La semana pasada, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, pidió en público al resto de presidentes autonómicos del PP “que no compren la estrategia de [Pedro] Sánchez ni de su cómplice [María Jesús] Montero” en asuntos de financiación autonómica y que no acudan cada uno por su lado sino todos juntos si son convocados por el presidente del Gobierno porque este les “va a sobornar uno a uno en la Moncloa”.
La palabra cómplice tiene alguna acepción que no remite a hechos delictivos, pero en lo de sobornar no hay duda alguna: todas sus formas y modalidades están en el Código Penal. Lo más inquietante de la expresión de Diaz Ayuso quizás no sea que considere a Sánchez como un posible sobornador (apelativos más fuertes le ha dedicado) sino que tenga a los otros presidentes autonómicos, correligionarios suyos, como fácilmente sobornables.
Desde hace ya tiempo, muchos políticos se muestran demasiado largos de lengua. Traspasan con excesiva frecuencia con sus rivales no sólo las más elementales normas de cortesía y respeto sino que incluso les propinan sartas de insultos, injurias y calumnias que acabarían en el ámbito judicial si no fuera por la autoprotección que los propios políticos se han dado con sus inviolabilidades, inmunidades y aforamientos. Como se saben ahora inmunes, se creen eternamente impunes.
El mencionado Pedro Sánchez ha protagonizado también días pasados un exceso verbal reseñable y un presunto error léxico desconcertante. El primero, cuando el sábado 7 de septiembre, en su intervención ante el Comité Federal del PSOE, dijo esto: “Vamos a avanzar con determinación, con o sin apoyo de la oposición, con o sin concurso de un poder legislativo que necesariamente tiene que ser más constructivo y menos restrictivo”. Le llovieron de inmediato las críticas, algunas muy fundadas. Que no cree en la división de poderes, que no es un demócrata, que es un autócrata…
Tantos ríos de tinta de prensa y minutos de televisión y radio ha consumido la polémica que este miércoles se ha visto obligado el presidente del Gobierno a medio rectificar. Ha asegurado que tiene “el máximo respeto” a los grupos parlamentarios y que tenderá puentes, pero que al mismo tiempo “no va a renunciar a una hoja de ruta y a una agenda para este curso político”. O sea, resiliencia, palabra que Sánchez y su entorno trajeron a nuestro léxico cotidiano tras la pandemia y que por ahora sigue en uso popular (A veces, de coña, con sentido irónico).
El presunto error léxico de Sánchez fue unos días antes, el martes 5, cuando en un acto en el Instituto Cervantes (templo de la lengua, mira por dónde) aseguró: “España será un país mejor si tiene más automóviles eléctricos y más autobuses públicos y menos Lamborghinis”.
Parece -de ahí lo de presunto- que la marca de automóvil de lujo que el presidente tenía que mencionar no era Lamborghini sino Maserati. ¿Por qué? Porque según documentos judiciales el novio de Isabel Díaz Ayuso, el empresario investigado por fraude fiscal Alberto González Amador -delincuente confeso, pues ha reconocido el fraude-, se compró con parte de los impuestos no pagados un Maserati que cuesta más de 80.000 euros, que ha acumulado deudas por multas de tráfico y por impuestos municipales y que usa en ocasiones la propia presidenta de la Comunidad de Madrid.
Lamborghini, Maserati. Ambas marcas, de coches de lujo; ambas, italianas; ambas, con ese final que suena a diminutivo (en realidad, son los apellidos de los respectivos fundadores de las marcas)... Cualquiera se equivoca, errare humanum est y tal y pascual… Pero desperdiciar ese dardo verbal contra una rival experta en excesos verbales es impropio del avieso -para sus rivales- y sagaz -para sus partidarios- Pedro Sánchez.
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