Qué hace alguien como tú escribiendo sobre algo como esto
Esos hilos que más que de lino parecen cuchillos, o esas corrientes que más que de aire parecen fuego, son las que a veces arrollan a quien dispone de un altavoz, y especialmente, a quien por pudor o por hartazgo, no necesita, no puede o no debe utilizarlo. El ambiente bélico al que nos enfrentamos ha disparado la exigencia de opinar sobre un hecho doloroso y aún incierto a escritoras y escritores, a intelectuales, como si estos tuvieran —tuviéramos— la responsabilidad de encontrar una palabra correcta Decía Theodor W. Adorno en el prólogo de Minima Moralia que fue en los años más duros de la Segunda Guerra Mundial cuando necesitó escribir ese compendio de pensamientos íntimos y variados, la mayoría centrados en cuestiones literarias, apenas políticas, elaboradas además desde un yo íntimo nada propio de su anterior filosofía. Casi como disculpándose, explica sus motivos para elegir la autobiografía, pues por un lado «la violencia que me había desterrado me impedía a la vez su pleno conocimiento» y por el otro «a la vista de los hechos indecibles que colectivamente acontecen» él tenía que detenerse «a hablar de lo individual». Minima Moralia, descrito por el mismo Adorno, es el documento que atestigua las ideas desordenadas del intelectual en el exilio. Y no lo dice para pedir perdón por su yoísmo en tiempos de violencia, sino más bien, o eso creo, para mostrar de qué manera el gesto literario, la experiencia artística o la reflexión filosófica sí pueden, sí deben y sí necesitan continuar su curso, a pesar de los pesares, y de las inmundicias, y de las bombas.
Esta semana, la filósofa Clara Ramas San Miguel publicaba en InfoLibre una columna titulada: «No voy a opinar sobre Ucrania», en la que defendía su derecho como pensadora y sujeto político a callarse sobre un asunto de tan extrema gravedad. Ella aboga por la pausa, por el entrenamiento del juicio, e incluso por la creación de otros debates que puedan ser paralelos al gran tema, precisamente para no olvidarnos de nuestras tantas luchas ni de nuestra humanidad. Incluso habiendo expresado tajantemente su opinión, hubo quien le recriminó “callar”, como si eso ni tan siquiera fuese un privilegio. No lo es. Callar no es un privilegio, de la misma manera en que no decir nada sobre un tema en concreto no riñe con el acto de escuchar. Similar a la postura de Ramas San Miguel para con el debate filosófico-político me pareció la del escritor Emiliano Monge para con las chorradas que en momentos de incertidumbre suelen proponernos a los que nos dedicamos a la literatura. Por lo visto, una institución contactó con él a los pocos días del estallido de la guerra de Rusia contra Ucrania, para pedirle que dejara de leer a autores rusos, haciendo así pública su renuncia a la violencia. En palabras de Monge: «cómo explicarle a ochenta kilos de estupidez que la cultura y el arte son, de hecho, la última trinchera contra la barbarie».
No hay una única manera de ser escritora o intelectual en horas en las que sátrapas destruyen centenares de vidas a escasos kilómetros de los cuartos donde reposan nuestras bibliotecas
Aunque comprendo las palabras de Emiliano Monge, y comparto la estupefacción ante semejante propuesta, hay algo en su mensaje que no termina de convencerme. Algo que, incluso, me incomoda. Y quizá esa incomodidad surja de las contradicciones que proyecta el cruce entre nuestra vulnerabilidad, nuestro sentimiento de compromiso, y nuestros motores de creación. Volviendo a las dudas de Adorno, ¿cuál es el papel de una intelectual en tiempos de barbaries? ¿Se debe una dejar achantar por los hechos, renunciando a su capacidad de reflexión y de imaginación? ¿De verdad que es necesario negarse a la creación de textos bellos o de textos incómodos? Charlotte Delbo, conocida por sus diarios y poemas escritos antes, durante y después de su condena en Auschwitz, publicados en España como Ninguno de nosotros volverá, nunca renunció a la escritura íntima, ni a la poesía amorosa, ni tan siquiera al cuestionamiento de su deseo y de sus fantasías. La guerra no detuvo su inventiva. Tampoco el contacto diario con la muerte o su miedo a desaparecer. La literatura, que era un refugio y una liberación, se convirtió para ella en la más importante de las trincheras.
