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El jardín de la escritora Pia Pera: cuando las plantas no se dejan controlar como los textos

Pia Pera en un retrato de archivo, tomado en Milán en 2009

Cristina Ros

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Hay autores que dan lo mejor de sí cuando ya saben que tienen los días contados. Su forma de poner toda la carne en el asador es quedarse solo con lo esencial, lo que los nutre a ellos y al lector; una verdad despojada porque no hay tiempo que perder y uno quiere ante todo hacerse entender sin máscaras. Cuando la escritora italiana Pia Pera (Lucca, 1956-2016) fue diagnosticada de esclerosis lateral amiotrófica (ELA), en 2012, ya llevaba un tiempo volcada en un singular proyecto de vida: el cultivo de un jardín, una actividad que iba mucho más allá de las tareas de horticultura y se erigía en un espacio de paz, meditación y reencuentro, con la naturaleza y consigo misma.

Aún no se lo he dicho a mi jardín (2016), su último libro, toma el título de un poema de Emily Dickinson, I haven’t told my garden yet, en el que la poeta norteamericana, una gran amante del jardín a su vez, evoca la muerte que acecha al jardinero y la ausencia que vivirá este reducto cuando él ya no esté ahí para cuidarlo. Es ley de vida: los seres mueren, la naturaleza renace. Pia Pera había aprendido a convivir con esta certeza, por eso su obra, aunque narre el declive progresivo de la enfermedad, está llena de luz.

Con una serenidad encomiable, reflexiona sobre la muerte, el paso del tiempo, la pérdida de autonomía a medida que la enfermedad avanza, la relación con el cuidador y todo aquello que la ha acompañado a lo largo de su vida: los amigos, los libros y, por supuesto, el jardín, ese jardín que es una extensión de sí misma y en el que acoge a los demás, en persona y a través de sus palabras, para contagiarles una armonía con los ciclos naturales que aporta sosiego en esta era de urgencia y artilugios electrónicos.

Una mujer hecha a sí misma

Primero fue la literatura: nacida en una familia bohemia que le inculcó la pasión por la cultura, estudió Filosofía en la Universidad de Turín y se doctoró en Historia rusa en la Universidad de Londres, donde tuvo como profesora a la prestigiosa historiadora Isabel de Madariaga. Se dedicó un tiempo a la docencia universitaria, pero pronto concluyó que el entorno académico no era para ella. La literatura, eso sí, no la abandonó jamás: tradujo y editó varios libros, entre los que destacan clásicos rusos de Chéjov, Pushkin y Lérmontov, e ingleses como Frances Hodgson Burnett. En los años noventa debutó como escritora con un volumen de cuentos que exploraban la relación entre el eros y el cuerpo. La consagración le llegó con su primera novela, Diario de Lo (1995), una versión de Lolita narrada desde el punto de vista de la muchacha, que se publicó en muchos países y se convirtió en un éxito internacional.

Sin embargo, las obras que firmó ya en el siglo XXI –y que son las que encontramos hoy en las librerías españolas– poco tienen que ver con sus inicios. Desde que se hizo cargo de una finca abandonada, cerca de su tierra natal, para convertirla en un jardín, todo comenzó a girar alrededor de esta actividad, incluida la creación literaria, que dejó atrás la ficción. Colaboró con diferentes revistas con artículos sobre jardinería y escribió una serie de libros que no pretenden ser un manual, sino más bien ese género híbrido entre el memoir y la indagación filosófica, pues invitan a pensar, a pasear, a nutrirse de lo que brinda la naturaleza, en cuerpo y espíritu. Errata Naturae lleva cuatro años publicándola en castellano, a razón de un libro cada primavera; la época del florecimiento le sienta bien a Pia Pera.

El jardín como lugar propio

El “retorno a lo rural” todavía no se había convertido en tendencia cuando ella comenzó a ocuparse de aquel terreno. Tampoco la perseguían delirios de grandeza: no soñaba con imitar los jardines palaciegos, ni con nada tan ostentoso como para tener que delegar su mantenimiento en otros. Más que el resultado final, la movía una búsqueda existencial: cultivar ese patio, transformarlo poco a poco, con sus manos, día a día, un ejercicio que complementara el estímulo intelectual de los libros; es decir, un arte no remunerado (en términos capitalistas) que nadie le había pedido que hiciera. Distaba mucho de ser una experta: aprendía paso a paso, preguntando a los horticultores veteranos y, sobre todo, experimentando, a base de ensayo y error, la única manera de veras eficaz de asimilar un conocimiento práctico. Porque, por mucho que se informara, cada jardín tiene sus particularidades, y, además de saberse la teoría, de vez en cuando es necesario dejarse llevar por la intuición. Lo inesperado forma parte de su encanto.

