¿Quién puede matar a un niño? 'Las madres no', otro libro sobre maternidad que no lo es
¿Quién puede matar a un niño? es el título de la película de terror que Chicho Ibáñez Serrador estrenó en 1976. En ella (basada en la novela El juego de los niños de Juan José Plans) los infantes se han cargado a todos los adultos del pueblo de forma salvaje sin demasiado problema. La respuesta a por qué no se defendieron es la que da título al filme: ¿cómo vas a asesinar a un menor?
No puedes hacerlo, es lo peor que se puede perpetrar, ocupará todas las portadas. Aunque te vaya a matar a ti incluso desde las entrañas, como le ocurre a la mujer embarazada a quien su feto asesina. Su caso sería el más extremo, porque las madres dan vida, no muerte. O sí, como plantea la escritora en euskera Katixa Agirre en su libro Las madres no, que publica ahora en castellano (traducido por ella misma) la editorial Tránsito.
El género del libro oscila entre el thriller y el ensayo. Por una parte está Alice, la progenitora infanticida que ahoga a sus gemelos en la bañera de casa. Y por otra, la escritora que acaba de ser madre y lucha por compaginar sus ganas de escribir con la crianza de su recién nacido. La culpa y las contradicciones planean sobre los dos personajes constantemente.
Madres que publican y que matan
¿Otro libro sobre la maternidad? Últimamente se están publicando de manera constante. “Vaya moda”, puede plantearse el lector o lectora. Antes de detallar, un apunte: las editoriales llevan años sacando al mercado libros sobre sagas familiares, autobiografías, novelas policíacas protagonizadas por inspectores aguerridos. Y no se han escuchado demasiadas críticas.
Puede que romper los mitos sobre la maternidad -para mal, para bien, para todo- sea incómodo o que las madres escriban vaya en contra de lo que se espera de ellas. Por ejemplo, la protagonista de Las madres no ha ganado un importante premio literario, pero cuando comunica su embarazo ese logro se olvida.
Pero, en realidad, el hilo central del libro no es estrictamente la maternidad. Es la obsesión por saber qué llevó a la madre a matar a sus hijos, el por qué lo hizo de manera activa. “Si alguien quisiera acabar con la vida de una criatura y librarse de toda culpa, un laissez faire despreocupado era suficiente: una canica entre las piezas de construcción, una silla junto a la ventana abierta (...). Solo era cuestión de tiempo. Sentarse y esperar. El crimen perfecto”.
En este caso, no. La asesina sumergió primero a uno de sus bebés -¿fue antes la niña o el niño?- en el agua hasta ahogarlo y después al otro. Una vez muertos, los puso en la cama y ella se sentó en una butaca de la misma habitación. Así la encontró, con el pecho izquierdo al descubierto, la pobre niñera que se convirtió en otra víctima de rebote: el trauma para siempre, la imagen clavada en la mente toda la vida.
La escritora conocía a la infanticida. Se cruzaron cuando eran mucho más jóvenes, cuando en lugar de Alice se llamaba Jade. Tiene la revelación cuando está pariendo a su hijo, en el momento en el que el dolor del parto alcanza su momento álgido. Se vieron cuando la protagonista vivía en Londres: Jade fue a visitar a Léa, su compañera de piso, con la que aún se mantiene contacto.
Esa conexión impulsa la fijación de la escritora con el suceso. Pide una excedencia en el trabajo para escribir (no para cuidar de su hijo, que es la excusa que pone ante sus compañeros), viaja para investigar, deja a su hijo en la guardería, se aleja emocionalmente de su marido, acude a todas las sesiones del juicio.
Durante todo el proceso, estas experiencias dan pie a reflexiones sobre la maternidad, que se complementan con referencias a otras escritoras que también tuvieron hijos: Sylvia Plath, Virginie Despentes, Doris Lessing. Sus palabras dejan constancia que no solo ella ha sentido la necesidad de escribir además de criar. O de irse, de abandonar a los niños o matarse, que también.
Ellos fueron personas
Alex y Ángela. Cuando sus nombres se dan a conocer en el juicio (y en el libro), los niños asesinados dejan de ser objeto y pasan a ser personas. Independientes de sus padres, seres humanos que podrían haber tenido un destino si no llega a ser por el poder que su madre tenía sobre ellos.
La autora hace un recorrido por la historia acerca de cómo los niños, tan fáciles de matar, han sido objeto de cambio o imperfecciones que se tiran a la basura. La pregunta de quién puede asesinar a un menor ha tenido diferentes respuestas, aunque todas se reducen a la misma: quien tiene la capacidad y el interés (el que sea).
En el caso de la madre, el asunto se complica. Las noticias de padres que matan a su familia son frecuentes y generan rechazo, claro, pero si la asesina es una mujer el caso se magnifica y si encima es la progenitora, mucho más.
Se buscan explicaciones para esclarecer el por qué ha hecho eso, más allá de la maldad pura y dura, que descarten que solo sea psicópata. La depresión post-parto, problemas mentales que vienen de antes, una vida desestructurada o incluso un parto por cesárea que no provocó las hormonas necesarias para salvar a esos gemelos (que, para colmo, fueron concebidos con mucho esfuerzo y gracias a la fecundación in vitro).
Las preguntas se plantean, pero no se pueden responder. Como en cualquier caso de asesinato: puede haber confesiones, evaluaciones psicológicas, pruebas incriminatorias, presuntas evidencias, pero solo el autor o autora sabe la auténtica verdad ¿Quién puede matar a un niño?