Las vidas íntimas de Delbo y Adorno fueron bien distintas, pero también ayudan a poner cuerpo a las diferentes maneras de ejercer el trabajo intelectual durante la guerra. El exilio o el encarcelamiento: trabajar la literatura ajenos al privilegio de quienes sí pudieron quedarse al calor de sus bibliotecas. Porque resulta que la experiencia literaria siempre es amplia y que la obligación de escribir, o de pensar, o de opinar, puede nacer en sus trabajadores de muy diversas maneras. En sus cuadernos de notas de 1945, Marguerite Yourcenar escribió: «¿Qué es lo que te ayuda a vivir en los momentos de desconsuelo y de horror? La necesidad de ganar o amasar tu pan, el sueño, el amor, la ropa limpia que te pones, un viejo libro que relees […] Todo lo que era bueno en las horas de deleite sigue siendo exquisito en las horas de desvalimiento». Del mismo modo, en La muerte de Virginia, Leonard Woolf explica cómo esa tensión cada vez más creciente del periodo de entreguerras, Virginia Woolf y él lo cubrían a base de lectura y de escritura voraz. Ella misma, en Tres guineas, tal vez su texto sobre feminismo más importante, opacado siempre por Un cuarto propio, dice que «la guerra es una abominación, un acto bárbaro, la guerra debe detenerse», por supuesto, y para ello, incluso con las dificultades que comporta ese deseo, lo que propone es educación, cultura, o en otras palabras, libertad intelectual. ¿Y cómo ejercer esa libertad de manera correcta? ¿Acaso hay un modo de fomentar el pensamiento en tiempos de violencia? ¿De qué manera escribir? ¿De dónde sacar las fuerzas? ¿Cómo hablar del pan, de la ropa limpia o del amor sin caer en el egoísmo de la última de las trincheras?
Pienso en esa poesía nacida de la duda por supervivencia con la que Nelly Sachs trató de recuperarse o de comprender la violencia nazi. Pienso en El dolor, el diario de amor y de duelo que Marguerite Duras escribió mientras esperaba el regreso de su esposo del campo de Dachau. Pienso en los vaivenes teológicos y místicos de los últimos días de vida de Simone Weil, refugiada en 1943 en la escritura sobre dios, cuando la escritura sobre la política ya le había destruido la salud mental y los nervios. Pienso, y mucho, en el Soy vuestra voz de Anna Ajmátova, poeta rusa, originaria de la región de Odesa, esto es, la actual Ucrania, a quien estos días se lee por ser sus poemas himnos pacíficos. Duramente, dijo: «Qué nos importa al fin y al cabo / que todo se convierta en ceniza / en cuántos precipicios canté / y en cuantos espejos viví. / Que no sea yo sueño ni consuelo / y mucho menos paraíso. / Pero puede ser que con frecuencia / tengas que recordar / el rumor de las líneas sosegadas / y el ojo que oculta en el fondo / aquella corona de flores, punzante y oxidada / en su intranquilo silencio». Pero también pienso, en última instancia, en aquella reivindicación de Audre Lorde, activista feminista, queer y antirracista, conocedora de violencias que no son las de la guerra pero que igualmente acaban con vidas y difunden miedo, para quien la poesía no es un lujo tanto como una necesidad vital para la posibilidad de existir, «es el instrumento mediante el que nombramos lo que no tiene nombre, para convertirlo en objeto del pensamiento».
Sin estar completamente de acuerdo con la visión pesimista de Monge hacia la trinchera literaria, y sin ser tan entusiasta como Lorde en el uso de la poesía como bandera, me aventuraré a decir que no hay una única manera de ser escritora o intelectual en horas en las que sátrapas destruyen centenares de vidas a escasos kilómetros de los cuartos donde reposan nuestras bibliotecas. Qué escribir, desde qué ánimo opinar, qué mundos mostrar a quienes atienden a nuestros altavoces. Yo no lo sé. Aunque lo que sí intuyo, leyendo a tantas otras voces del pasado, es que la poesía, o la imaginación, pueden tener múltiples utilidades cuando la violencia alcanza a nuestra vulnerabilidad. Leer, escribir, pensar, salir del círculo vicioso de las opiniones veloces. No tanto el escapismo, como la posibilidad de verbalizar todas estas formas del dolor.
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