Concha Alós, la escritora que puso voz al deseo femenino en los años represores del franquismo
Cuando el Premio Planeta –cuyo ganador número 73 se conocerá este martes– aún era algo más que una eficiente campaña de marketing, el nombre de una mujer se repitió dos veces en su palmarés: Concha Alós (Valencia, 1922 - Barcelona, 2011), que lo ganó en 1962 con Los enanos –veredicto anulado porque lo había presentado a otro premio–, y, ahora sí a todos los efectos, en 1964 con Las hogueras. Después de que la editorial La Navaja Suiza recuperara en los últimos años Los enanos (1962), El caballo rojo (1966) y Rey de gatos (1972), Seix Barral rescata la que presenta como su mejor novela, una historia que pone sobre la mesa asuntos como el deseo femenino, la independencia de las mujeres o la incomunicación en el matrimonio.
“La memoria es una forma de reconocimiento; la desmemoria, de desconocimiento”, dice Llucia Ramis en el prólogo. Concha Alós murió de alzhéimer, olvidada por el mundo editorial, como tantos de su generación; la reconstrucción democrática tenía prisa por desvincularse del pasado y asentar nuevos valores, también literarios. Su obra, no obstante, revela una voz rotunda e insumisa, de lirismo sutil y mirada descarnada. La autora, de familia obrera y republicana, en 1959 dejó a su marido, el periodista afín al régimen Eliseo Feijóo, con quien vivía en Mallorca, para marcharse a Barcelona con un joven Baltasar Porcel. Esos avatares se reconocen en Las hogueras, repartidos entre sus personajes.
En la Mallorca de los años sesenta, dos mujeres en apariencia muy distintas llevan como una silenciosa agonía su creciente frustración: Asunción, una sencilla maestra, soltera y cultivada, que imparte clases a los inmigrantes analfabetos que han llegado del resto del país en busca de oportunidades; y Sibila, exmodelo que gozó de la buena vida de París y se casó con Archibald, un empresario rico pero con el que, en el fondo, no tiene nada en común. En sentidos opuestos en apariencia, que en el fondo surgen de la misma presión social, ambas lidian con la relación con el cuerpo y con las relaciones con los hombres, en el marco de una sociedad que reprime sus anhelos.
Asunción, en principio, puede parecer el tipo de mujer pionera e independiente que hoy se admiraría: no solo se atreve a vivir sola, sin doblegarse ante la autoridad masculina, sino que dedica su existencia a la educación de los más necesitados mientras ocupa su tiempo libre en leer. Sin embargo, en la práctica, la precariedad (de todos los tipos) no se puede romantizar: Asunción anida una profunda desdicha, el trabajo le proporciona un sueldo magro, contiene sus apetitos y, en general, se siente como “una gran madre. Una clueca inmensa” que “cuidaba de todos y pintaba con mercromina todas las heridas”, aunque a esta “madre” nadie la recibe con un abrazo en casa.
Sibila ha disfrutado de todo lo que se le priva a Asunción: el círculo bohemio, el juego de la seducción, la seguridad material. Pero en ocasiones se vive “en un presidio lleno de almohadones”: el amor por su marido hace tiempo que se marchitó, si es que existió alguna vez; carece de alicientes con los que ocupar el día a día y su esposo, gran lector, la percibe como una “infeliz muchacha sin cultura ni curiosidad […] con una tremenda confusión dentro de su ser, perdida y sin ninguna intención de encontrar un camino”. Hay un abismo entre “aquella muchacha delgada, aventurera y medrosa que conoció en París” y la mujer narcisista y aletargada en la que se ha convertido.
Cuerpo, belleza, sexualidad
Tanto Asunción como Sibila tienen una fuerte conciencia del cuerpo, el paso del tiempo y la noción de belleza. La exmodelo es ahora “una mujer glotona […] un poco gorda”. La maestra se refugia en su interior, porque “fuera de sí misma todo cojea y falla”, pero en su cuarto se mira al espejo resignada. Se compara con las abejas, esos insectos “asexuados que tienen como única misión el trabajo. Proporcionar alimento al resto […] Asunción venía a ser eso: una abeja obrera. Para otras el frufrú de las sedas, las camas rellenas de plumas y los besos, aquello que llamaban placer”. Siempre sería “el gato al que se capa para que engorde y no huya y la mujer que se queda sentada en los bailes”.
