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Obituario

Querido Joan

Joan Margarit

Andrea Stefanoni

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Me dijiste aquella tarde en Barcelona que a veces hay que trasgredir las propias normas, y que una de las tuyas era no escribir en caliente, nunca. 

Hablamos de cuando todas las vidas eran posibles, de cuando todos los poemas eran posibles. Hablamos del único sitio al que se puede ir a buscar una respuesta: a ese pasado más remoto, pero sin trampas, sobre todo, sin trampas. 

Hablaste del lío, “para que todo esto funcione se necesitan unas premisas muy bestias: en una colmena de abejas es lo mismo, pero mucho más sencillo porque son veintisiete acciones de un animal muy primitivo, que hace esas veintisiete, luego se muere y punto. Y claro, aquí no son veintisiete, son veintisiete millones de acciones mezcladas de una complejidad tremenda, a esa complejidad que yo llamo el lío”.

Hablamos de cuán suficientemente poderoso puede llegar a ser un libro de poemas en ciertos días en los que te encontrás perdido. Hablamos de salvarnos o no salvarnos. De salvar algo o de salvarlo todo. “¿Por qué te consuela un poema determinado? ¿Por qué estás bien con aquel poema, estás mejor que sin haberlo leído? ¿Por qué? Nadie sabe por qué, pero lo que sí sabemos es que todos queremos ser consolados”. 

¿Por qué te consuela un poema determinado? ¿Por qué estás bien con aquel poema, estás mejor que sin haberlo leído? ¿Por qué? Nadie sabe por qué, pero lo que sí sabemos es que todos queremos ser consolados

En algún momento, cuando nombraste a tu hija Joana, sentí que ya no quedaba nadie en el lugar, solo vos bajo un cenital imaginario, con otros ojos y otra voz, poniendo en jaque tu vida, diciendo que no había otra cosa y que por lo tanto, si la poesía no era capaz de servirte en ese momento, bueno, ahí había terminado todo, “tanta historia, -dijiste- y resulta que ahora yo quiero forzarla un poco y me viene con delicadezas, pues se habrá acabado y con mi hija se irá también la poesía”. Pero no se fue, porque a cualquiera de nosotros podrá venirnos con delicadezas, pero no a vos. 

Joan, llevaré esa tarde siempre conmigo: tu mirada, tu humor inteligente, tu ironía, el poema inédito impreso en una hoja, tu generosidad, tu abrazo. Las ganas de quedarme por días en ese café, en esa conversación, en tu ciudad, en ese hombre que apenas conocía y me estaba invadiendo sin saberlo. Pensé que se me iría esa sensación al salir del café, en el viaje hacia el aeropuerto, que no hay marca que no se lleven las estaciones, la lluvia, los viajes de vuelta, las nuevas marcas, una encima de la otra.

Pero me equivoqué. Y hoy escribo estas líneas en caliente y con lágrimas en los ojos, porque también me dijiste, querido Joan, que era una norma correcta, pero que las normas correctas están para, de vez en cuando, saltárselas, pero que también, para saltártelas, deberás primero haber creído en ellas.

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