Del cólera a la COVID-19: epidemias del clasismo en el Madrid de ayer y hoy
El periodismo del pasado puede servir para realizar un viaje en el tiempo. Y este viaje en el tiempo puede convertirse en un diálogo con el presente. Es el caso de las crónicas que Julio Vargas escribió a finales del siglo XIX, donde relataba sus incursiones en el extrarradio madrileño en plena epidemia de cólera. Publicadas inicialmente en el diario El Liberal, estas expediciones del barrio de las Injurias, La Prosperidad o los lavaderos del río Manzanares terminaron convirtiéndose en un libro: Cólera. Viaje de exploración por los arrabales de Madrid (1885).
La editorial La Felguera recupera ahora estos textos en un volumen de tamaño reducido, con el aura de objeto estético que caracteriza al sello y también con una cierta vocación de intervención en el pensamiento y el debate sobre la actualidad. La introducción del editor, Servando Rocha, hermana un cierto gusto por lo chocante (véanse las referencias a la práctica de esgrima de los periodistas, para estar preparados de cara a posibles duelos de honor) con la carga de profundidad. Porque traza algunos paralelismos entre la gestión de aquellos brotes de cólera y la actual pandemia de covid-19.
Cólera nos habla de la estigmatización de los habitantes de barrios de rentas bajas, vistos como focos de contagio andantes con costumbres insalubres a quienes se debe aislar. También fija para la posteridad la apuesta por unas políticas fundamentalmente equivocadas, arbitrarias o incoherentes, que no solo tenían que ver con lagunas de conocimiento sobre la enfermedad sino también con prioridades politicas y con visiones (clasistas) del mundo.
En un pasaje del libro, Vargas lamenta que las autoridades parezcan muy ávidas de incautar trapos en lugar de solucionar el problema más acuciante en una enfermedad transmitida por exposición a materia fecal: la falta de alcantarillado en las barriadas populares, la presencia de aguas residuales a pie de casa y su vertido descontrolado en acuíferos que abastecen de agua de boca. El uso de Vista-Alegre como un gran hospicio donde deportar a los vecinos de los arrabales remite a una cierta tendencia a querer solucionar problemas complejos a través de un único gran equipamiento-contenedor.
Incursión en otro mundo
El yo periodístico de Vargas se presenta prácticamente como un explorador que visita lugares cuyos conciudadanos raramente podrían alcanzar. “Todo el mundo en Madrid lo conoce de nombre; pocos madrileños, seguramente, podrían dirigirse a él sin vacilación”, escribe sobre el barrio de las Injurias. Esta zona es un ejemplo de que algunos lugares visitados por el autor resultaban objetivamente de difícil acceso.
Parecería que llegar hasta las Injurias tiene algo de aventura colonial al estilo del relato El país de los ciegos, de H. G. Wells, donde un explorador accede por accidente a una sociedad desconocida. Vargas explica que el barrio no tiene entrada “en la racional acepción de la palabra: el que quiera llegar hasta él ha de deslizarse trabajosamente, bien por una rampa abrupta y fangosa, bien despeñándose por las violentas cortaduras del terreno, que forman, con el plano superior, un ancho barranco de pronunciadas líneas”.
Estas referencias a emplazamientos casi ocultos pueden tener algo de sensacionalista. Al fin y al cabo, el periodista escribía para conservar el interés (y sacudir las consciencias) de los lectores de una publicación periódica. Aún así, esta retórica pueden esconder una intención de revelación con tintes satíricos: evidenciar que, para el ayuntamiento y para muchos ciudadanos de la urbe, estos lugares eran verdaderamente otros mundos completamente ajenos a su realidad.
El resultado es una especie de La gente del abismo, de Jack London, en versión madrileña. Si el autor estadounidense se sumergió en la miseria del Londres industrial, Vargas pasea por los arrabales de la capital española. Rocha vincula estas expediciones con posteriores referentes literarios nacionales: la novela Misericordia, de Galdós, publicada en 1897, o la trilogía La lucha por la vida, de Pío Baroja, editada ya en los primeros años del siglo XX. El editor cita en su texto una conocida frase del autor de El árbol de la ciencia, publicada en un artículo de 1906, que alerta sobre la pobreza extrema en los alrededores de una capital “rodeada de suburbios, en donde viven peor que en el fondo de África un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada”
Vargas habla de las infraviviendas y sus orígenes económicos (“ideadas por la necesidad” de algunos, pero también “calculadas por la especulación de otros”). Insiste incansablemente en el peligro sanitario que supone la falta de alcantarillado y el descontrol con las aguas negras. Recalca que hay lugares por donde no ha rodado jamás “carro alguno de los destinados a la limpieza de la vía pública”, y que en zonas como el barrio de la Guindalera, las brigadas de limpieza solo comparecían en fiestas. Apunta la falta de escuelas, de médicos y, en definitiva, de atención.
Cólera es una obra de periodismo con abundantes dosis de denuncia, pero que también dimensiona las arquitecturas más salubres y adecuadas que impulsaron algunos promotores. En todo caso, Vargas prioriza los lugares, el mapeado de espacios, la ausencia de infraestructuras, y llega a dejar un poco fuera del cuadro a esas personas cuya exclusión es el tema principal del libro. Quizá una mayor presencia de testimonios podría haber realzado el valor antropológico de los textos, marcados por la obligada brevedad del artículo para diario, que se centran mucho en el problema urbanístico y de (falta de) políticas públicas. Eso sí: cuando el autor da la palabra a la gente, esta palabra suena atronadora. “Ya se enmendará cuando se convenzan de que en los arrabales de Madrid también viven personas”, declara un albañil de la Prosperidad cuando se le pregunta sobre unas políticas municipales que les ningunean.
4