La chica que deseaba al Diablo
Deseo que venga el diablo cubre tres años en la vida interior de una joven de la cuenca minera de Butte, Montana. Era 1902 y tenía 19 años cuando lo mandó a una editorial de Chicago, que lo hizo imprimir de inmediato, aunque retitulado La historia de Mary MacLane, previa censura de su editor. Fue la sensación literaria de su época, vendiendo 100.000 copias en su primer mes de vida. Un siglo más tarde, se ha reeditado en Estados Unidos con prólogo de Jessa Crispin; y llega a España por primera vez gracias a Seix Barral, con prólogo de la poeta Luna Miguel.
Es un libro intoxicante, intensamente femenino, que carece de todas las características de la chick-lit. MacLane quiere “golpear al mundo en un punto vulnerable” y no necesita que nadie bendiga su estilo, sus ambiciones o su personalidad. “No son las muertes, los asesinatos, los ardides ni las guerras los que hacen de la vida una tragedia -declara- Es la Nada lo que la hace tragedia. Es día tras día, año tras año, y la Nada”.
Como la Claudine de Colette, su historia inspiró una fiebre de huidas, romances, memorias y hasta -se dice- suicidios entre la juventud local. Un siglo más tarde, su relato sigue siendo escandaloso, no sólo porque la excéntrica y divertida Mary desea que venga el diablo y la trate “con crueldad”, entre otras cosas fantásticas. “Ojalá nunca me convierta, ¡horror!, en un animal tan normal y despiadado, en esa monstruosidad deforme: la mujer virtuosa. Lo que sea, Diablo, menos eso”. Es por algo que explica Crispin en prólogo de la reedición norteamericana: “Mary McLane es la usurpadora de todos los vigilantes que dicen que las adolescentes no tienen nada que decir”.
Pionera del romanticismo moderno, precursora de Silvia Plath
Mary tiene mucho que decir, y tiene una lengua malévola. Su escritura brilla con la fuerza de su imaginación incendiaria y de su indignación mesiánica contra “la gente reseca y retorcida de Butte” y los autores populares de la época, incluyendo “esa antigualla patética y sin gracia de Jane Eyre”, las debilidades de Dickens y la higiene del pobre Samuel Johnson. Confesional antes del movimiento confesional de Robert Lowell, salvaje antes que Anne Sexton y más interesante que la mayor parte de las memorias de juventud perdida que inundaron los años 90, sus lazos literarios y espirituales están con Claudine, con el Rimbaud de Una temporada en el Infierno y la Sylvia Plath que quería ser Dios. Y, posiblemente, con El Cuervo de Ted Hughes, al que bien podría haber servido de inspiración en los momentos más nihilistas.
El club de las poetas muertas
La propia Mary tenía una musa: María Bashkírtseva, la pintora y escultora ucraniana cuyo libro de memorias, Yo soy el libro más interesante de todos, escandalizó y cautivó a la inteligencia europea del XIX. Bashkirtseff empezó su diario a los 15 años y como MacLane –y Plath después de ellas– Bashkírtseva lo quiere todo. “Me parece que nadie ama todo tanto como yo: artes, música, pintura, libros, mundo, vestidos, lujo, ruido, calma, risa, tristeza, melancolía, bromas, humor, frío, sol... adoro y admiro todo... Todo se presenta para mí bajo aspectos interesantes o sublimes: yo querría verlo todo, tenerlo todo, abrazarlo todo, confundirme con todo...”. Pero sus pactos no son con el Diablo sino con Dios y con la Virgen, a los que promete limosnas y peregrinajes a cambio de reconocimiento. Mary no quiere nada con ninguno de ellos.
Curiosamente, las dos se auguraban una muerte temprana –a la manera de James Dean: “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadaver”– y acertaron. Bashkírtseva murió de tuberculosis a los 25 años: su diario fue publicado de manera póstuma por su castradora madre, que lo editó a conveniencia para quedar en mejor lugar. Y MacLane fue encontrada muerta “en extrañas circunstamcias” en su apartamento de Chicago a los 48 años. Las chicas buenas van al cielo, las malas a Nueva York y Mary había aprovechado el éxito, la fama e ndependencia económica para huir a a Nueva York, donde fue muy, muy mala. Sobre sus aventuras como cantante y socialite bisexual escribió en un segundo libro, llamado Yo, Mary MacLane.
Espíritu salvaje hasta la muerte, cumplió su promesa al Diablo de no casarse jamás (entre una casada infeliz y “su hermana más humilde de la calle”, prefiere “a la que lleva la fama a flor de piel”) y hasta sus últimos textos mantuvo un espíritu admirablemente autoreferencial en un contexto donde las mujeres ambicionaban un marido, una cocina y una hija a la que peinar. “Soy Mary MacLane: alguien de poca importancia para el ancho mundo y de una enorme y maldita importancia para mí”, acaba su último libro. Al periodista que quiso saber si lo que contaba en sus diario era cierto: “Podría haber escrito un libro lindo y hacer de chica linda y agradable, pero preferí contar la verdad”.