisfactoria, por los obvios avances tecnológicos, pero la curiosidad era y sigue siendo la misma.

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