Con el cultivo del jardín, y la reflexión paralela que desarrolla en libros y artículos, la jardinería se convierte en una actitud vital, una manera de estar en el mundo. Encuentra su pertenencia en la dedicación a ese espacio, la entrega a un proyecto que depende de ella y al mismo tiempo se le escapa, porque la naturaleza tiene sus propios ritmos, no responde a un mandato humano, no se puede someter a su control como la redacción de un texto. El jardín se presenta como un espacio de descubrimiento constante, de renacimiento, de celebración de la vida. No se agota nunca, pues siempre existe la posibilidad de plantar otra especie, o de que lo visite un animal sorprendente, o de que el clima cambie las dinámicas. Con la pandemia se habló mucho del miedo a perder el control; cultivar un jardín, en cierto modo, entrena en esa aceptación de la convivencia con lo inesperado, lo que no pasa por nuestras manos.

La autora no pierde su inclinación por la filosofía; de hecho, la desarrolla en el diálogo con el jardín. En sus apuntes –sus libros se componen de fragmentos breves, entre la observación inmediata y la reflexión posterior–, no solo registra los avistamientos y la evolución de los cultivos, sino que la observación de la naturaleza en ese remanso de paz desencadena pensamientos extensibles a otras facetas. Consciente del privilegio que supone dedicarse a su parcela, no aspira a vender un modo de vida –más allá de la recomendación de salir al aire libre como hábito saludable–, sino que comparte su experiencia, sus conclusiones, para hacer llegar a otros lo que le resulta enriquecedor. Y no hay duda de que lo consigue: tanto cuando se apasiona por un nuevo cultivo como cuando relata sus renuncias por la enfermedad, sus palabras reconfortan, invitan a ver las rutinas desde otra perspectiva. Se puede decir que sus libros 'hacen compañía'.

Un arte autosuficiente y sostenible

En sus meditaciones hay una conexión con la realidad y los retos del siglo XXI. Tiene claro que un jardín debe estar hecho con mesura: no se puede promover un crecimiento ilimitado, ni excederse con especies exóticas que, además de ser más costosas, pueden perjudicar a las autóctonas. Dado que su jardín comprende tanto flores –los aficionados a la jardinería se inspirarán con sus listas de plantas– como huerto, resulta fundamental que aporte alimentos nutritivos, para ella y sus allegados, recuperando la costumbre de intercambiar frutos de la cosecha con otros horticultores o regalarlos. Y debe ser sostenible, que ni se genere más productos de los que puede consumir ni ocasione más gastos (de dinero, pero sobre todo de recursos naturales) que beneficios. Dicho de otro modo: que no dañe ni la naturaleza ni al ser humano; que, al contrario, los alimente.

Dedica también algunas páginas a los niños, a la importancia de que la naturaleza esté presente en su formación. No solo para aprender a amarla a la manera de un cuento con bellas ilustraciones y animalitos entrañables, sino conviviendo con ella, convirtiéndose, en la medida de lo posible, en pequeños horticultores. Las escuelas se benefician de este tipo de iniciativas, que aúnan el respeto por el medio ambiente con el conocimiento del origen de los alimentos, lo que puede redundar, con suerte, en la adquisición de mejores hábitos alimenticios y una mejor salud general. Además, el simple hecho de estar al aire libre, tocando la tierra, recibiendo la luz del sol, es un ejercicio muy sano que promueve la socialización y la cooperación.

“Il faut cultiver notre jardín”, decía Voltaire en su Cándido. Cultivar un jardín como el ejercicio del cultivo de sí, de desarrollarse, crecer interiormente. Pia Pera dio con ella en su sentido más literal: la creación de un jardín propio, de reanimar, a su manera, un patio huérfano. Ella, una humanista que había desempeñado todos los oficios de las letras, halló su lugar en el trabajo modesto de la tierra, ese que conlleva ensuciarse, asumir responsabilidades diarias para con otros seres vivos, mover el cuerpo y, ante todo, tener paciencia, mucha paciencia. Su filosofía reconecta con la naturaleza e invita a vivir más despacio, detenerse, reorientar la mirada y con ella el pensamiento. Invita a mantenerse en un estado de aprendiz eterno, no en el sentido académico, sino en el de conservar la curiosidad viva, dejarse llevar por el instinto y la imaginación. Hay que hacer un esfuerzo, remar a contracorriente de lo que dicta la sociedad occidental, pero la recompensa es inconmensurable: el sentimiento de armonía con uno mismo y con el mundo. Aunque estés encerrado en una habitación, leer a Pia Pera te hará sentir libre.

Como curiosidad, Emanuele Trevi escribió sobre ella y el también escritor Rocco Carbone en Dos vidas (Premio Strega 2021; Sexto Piso, 2022, trad. Juan Manuel Salmerón), un homenaje a estos dos amigos que fallecieron demasiado pronto.

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