Una sufre por el matrimonio en crisis, la otra por un ascetismo no tan voluntario (“Toda su vida […] Asunción había buscado desesperadamente alguien a quien amar”). El afán de agradar a la mirada masculina converge con su propio deseo sexual, aunque mientras que una lo reprime, la otra se deja llevar; y esas elecciones determinan su camino. Hay dos escenas paralelas que ilustran su malestar a través del camisón: el de Asunción, “de franela abrochado hasta el cuello”, dado que “se puede permitir el lujo de no pasar frío. Nadie la ve”; Sibila lo lleva corto, se quita la bata “y se ovilló al lado de él como una gata”, pero Archibald ya no la mira como “algo precioso recién hallado”.
La castidad no elegida, la falta de correspondencia afectiva, condicionan su identidad, sacan su lado más oscuro y vergonzante, por cuanto se halla invisible (reprimido) en la sociedad. “Es mejor ser azotada, vendida en un burdel”, se desespera la exmodelo ante el rechazo. “Ya que forzosamente ha de pasarse sin hombre, le gustaría más ser viuda. […] el término tiene una dignidad que no tiene el otro”, se lamenta la “solterona” (sic). Con todo, Asunción “prefiere estar soltera a permanecer atada a un hombre, a medida que pasan los años cada vez ”le resultaría más difícil si tuviera que escoger un compañero para toda la vida“.
El malestar se extiende a la vida en general: Sibila carece de inquietudes y apenas hojea una revista; Asunción lee libros, pero, aunque un amigo le aplauda el haber logrado “ser independiente. Tener conciencia de que eres un ser libre. Sentirte necesaria”, para ella no son más que “las palabras que nos vamos repitiendo los desgraciados para no caer en la desesperación. Los tópicos que nos enseñan para que no nos rebelemos”. Convertirse en una mujer “discutidora” solo la ha conducido a “hacerme mala. Una resentida con la peor de las amarguras: la de la inferioridad social, la de la inferioridad física”. El tedio de ambas se camufla en la privacidad del hogar, salvo que osen rebelarse y salir de ahí.
Sueños rotos, caminos equivocados
Ellas no son las únicas insatisfechas. La autora, aun concediendo el protagonismo a las mujeres, no descuida a los personajes masculinos. Archibald, el marido de Sibila, dista mucho de encajar en la imagen del triunfador pagado de sí mismo: como un Montaigne de segunda, necesita saciar su enorme curiosidad intelectual, se hace una vida interior más rica que su fortuna, que lo distancia de su despreocupada y apática esposa. Daniel, “el Monegro”, es uno de los inmigrantes de la escuela, “hombres barbudos, sin afeitar, sentados en unos bancos de niño, hechos para los niños”, que, eternos “forasteros”, han llegado para pican piedra o labrar el campo.
Ambos, a su manera, conectarán a las dos mujeres, que no se conocen. Su relación con el estudio, con el cultivo de sí, podría decirse, tiene mucho que ver: uno, porque quiere que su esposa se instruya; el otro, porque, aunque las clases se pongan a su disposición, las aborrece. Hay un tercer hombre, Pablo, amigo de Asunción, con el que se cartea; una amistad más intelectual que apasionada que genera muchas dudas a los dos. El amor, la posibilidad de una vida en común y el fracaso sentimental se extienden a todos, mujeres y hombres, ni ellas víctimas absolutas, ni ellos opresores sin ambages, cada uno con sus costras, los viejos conflictos atemporales.
Y todos están muy solos. Quizá, más que las relaciones y la forja de identidad femenina, la soledad sea el gran tema de la novela, las distintas formas de soledad. Sobrevuela una sensación, para todos, de estar en el lugar equivocado –esa isla que es un personaje más, con sus vientos y sus corrientes, con una vegetación que por momentos se vuelve hostil, una atmósfera gótica–, con la compañía (o la ausencia) equivocada. Individuos a los que los sueños les “vienen grandes como el jersey comprado en una tienda de rebajas llena de apreturas”, aunque, quizá, “lo que ocurre es que en verdad no deseamos aquello a lo que venimos llamando nuestra meta”.
Cuando llegó a la escuela, Asunción comenzó a cultivar unos geranios. Los regaba con el mismo ímpetu con el que se entrega a la docencia, convencida de lo que la educación puede hacer por el ser humano. Los inicios tienen eso, ilusión, como la de Sibila y Archibald en París; o la del Monegro al dejar atrás la meseta. Propósitos, sueños, que en esa sociedad gris del franquismo se marchitan como las flores. El tiempo es inclemente con los humanos y con las plantas. El fuego también; solo que, en ocasiones, no hace falta esperar que una hoguera arrase con todo, pues apenas queda nada que destruir ya.
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