La Nobel Louise Glück: una poeta en búsqueda del amor salvaje
Pregúntame quiénes son las tres mejores poetas septuagenarias en lengua inglesa, y te responderé, creyéndome Bloom, que probablemente las tres llevan el cabello lacio y blanquísimo, que las tres están ampliamente traducidas a nuestro idioma, que las tres son referentes muy claros para las nuevas generaciones de poetas alrededor del mundo, y que, como dato curioso y definitivo, las tres han logrado la gloria literaria escribiendo a propósito del desamor.
Ahí La belleza del marido, de Anne Carson, un divorcio en forma de tango. O El salto del ciervo, de Sharon Olds, donde se venera la fidelidad «como si se tratara de un cumplido / en lugar de una mera somnolencia». Y por supuesto, Praderas, de Louise Glück, esa revisión de Odiseo y Penélope, en el que la mentirosilla voz de la narradora se pregunta si tal vez el verdadero destino de esos personajes era la separación, pues en el acto de estar solos también puede rebosar el amor.
Resulta que el amor rebosante de Louise Glück ha sido celebrado este 8 de octubre de 2020 con uno de los galardones más célebres con los que se puede condecorar a una escritora. Su amor rebosante y salvaje, también hay que decirlo, había sido previamente reconocido con todos los premios que una pueda imaginarse en la escena anglosajona. Entre otros, el Pulitzer, el William Carlos Williams, el National Book Critics Circle, y una larga lista de becas, que llevaron a Glück a convertirse en una autora tan querida como odiada en los círculos poéticos de EEUU, pues ya se sabe que los poetas —y aquí recalco la o del macho en su plural— pueden ser los seres más envidiosos de la tierra.
Del éxito de Louise Glück como poeta, ahora reforzado por la Academia sueca, se ha llegado a decir que es inmerecido por su aparente cursilería, por su manera de injertar en los versos una cantidad excesiva de plantas y de flores, como si en vez de escribir poesía estuviera acariciando rosas. De su fascinación por la naturaleza y lo clásico se ha dicho también que es un gesto facilón. Que su voz está desprovista de lirismo, pues en su aparente simpleza lo que hay es absoluta frialdad.
A los poetas —e insisto en la o—no les suele gustar que otro poeta gane más premios que ellos, especialmente si lo que escribe bebe de una tradición poco masculina como es la de la escritura floral heredada previsiblemente de una Safo o de una Hilda Doolittle. Que Louise Glück haya recibido tantos ataques de este tipo, y que además se haya intentado tantas veces poner en evidencia su estilo cándido, me lleva a pensar que tal vez estos lectores no han sabido ver más allá de lo evidente.
Si a Carson se le celebra una narrativa y una inteligencia, y si a Olds se le admira por su socarronería deslenguada, Glück podría parecer tan solo una florecilla endeble al lado de esas dos septuagenarias monstruas, si no fuera porque en realidad, esa flor, esconde también una afilada colección de espinas en su tallo. Tal vez la mejor espina de Glück, la más representativa, sea la que late en El iris salvaje, poemario merecedor del Pulitzer y el primero de la autora en ser traducido al español. La obra prácticamente al completo —o al menos sus poemarios más representativos— de Glück puede encontrarse aquí en Pre-Textos. El editor, horas después del anuncio del premio, desvelaba a la prensa que el último libro que publicó en primavera de la estadounidense no había llegado a vender ni siquiera doscientas copias.
Tal vez su suerte cambie a partir de ahora, y tal vez en esa suerte se encuentre también en la mirada atenta que Glück precisa. En ella y en sus libros está reflejado lo clásico y lo natural, sí, pero también una mirada distinta y muy novedosa sobre la maternidad y el acoso infantil, sobre la familia, sobre el papel de las mujeres en la historia y en los mitos, sobre el enamoramiento primerizo, y sobre la enfermedad de escribir por encima de todas las cosas. «¿Qué deseo piensas que pedí?», pregunta una voz en Praderas: «Pedí lo que pido siempre. Pedí poder escribir otro poema», responde la poeta.
De este modo, podría asegurar que lo que enerva y enamora a partes iguales de la escritura de la estadounidense es su absoluta falta de interés por lo grandilocuente. Lo declaró una vez: «Escribo para hablar a aquellos a quienes he escuchado». Con esa generosidad tan poco común en los poetas —en esos poetas que buscan ser el centro de todo y no la brizna al fondo de un paisaje desde el que escuchar el mundo—. Con esa generosidad, señalaba, Louise Glück escribe para hablar a aquellos que le han entregado belleza, a todos esos rayos que le han regalado calor, y a toda esa música que le ha ayudado a componer su propio ritmo, y con él, su deslumbrante pensamiento. Así que seré yo, su silenciosa lectora, quien opte en este día por la grandilocuencia y os diga: tengo fe. Tengo fe en el amor salvaje, en las flores endebles, en la gracia de Glück.
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